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– Es una manera de describirla -contesté-. ¿De dónde ha salido?

– La descubrió mi padre en el monasterio de Morimondo, en Lombardía, mientras buscaba pistas sobre el fragmento de Fontfroide. Fue la primera señal de que estaba cerca del mapa. Como ve, presentaba ciertos desperfectos. -Stuckler señaló unos huesos fragmentados, una fisura reparada de forma tosca en la espina dorsal y los dedos que faltaban-. Mi padre conjeturó que la habían transportado desde Sedlec probablemente algo después de la inicial dispersión de los fragmentos del mapa, y que al final había llegado a Italia. Un doble farol, quizá, para desviar la atención del original. Ordenó que la escondieran. Tenía varios lugares para objetos como éste, y nadie se atrevía a cuestionar sus órdenes sobre tales asuntos. Habría sido un regalo para el Reichsführer, pero mi padre murió antes de poder organizar el traslado. Así pues, pasó a manos de mi madre después de la guerra, junto con algunos de los otros objetos acumulados por mi padre.

– Pero seguramente podría haberla hecho cualquiera, ¿no? -pregunté.

– No -respondió Stuckler con una convicción absoluta-. Sólo puede ser obra de alguien que examinó el original. Es perfecta hasta el último detalle.

– ¿Cómo lo sabe si usted nunca ha visto el modelo?

Stuckler se acercó a una de las hornacinas y abrió con cuidado la puerta de cristal. Lo seguí. Encendió una luz en su interior y quedaron iluminadas dos pequeñas cajas de plata, ambas con una sencilla cruz labrada en la tapa, en ese momento abierta. A su lado, protegidos entre dos finas láminas de cristal, había dos trozos de vitela, cada uno de unos treinta por treinta centímetros. Vi las secciones de un dibujo que representaba una pared y una ventana con una serie de símbolos en el borde: un Sagrado Corazón entre espinas, un panal, un pelícano. Había asimismo una serie de puntos en cada uno, probablemente números, y los ángulos de lo que acaso fueran corazas o escudos de armas. Casi de inmediato vi la combinación de números romanos y una única letra que había descrito Reid.

En un manuscrito predominaba el dibujo de una gran pierna curvada hacia atrás, y las garras en los pies. Era casi idéntica a la de la estatua que se alzaba detrás de nosotros. Distinguí unas letras ocultas en la pierna, pero no pude leerlas. El segundo manuscrito mostraba medio cráneo: también era idéntico al cráneo de la escultura de huesos de Stuckler.

– ¿Lo ve? -preguntó Stuckler-. Estos fragmentos estuvieron separados durante siglos, desde que se creó el mapa. Sólo alguien que hubiera visto el dibujo pudo construir una representación de El ángel negro, pero sólo alguien que hubiera visto el original pudo hacerlo con tanto detalle. El dibujo es bastante rudimentario, mucho más que la propia escultura. Me ha preguntado por qué creo que existe: por esto.

Di la espalda a Stuckler y la escultura. Murnos me observaba con rostro inexpresivo.

– Así que tiene usted dos de los fragmentos -dije-. Y pujará en la subasta por el tercero.

– Pujaré, como usted dice. Cuando termine la subasta, me pondré en contacto con los demás postores para averiguar quiénes de ellos disponen también de fragmentos del mapa. Nadie conoce la existencia de este sótano y lo que hay en él, aparte de Alexis y yo. Usted es la primera persona ajena a esta casa que tiene el privilegio de verlo, y sólo debido a la inminencia de la subasta. Soy rico, señor Parker. Estableceré contactos. Llegaré a acuerdos y obtendré información suficiente para determinar con exactitud dónde descansa El ángel negro.

– ¿Y los Creyentes? ¿Cree que podrá comprarlos?

– No se deje engañar por la facilidad con que se quitó de encima a los hombres que contraté en Maine, señor Parker. A usted no se le consideró un verdadero peligro. Podemos ocuparnos de ellos, en caso de necesidad, pero preferiría llegar a un pacto conveniente para ambas partes.

Dudaba que eso fuera posible. Por lo que sabía hasta el momento, las razones de Stuckler para buscar El ángel negro eran muy distintas de las de Brightwell y los suyos. Para Stuckler no era más que un simple tesoro que guardaría en su cueva, por más lazos que tuviera con su difunto padre. El ángel negro se alzaría junto a la escultura de huesos, siniestro reflejo una de la otra, y él adoraría a las dos a su obsesiva y aséptica manera. Pero Brightwell, así como el individuo a quien rendía cuentas, creía que algo, un ser vivo, se escondía bajo la plata. Stuckler quería que la escultura permaneciese intacta, sin someterla a examen. Brightwell se proponía explorar su interior.

– ¿Conoce a un tal Brightwell? -pregunté.

Stuckler me miró desconcertado.

– ¿Acaso debería?

No supe si mentía o si de verdad ignoraba la existencia de Brightwell. Me pregunté si éste habría salido de entre las sombras recientemente, impulsado por su convicción de que la larga búsqueda de los Creyentes se acercaba a su fin, y si ésa era la razón por la que Stuckler declaraba no conocerlo. Pese a su aspecto un tanto cómico, Stuckler era a todas luces hábil en lo suyo, y se las había ingeniado para llevar a cabo su propia búsqueda de los fragmentos del mapa evitando, al mismo tiempo, llamar la atención de Brightwell y los suyos. Una situación, ésta, que estaba a punto de cambiar.

– Creo que en cuanto ese individuo descubra que tienen ustedes un objetivo común recibirá noticias de él -dije.

– En ese caso, esperaré con impaciencia el encuentro -contestó Stuckler con un asomo de sonrisa en el semblante.

– Tengo que irme -anuncié, pero Stuckler ya no me escuchaba. Fue Murnos quien me acompañó a la puerta dejando a su jefe absorto en la contemplación de aquellos despojos de seres humanos, ahora soldados en un tétrico homenaje a una maldad antigua e imperecedera.

19

Poco después de mi entrevista con Stuckler me reuní con Phil Isaacson para cenar en el Puerto Antiguo. Cada vez estaba más claro que la subasta del día siguiente sería un momento cruciaclass="underline" atraería a aquellos que querían poseer la caja de Sedlec, incluidos los Creyentes, y provocaría un conflicto entre Stuckler y ellos si él conseguía adquirirla. Deseaba estar presente en la subasta, pero, cuando telefoneé a Claudia Stern, no pude hablar con ella. Me dijeron que sólo podía accederse a la subasta por rigurosa invitación y que ya era muy tarde para incorporarme a la lista de invitados. Dejé un mensaje a Claudia en el que le pedía que me llamara, pero no esperaba volver a tener noticias suyas. A sus clientes, supuse, no les gustaría que la casa permitiese la entrada a un investigador privado, y para colmo un investigador interesado en el destino final de una de las piezas más insólitas salidas al mercado en los últimos años. Pero si había alguien capaz de encontrar una vía de acceso a la Casa de Stern, y con información suficiente sobre los postores para ayudarme, ése era Phil Isaacson.

Natasha's estaba antes en Cumberland Avenue, cerca del Bintliff's, y su traslado al Puerto Antiguo era uno de los pocos cambios recientes en la vida de la ciudad que yo aprobaba sin reservas. El nuevo local era más cómodo, y puede que la comida incluso hubiera mejorado, todo un logro considerando que Natasha's ya era un restaurante excelente. Cuando llegué, Phil me esperaba sentado a una mesa cerca del banco que se extendía a lo largo del comedor principal. Como siempre, su aspecto se ajustaba a la definición de «atildado» que podía dar un diccionario: era un hombre menudo, de barba blanca, vestido con una chaqueta de tweed y pantalones de color tostado, más una pajarita roja perfectamente anudada sobre una camisa blanca. Su profesión era la abogacía, y conservaba el puesto de socio en su bufete de Cumberland, pero además era el crítico de arte del Portland Press Herald. Yo no tenía nada contra el periódico, pero no dejaba de sorprenderme que un crítico de arte del nivel de Phil Isaacson se ocultara entre sus páginas. Se complacía en afirmar que sencillamente se habían olvidado de que escribía para ellos, y a veces no costaba imaginar que alguien en la redacción cogiera el periódico, leyera la columna de Phil y exclamara: «Pero ¿cómo? ¿Tenemos un crítico de arte?».