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– Joachim Stuckler -dijo-. Es un placer conocerlo. Alexis me ha hablado de usted. Su viaje a Maine me resultó bastante caro. Tendré que compensar a los hombres que resultaron heridos.

– No tenía más que llamarme.

– Tengo que ser… -Stuckler se interrumpió y se detuvo como un hombre que busca una manzana especialmente madura en un vergel, y de pronto arrancó la palabra del aire con un delicado gesto-… precavido -concluyó-. Como sin duda ya sabe a estas alturas, rondan por ahí hombres peligrosos.

Me pregunté si Stuckler, a pesar de la pose y el vago afeminamiento, era uno de ellos. Me invitó a tomar asiento y me ofreció té.

– Puede tomar café si lo prefiere. Yo tengo por costumbre tomar té a media mañana.

– Un té ya me viene bien.

Murnos levantó el auricular de un teléfono negro antiguo y marcó una extensión. Momentos después llegó un criado con una bandeja. Con sumo cuidado dejó sobre la mesa una enorme tetera de porcelana y dos tazas a juego, junto con un azucarero, leche y un platillo con rodajas de limón. Una segunda bandeja contenía pastas selectas. Parecían desmigajadas y difíciles de comer. Las tazas, con una orla dorada, eran de una gran delicadeza. Stuckler sirvió un poco de té en una taza y, al comprobar que el color estaba en su punto, siguió vertiéndolo. Tras llenar las dos tazas me preguntó cómo lo prefería.

– Solo -contesté.

Stuckler hizo una leve mueca, pero por lo demás ocultó masculinamente su desagrado.

Bebimos el té. Era todo muy agradable. Sólo necesitábamos que un cretino llamado Algy apareciera con zapatillas de tenis y una raqueta y aquello habría podido ser una comedia de salón, sólo que Stuckler era bastante más interesante de lo que parecía. Otra llamada a Ross, esta vez atendida un poco más deprisa que antes, me había proporcionado cierta información de fondo sobre el hombrecillo pulcro y sonriente que tenía frente a mí. Según el contacto de Ross en el GTI -Grupo de Trabajo Interdepartamental, creado en 1998 para ahondar, entre otras cosas, en los documentos relacionados con los crímenes de guerra nazis y japoneses a fin de encontrar pruebas de colaboración entre organizaciones estadounidenses e individuos de los anteriores regímenes con antecedentes dudosos-, la madre de Stuckler, Maria, había viajado a Estados Unidos con su único hijo poco después de acabarse la guerra. El Servicio de Inmigración intentó deportar a muchas de estas personas, pero la CIA y en especial el FBI de Hoover prefirieron que se quedaran en Estados Unidos para sacarles información acerca de los simpatizantes comunistas procedentes de sus propios países. Por aquel entonces, el gobierno estadounidense no era muy escrupuloso en la selección de extranjeros a quienes acogía: cinco colaboradores de Adolf Eichmann, todos ellos participantes directos en la Solución Final, trabajaban para la CIA, y se realizaron esfuerzos para reclutar al menos a otras dos docenas de criminales de guerra y colaboracionistas.

Tras una serie de negociaciones, Maria Stuckler consiguió entrar en Estados Unidos con la promesa de facilitar documentos referentes a comunistas alemanes, obtenidos por su marido en sus tratos con Himmler. Como mujer astuta que era, entregó material suficiente para mantener vivo el interés de los americanos y, a cada revelación, acercarse un poco más a su objetivo final, que era la nacionalidad estadounidense para su hijo y para ella. Hoover aprobó personalmente su solicitud de nacionalidad cuando ella dio su último alijo de documentos, que hacía referencia a varios judíos izquierdistas que habían huido de Alemania antes de empezar la guerra y después habían prosperado en Estados Unidos. El GTI llegó a la conclusión de que parte de la información de Maria Stuckler fue crucial en las vistas preliminares de McCarthy, lo que a ojos de Hoover la convirtió en una especie de heroína. Su condición de «persona con prerrogativas» le permitió fundar un negocio de antigüedades, que posteriormente heredó su hijo, e importar de Europa objetos de interés con pocas intromisiones, o ninguna, por parte de las autoridades aduaneras estadounidenses. Por lo visto, la anciana aún vivía. Estaba en una residencia de la tercera edad en Rhode Island y conservaba intactas sus facultades a la edad de ochenta y cinco años.

Y allí estaba yo en ese momento, tomando té con su hijo en un salón decorado y pagado con el botín de guerra -si Reid no se equivocaba en cuanto a la colección privada de Stuckler-, y salvaguardado mediante el lento proceso de traición de una mujer ambiciosa, que se prolongó durante más de una década. Me pregunté si eso había molestado a Stuckler alguna vez. Según el contacto de Ross, Stuckler contribuía con generosas donaciones a muchas buenas causas, incluidas varias organizaciones benéficas judías, aunque más de una había rehusado su altruismo una vez conocida la identidad del futuro donante. Acaso fueran auténticos remordimientos de conciencia lo que lo empujaban a hacer estas aportaciones. También podían ser simples relaciones públicas, una manera de desviar la atención de sus negocios y colecciones.

Sentí una inmediata y profunda animadversión por Stuckler, y ni siquiera lo conocía.

– Le agradezco que me conceda un poco de su tiempo -dijo. No tenía el menor acento, ni alemán ni ningún otro. El tono de voz era totalmente neutro, cosa que contribuía a crear la impresión de una imagen cultivada con minuciosidad para dejar traslucir lo menos posible sus orígenes y la verdadera esencia del hombre que se ocultaba detrás.

– Con el debido respeto -dije-, he venido porque según su empleado puede que usted tenga cierta información. El té puedo tomarlo en mi casa.

Pese al insulto intencionado, Stuckler siguió irradiando buena voluntad, como si se complaciera en la sospecha de que todo el que iba a su casa en el fondo lo aborrecía, y esas pullas no eran más que la guinda del pastel.

– Claro, claro. Creo que tal vez pueda ayudarlo. Pero antes de empezar, siento curiosidad por la muerte del señor García, en la que, según tengo entendido, desempeñó usted un papel significativo. Me gustaría saber qué vio en su apartamento.

Ignoraba adónde quería ir a parar con aquello, pero saltaba a la vista que Stuckler estaba acostumbrado al regateo. Probablemente había aprendido ese arte de su madre y lo aplicaba a diario en sus negocios. No iba a sacarle nada a menos que yo le diera a cambio algo equivalente.

– Había esculturas de huesos, recargados candelabros hechos de restos humanos, algunos objetos a medio hacer, y una representación de una deidad mexicana, la Santa Muerte, confeccionada con un cráneo femenino.

Stuckler no pareció sentir el menor interés por la Santa Muerte. Pero sí me pidió una descripción pormenorizada de lo que había visto, y me interrogó sobre detalles de la construcción y la presentación. A continuación hizo una seña a Murnos, que cogió un libro de una mesa y se lo acercó a su jefe. Era un libro de gran formato, con las palabras Memento Mori en rojo sobre el lomo. Ilustraba la tapa una foto de una pieza que podría haber salido del apartamento de García: un cráneo apoyado en un hueso curvo que sobresalía como una lengua blanca de debajo del maxilar maltrecho, al que le faltaban cinco o seis dientes delanteros. El cráneo se sostenía sobre una columna de cinco o seis huesos curvos parecidos.

Stuckler me vio mirarlo.

– Cada hueso es un sacro humano -dijo-. Se ve por las cinco vértebras soldadas.

Pasó cincuenta o sesenta páginas de texto en distintas lenguas, incluidas el alemán y el inglés, hasta llegar a una serie de fotografías. Me entregó el libro.

– Por favor, eche un vistazo a estas fotografías y dígame si algo le resulta familiar.

Las hojeé. Eran todas en blanco y negro, con una tenue pátina sepia. La primera mostraba una iglesia con tres campanarios dispuestos en triángulo. Estaba rodeada de árboles sin hojas y de una vieja tapia de piedra dividida por columnas intercaladas a intervalos regulares y coronadas con cráneos labrados. Las demás fotos mostraban recargados arreglos de cráneos y huesos bajo techos abovedados: grandes pirámides y cruces, guirnaldas de huesos y cadenas blancas; candeleras y candelabros, y por último otra vista de la iglesia, esta vez desde atrás y a la luz del día. Los muros estaban cubiertos de hiedra, pero ésta, por la textura monocroma de la fotografía, parecía un enjambre de insectos, como si una muchedumbre de abejas se apelotonase sobre ellos.