Выбрать главу

– Yo siempre he pensado que Judas hizo un mal trato -añadió Reid-. Jesucristo tuvo que morir para redimirnos, y para llegar a ese punto intervino mucha gente. Se podría decir que el papel de Judas estaba predestinado y que, después, no cabía esperar que un solo hombre soportara el peso de haber matado a Dios sin desesperar. Lo lógico sería pensar que Dios, en su gran proyecto, le dejó a Judas un poco de margen de maniobra.

Yo bebía una cerveza sin alcohol. No era nada del otro mundo, pero no le iba a echar la culpa a la cerveza por eso.

– Está usted diciéndome que, según ellos, yo podría ser ese ángel al que han estado buscando.

– Sí -confirmó Reid-. Enoc es muy alegórico, como sin duda ya habrá comprobado, y hay partes donde la alegoría se confunde con los aspectos más directos e inmediatos. Para el creador de Enoc, el ángel arrepentido debía simbolizar la esperanza del perdón que todos debemos abrigar, incluso aquellos que han cometido los peores pecados. Los Creyentes han optado por interpretarlo de manera literal, y en usted creen haber encontrado a su penitente perdido. Pero no están seguros. Por eso Brightwell ha intentado acercarse a usted.

– No se lo he contado antes, pero creo que ya he visto a alguien parecido a Brightwell -dije.

– ¿Dónde?

– En un cuadro del siglo quince. Estaba en el taller de Claudia Stern. Se subastará esta semana, junto con la caja de Sedlec.

Esperaba que Reid se burlara de mí por decir que alguien podría parecerse a Brightwell, pero no lo hizo.

– El señor Brightwell tiene múltiples aspectos interesantes. Como mínimo puede decirse que él, o antepasados suyos a los que se parece de forma asombrosa, lleva por aquí mucho, mucho tiempo.

Hizo una señal con la cabeza a su compañero, y Bartek empezó a extender por la mesa dibujos y fotografías de una carpeta que tenía a sus pies. Estábamos al fondo del Bear, y para que no nos molestaran le habíamos dicho a la camarera que de momento no necesitábamos nada más. Me acerqué la primera foto con un dedo. Era una imagen en blanco y negro de un grupo de hombres, la mayoría con uniforme nazi. Entre ellos había varios civiles. En total eran unos doce hombres, y estaban sentados al aire libre en torno a una mesa alargada de madera llena de botellas de vino vacías y restos de comida.

– El hombre del fondo, a la izquierda, es Mathias Stuckler -dijo Bartek-. Los otros que van uniformados son miembros del grupo especial de las SS. Los civiles son miembros de la Ahnenerbe, la Sociedad de Educación e Investigación del Patrimonio Ancestral, incorporada a las SS en 1940. A todos los efectos, era el instituto de investigación de Himmler y sus métodos distaban mucho de ser benévolos. Berger, su experto en cuestiones raciales, vio las posibilidades de experimentar en los campos de concentración ya en 1943. Ese año pasó ocho días en Auschwitz, seleccionando a más de cien prisioneros para medirlos y evaluarlos, y luego los gaseó a todos y los mandó al departamento de anatomía de Estrasburgo.

»Todo el personal de la Ahnenerbe tenía rango de SS. Estos son los hombres que murieron en Fontfroide. La fotografía se tomó sólo unos días antes de que murieran. A esas alturas, muchos de los camaradas de Stuckler pertenecientes al Der Führer Regiment habían caído intentando detener el avance de las tropas aliadas después del día D. Los soldados que lo acompañan en esta foto eran los únicos que quedaban de sus cuadros más leales. El resto acabó en Hungría y Austria, luchando junto con los vestigios del Tercer Reich hasta el último día de la guerra. Estaban muy comprometidos, aunque fuera con la causa equivocada.

Ninguna de las figuras del grupo destacaba especialmente, aunque Stuckler era más alto y corpulento que el resto, y un poco más joven. Pero sus rasgos eran severos, y la luz de sus ojos se había apagado hacía mucho tiempo. Yo estaba a punto de apartar la fotografía cuando Bartek me detuvo.

– Mire detrás de ellos, entre la gente.

Examiné el fondo de la fotografía. En varias de las otras mesas había militares, en algún caso acompañados de mujeres. Sentado en un rincón, un hombre bebía solo, con un vaso de vino medio vacío ante él. Cuando se tomó la fotografía, miraba discretamente en dirección al grupo de las SS, así que sólo se le veía parte de la cara.

Era Brightwell. Estaba un poco menos gordo, y tenía algo más de pelo, pero el cuello tumoroso y el toque femenino de sus rasgos disipaban cualquier duda en cuanto a su identidad.

– Pero si esta foto es de hace casi sesenta años -dije-. Tiene que haber sido manipulada.

Reid se mostró escéptico.

– Es posible, pero creemos que es auténtica. Y aunque ésta no lo sea, hay otras acerca de las que no cabe la menor duda.

Me acerqué el resto de las imágenes. La mayoría era en blanco y negro, algunas de tonos sepia. Casi todas eran de hacía mucho tiempo, las más antiguas de 1891. A menudo mostraban iglesias o monasterios, con grupos de peregrinos delante. En cada fotografía asomaba el espectro de un hombre, una figura extraña y obesa, de labios carnosos y piel pálida, casi luminosa.

Además de las fotografías, había una reproducción de gran calidad de un cuadro, parecido al que me había enseñado Claudia Stern, quizás incluso del mismo artista. Una vez más, representaba a un grupo de hombres a caballo, rodeados por el fragor y la violencia de la guerra. En el horizonte se alzaban llamas, y por todas partes los hombres luchaban y morían, y sus sufrimientos quedaban reproducidos con un nivel de detalle sorprendente. Los hombres a caballo se distinguían por las marcas en las sillas de montar: un rezón rojo. Los encabezaba un hombre de melena oscura y envuelto en una sobreveste, bajo la que se veía la armadura. El artista le había pintado los ojos a una escala un tanto desproporcionada, de modo que eran demasiado grandes para la cabeza. Uno tenía una mancha blanca, como si se hubiera rascado la pintura para mostrar el lienzo debajo. A su derecha, la figura de Brightwell enarbolaba un estandarte con un rezón rojo; con la derecha, sostenía por el pelo la cabeza decapitada de una mujer.

– Se parece a la pintura que vi -comenté-. Ésta es más pequeña y, en este caso, los jinetes son el tema principal, no un elemento más, pero el parecido es enorme.

– La pintura muestra una acción militar en Sedlec -explicó Bartek-. Ahora Sedlec forma parte de la República Checa y sabemos que, como dice el mito, fue aquí donde se enfrentaron Immael y el monje Erdric. Tras ciertas discusiones, se decidió que era demasiado peligroso guardar la estatua en Sedlec, y que debía esconderse. Se dispersaron los fragmentos de vitela y se confió cada uno al abad del monasterio en cuestión, el cual debía compartir el hecho con un solo miembro de su comunidad. El abad de Sedlec era la única persona de la orden que sabía adónde se había enviado cada caja, y tras repartirlas mandó la estatua a su nuevo escondite.

»Por desgracia, durante el traslado de la estatua, Sedlec fue atacado por los hombres de la pintura. El abad había logrado ocultar El ángel negro, pero se llevó a la tumba su paradero, porque sólo él sabía a qué monasterios se habían confiado los fragmentos del mapa, y los abades en cuestión habían jurado mantenerlo en secreto so pena de excomunión y condena eterna.

– Así pues, si la estatua realmente existe, ¿sigue perdida? -pregunté.

– Las cajas existen -contestó Reid-. Sabemos que cada una contiene un fragmento de algún tipo de mapa. Es cierto que todo puede ser una treta, una broma rebuscada por parte del abad de Sedlec. Pero, si era una broma, lo mataron por ella, y otros muchos han muerto por ella desde entonces.

– ¿Y por qué no los dejan buscarla sin más? -pregunté-. Si existe, que se la queden. Si no, habrán perdido el tiempo.

– Sí existe -se limitó a decir Reid-. Eso sí que me lo creo. Lo que pongo en duda es su naturaleza, no su existencia. Es un imán del mal, pero el mal no está contenido en ella, sino reflejado. Todo esto -señaló el material extendido sobre la mesa con un amplio gesto de la mano-… es secundario. No tengo ninguna explicación en cuanto a cómo Brightwell, o alguien con un asombroso parecido a él, ha llegado a estas imágenes. Tal vez forme parte de una estirpe, y todos éstos sean sus antepasados. En cualquier caso, los Creyentes llevan siglos matando, y ha llegado la hora de pararles los pies. Se han vuelto descuidados, en gran medida porque las circunstancias los han obligado. Por primera vez creen que están a punto de apoderarse de todos los fragmentos. Si los vigilamos, la orden podrá identificarlos y tomar medidas contra ellos.