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Había conocido a Phil en una exposición en la galería June Fitzpatrick de Park Street, donde June presentaba la obra de una artista de Cumberland llamada Sara Crisp, que empleaba objetos encontrados -hojas de árboles, huesos de animales, pieles de serpiente- para crear piezas de una belleza asombrosa, donde fragmentos de flora y fauna se hallaban dispuestos sobre fondos de complejas formas geométricas. Deduje que tenía algo que ver con el orden de la naturaleza, y Phil más o menos coincidió conmigo. O eso creo. El vocabulario de Phil era notablemente más elaborado que el mío en lo que se refería al mundo del arte. Al final compré una de las obras: una cruz confeccionada con cáscaras de huevo montadas en cera, sobre un fondo rojo de círculos entrelazados.

– Vaya, vaya -dijo Phil cuando llegué a la mesa-. Empezaba a pensar que habías encontrado a alguien más interesante con quien pasar la velada.

– Lo he intentado, créeme -respondí-. Pero parece que esta noche toda la gente interesante tiene algo mejor que hacer.

Una camarera dejó en la mesa una copa de tinto, un zinfandel californiano. Le dije que trajera la botella y, para acompañarla, pedí una selección de aperitivos orientales para dos. Phil y yo intercambiamos unos cuantos chismorreos locales mientras esperábamos la comida, y él me informó de artistas que podrían interesarme si llegaba a tocarme la lotería. El restaurante empezó a llenarse, y aguardé a que todos los comensales de las mesas cercanas parecieran oportunamente absortos en las personas que las acompañaban antes de plantear el tema principal de la velada.

– ¿Qué puedes decirme de Claudia Stern y sus clientes? -pregunté cuando Phil acabó de comer la última gamba de la bandeja de aperitivos.

Phil dejó los restos de la gamba junto al borde del plato y se limpió delicadamente los labios con la servilleta.

– No suelo cubrir sus subastas en mi columna. Para empezar, no quisiera que a la gente le sentase mal el desayuno al describir la clase de objetos con los que a veces trata; y, en segundo lugar, tengo mis dudas sobre la utilidad de escribir sobre subastas a las que se asiste sólo con invitación. Además, ¿por qué habría de interesarme lo que ofrece? ¿Tiene que ver con algún caso?

– Algo así. Podría decirse que interviene un elemento personal.

Phil se reclinó en la silla y se acarició la barba.

– Veamos. No es una casa de subastas antigua. Se fundó hace sólo diez años y está especializada en lo que podría definirse como objetos «esotéricos». Claudia Stern es licenciada en antropología por Harvard, pero cuenta con un grupo de expertos a quienes consulta cuando surge la necesidad de certificar la autenticidad de una pieza. Su área de interés es amplia y a la vez muy especializada. Hablamos de manuscritos, ciertos restos humanos convertidos en simulacros de arte, y diversos objetos relacionados con los textos apócrifos.

– Cuando la conocí, me mencionó restos humanos, pero no entró en detalles -dije.

– En fin, no es un tema del que la gente suela hablar con desconocidos -comentó Phil-. Hasta hace poco, digamos que cinco o seis años, Stern comerciaba a pequeña escala pero muy activamente con ciertos objetos aborígenes: cráneos, sobre todo, pero a veces piezas más elaboradas. Ahora se ve con malos ojos esa clase de comercio, y los gobiernos y las tribus se apresuran a recuperar cualquiera de esos restos ofrecidos en subasta. Con las esculturas de huesos europeas hay menos dificultades, siempre y cuando sean de cierta antigüedad, y la casa de subastas salió en los periódicos hace unos años cuando subastó restos óseos de varios osarios polacos y húngaros. Los huesos se habían empleado para construir un par de candelabros a juego, si no recuerdo mal.

– ¿Tienes idea de quién podría haberlos comprado?

Phil negó con la cabeza.

– Stern tiende a la discreción hasta el punto del hermetismo. Atiende a una clase muy especial de coleccionistas, y ninguno de los cuales, que yo sepa, se ha quejado nunca sobre la forma en que Claudia Stern lleva el negocio. Todas las piezas se someten a un riguroso examen para garantizar su autenticidad.

– Nunca ha vendido a nadie un palo de escoba que no volase.

– Según parece, no.

La camarera retiró las sobras del aperitivo. Al cabo de unos minutos llegó el plato principaclass="underline" langosta para Phil, un filete para mí.

– Veo que sigues sin comer marisco -señaló.

– Creo que a algunas criaturas las crearon feas para disuadir a la gente de comérselas.

– O de salir con ellas -añadió Phil.

– Tú lo has dicho.

Se dispuso a descuartizar su langosta. Procuré no mirar.

– Y bien, ¿vas a contarme a qué viene ese interés por Claudia Stern? -preguntó-. Entre tú y yo, debo añadir.

– Mañana se celebra una subasta.

– El tesoro de Sedlec -dijo Phil-. Me han llegado rumores.

Uno de los intereses de Phil era la estética de los cementerios, así que no era de extrañar que conociese Sedlec. A veces el alcance de sus conocimientos era casi preocupante.

– ¿Sabes algo al respecto?

– Me han dicho que la pieza central de la subasta, un fragmento de vitela, contiene cierto dibujo, y que por sí solo posee escaso valor, aparte del que pueda tener como simple curiosidad. Sé que Claudia Stern sólo presentó un pequeño trozo del papel para certificar su autenticidad, y el resto quedó bajo llave hasta que se encuentre un comprador. También sé que, para una pieza de tan escasa importancia, el proceso se ha llevado muy en secreto y con suma cautela.

– Yo puedo contarte algo más -dije.

Y así lo hice. Cuando acabé, la langosta de Phil estaba a medio consumir en su plato. Yo apenas había tocado la carne. La camarera se mostró dolida cuando se acercó a nuestra mesa para ver cómo iba todo.

– ¿Está todo a su gusto? -preguntó.

El rostro de Phil se iluminó con una sonrisa tan perfecta que sólo un experto habría advertido que era falsa.

– Estaba todo exquisito, pero ya no tengo el mismo apetito que antes -explicó.

También yo dejé que se llevase mi plato, y la sonrisa se desvaneció lentamente en la cara de Phil.

– ¿Crees que esa escultura existe de verdad? -preguntó.

– Creo que se escondió algo, hace mucho tiempo -contesté-. Hay demasiada gente interesada para que sea sólo un mito. En cuanto a su naturaleza exacta, no sabría decirte, pero cabe suponer que posee el valor suficiente para matar por ella. ¿Qué sabes de los coleccionistas de esa clase de material?

– Conozco a algunos por su nombre, a otros por su reputación. Ciertas personas del medio comparten a veces alguna que otra habladuría conmigo.

– ¿Podrías conseguir un par de invitaciones para la subasta?

– Creo que sí. Implicaría pedir que me devuelvan algún favor, pero acabas de decirme que Claudia Stern probablemente prefiere que no asistas.

– Espero que esté distraída con el propio acontecimiento y me permita colarme contigo a mi lado. Si llegamos cuando la subasta esté a punto de empezar, cuento con que prefiera que nos quedemos a echarnos y alterar así la marcha de la subasta. De todos modos, hago muchas cosas que la gente no ve con buenos ojos. Si no fuera así, me quedaría sin trabajo.

Phil apuró el vino.

– Ya sabía yo que esta comida gratis me saldría cara -comentó.

– Vamos, sé que te interesa. Y si alguien te mata, piensa en la necrológica que saldrá en el Press Herald. Quedarás inmortalizado.