Pike y yo recorrimos el pasillo y nos colocamos uno a cada lado de la puerta. Aguzamos el oído. El piso de Schilling estaba en silencio. Los papeles eran avisos que recordaban a los inquilinos que el alquiler se pagaba el primero de mes y que el jueves anterior iba a cortarse el suministro de agua durante dos horas.
– Hace tiempo que no pasa por casa -comentó Pike.
Si las notas se habían dejado allí en las fechas que aparecían indicadas, nadie había entrado en casa de Schilling ni salido de ella desde hacía más de seis días.
Coloqué el dedo delante de la mirilla y llamé con los nudillos. Nadie contestó. Volví a llamar y después saqué la pistola y la sostuve con el brazo estirado, pegado a la pierna.
– Abre -ordené.
Pike metió la palanca entre la puerta y la jamba e hizo presión.
El marco cedió con un sonoro crujido y me metí en un gran salón apuntando hacia adelante con la pistola. Al otro lado de la sala había una cocina y un espacio con una mesa de comedor. A nuestra izquierda vimos un pasillo al que daban tres puertas. La única luz procedía de una lámpara de techo colocada en el vestíbulo. Pike fue hasta la cocina en un par de zancadas y después se colocó detrás de mí en el pasillo. Registramos todas las habitaciones para asegurarnos de que el piso estaba vacío.
– ¿Joe?
– No hay nadie.
Volvimos al vestíbulo a cerrar la puerta y encendimos más luces. En el salón casi no había muebles, sólo un sofá de piel, una mesa y un enorme televisor Sony en el rincón opuesto al del sofá. El piso tenía tan pocas cosas que saltaba a la vista que era un lugar de paso, como si Schilling fuese a abandonarlo de un momento a otro, sin dejar nada tras de sí. Era más un campamento que una casa. En la barra que separaba la cocina del salón había un teléfono inalámbrico pequeño, pero sin contestador automático. Fue lo primero que busqué, pensando que podríamos encontrar algún mensaje que nos sirviera.
– Debe de tener el contestador por ahí atrás.
Pike volvió hacia el pasillo.
– Lo he visto en el dormitorio. Me ocupo de eso y tú mira por aquí.
En la cocina había tantas botellas de Corona y de Orangina que parecía imposible que se las hubiera bebido una sola persona. También había platos sucios amontonados en el fregadero y el cubo de la basura repleto de cajas de comida para llevar. Llevaban tanto tiempo allí que olían a rancio. Vacié el contenido en el suelo y busqué los tiques de la compra. El más reciente era de hacía seis días. Los pedidos eran abundantes, excesivos para un hombre solo pero suficientes para tres.
– Han estado aquí, Joe.
– Ya lo sé. Ven a ver esto -me gritó desde el dormitorio. Pike estaba de rodillas ante un futón arrugado, que era lo único que podía formar parte de un hipotético mobiliario en aquella habitación. La puerta del armario empotrado estaba abierta; dentro no había casi nada. En el suelo, formando un montón, vi unas cuantas camisas y ropa interior sucia. Como el resto del piso, el dormitorio de Schilling daba sensación de vacío, como si fuera un escondite más que una casa. En el suelo, junto al futón, había un radiodespertador y un segundo teléfono inalámbrico digital con un contestador incorporado a la base.
– ¿Has encontrado algún mensaje?
– No hay nada. Sí que tiene algunas cartas, pero antes de mirarlas te he llamado.
Se puso a observar una hilera de fotografías colgadas con chinchetas en la pared, encima de la cama. Eran imágenes de muertos. Se trataba de gente de distintas razas. Algunos llevaban los restos hechos jirones de algún uniforme, mientras que otros estaban completamente desnudos. Habían muerto a tiros o destrozados por explosiones, aunque uno presentaba unas quemaduras horribles. En varias de las fotografías un pelirrojo que sonreía como un chico típicamente americano pero loco de atar posaba junto a los cadáveres. En dos de ellas un negro alto con marcas en la cara aparecía a su lado.
Pike dio unos golpecito s en una de ellas.
– Ibo. El pelirrojo debe de ser Schilling. Estas fotos no son sólo de Sierra Leona. Mira las víctimas. Esto podría ser Centroamérica. Y esto Bosnia.
En una de las fotografías el pelirrojo aparecía sosteniendo un brazo humano por el dedo meñique como si se tratara de un trofeo. Me entraron arcadas.
– Se han vuelto locos.
Pike asintió.
– Es lo que ha dicho Resnick: han prescindido de las reglas. Se han convertido en otra cosa.
– No veo a nadie que pueda ser Fallon.
– Fallon era de la Delta. Aunque esté loco, será lo bastante inteligente como para no dejar que le hagan fotos.
Me volví.
– Vamos a ver el correo -dije.
Pike había encontrado un montón de cartas sujetas con una goma elástica. Todas ellas estaban dirigidas a Eric Shear, a la dirección del apartado postal, y contenían extractos bancarios en los que aparecía un saldo de 6.123,18 dólares, cheques cancelados y las facturas telefónicas de los últimos dos meses. Casi todas las llamadas realizadas eran a números de la zona de Los Ángeles, pero había seis que destacaban como si estuvieran escritas con tinta fluorescente. Hacía tres semanas, Eric Schilling había llamado a un número internacional, de la ciudad salvadoreña de San Miguel, seis veces en cuatro días.
Miré a Pike.
– ¿Crees que será Fallon? Según Resnick estaba en Latinoamérica.
– Márcalo y lo veremos.
Cogí el teléfono de Schilling, lo observé bien y apreté el botón de re llamada. Empezó a sonar, pero contestó una chica dicharachera que dijo el nombre de una pizzería. Colgué y seguí estudiando el aparato. A veces los teléfonos digitales almacenaban las llamadas salientes y entrantes, pero el de Schilling no lo hacía. Marqué el número de El Salvador que aparecía en su factura. La conexión internacional produjo un silbido lejano al rebotar en el satélite y después escuché la primera llamada. Hubo una segunda, tras la cual se conectó una grabación. «Ya sabes de qué va esto. Dime algo.»
Sentí el mismo hormigueo helado que me había invadido aquel primer día en la ladera de mi casa, pero con una rabia que bullía a su alrededor como una niebla. Colgué. Era el hombre que me había llamado la noche en que habían secuestrado a Ben, el que había dejado su voz grabada en la cinta de Lucy.
– Tiene que ser él. Reconozco la voz.
Pike torció la boca.
– Starkey se va a quedar encantada. Va a empapelar a un criminal de guerra.,
Volví a observar las fotografías. Jamás había visto a Schilling ni a ninguna de las personas que aparecían en ellas, tampoco a Fallon. Nadie tenía nada que ver conmigo; no tenían ningún motivo para estar en Los Ángeles ni para saber nada de mí. Había miles de niños con padres más ricos que Richard, pero habían secuestrado a Ben. Habían intentado que pareciera que el móvil era vengarse de mí, pero luego, casi con toda seguridad, habían empezado a extorsionar a Richard para sacarle un rescate, aunque él lo negara. Invariablemente, los secuestradores prohíben acudir a la policía, y el miedo de Richard era comprensible, pero se trataba de lo único que tenía sentido. Las piezas del rompecabezas no encajaban; era como si correspondiesen a puzzles distintos y, por mucho que intentase reconstruir la imagen que debían formar, me resultaba imposible.