También había estatuas, iconos, pinturas -incluida la pieza que yo había visto restaurar en el taller, ahora en la lista bajo el escueto título de «Kutná Hora, siglo XV, artista desconocido»- y una serie de esculturas de huesos. La mayoría se hallaban expuestas, pero no presentaban el menor parecido con las que yo había visto en el libro de Stuckler o en el apartamento de García. Eran más toscas, realizadas con menos destreza. Empezaba a ser todo un experto en arte óseo.
Conforme se acercaba la una, la gente iba tomando asiento. No vi la menor señal de Stuckler ni de Murnos, pero había ocho mujeres sentadas a una mesa junto al estrado del subastador, cada una con el auricular de un teléfono al oído.
– Es poco probable que las pujas por los objetos más esotéricos vengan de la sala -dijo Phil-. Los compradores no querrán que se conozcan sus identidades, en parte debido al valor de algunos de esos objetos, pero sobre todo porque interesarse por esta clase de cosas se presta a malas interpretaciones.
– ¿Quieres decir que la gente pensará que son bichos raros?
– Sí.
– Pero es que son bichos raros.
– Sí.
– Menos mal que coincidimos en eso -comenté.
Aun así, supuse que Stuckler tenía a alguien en la sala atento a los demás licitadores. Pues no querría quedarse totalmente al margen de lo que ocurría durante la subasta. También habría otros. Entre el público estarían representados quienes se hacían llamar Creyentes. Ya había prevenido a Philip sobre ellos, si bien creía que al menos él no corría peligro por su causa.
Claudia Stern apareció desde una puerta lateral, acompañada de un hombre mayor con traje negro y caspa en los hombros, y se sentó en el estrado. El hombre permaneció de pie junto a ella ante un atril, con un enorme libro de registros abierto donde anotar los detalles de los compradores y sus pujas. La señora Stern golpeó la mesa con el mazo para imponer silencio en la sala y nos dio la bienvenida a la subasta. Hubo un preámbulo acerca de los pagos y la recogida y, acto seguido, se inició la subasta. El primer lote yo lo conocía ya de oídas: un ejemplar de 1821 de la traducción del Libro de Enoc de Richard Laurence, junto con un ejemplar del drama en verso de Byron El cielo y la tierra: un misterio, del mismo año. Provocó una moderada competencia en las pujas, y se lo llevó un licitador telefónico anónimo. El ejemplar del Malleus Maleficarum de Geiler fue a parar a manos de una mujer mayor, menuda, vestida con un traje de chaqueta rosa, que pareció quedar adustamente satisfecha de su compra.
– Supongo que el resto de los presentes en el aquelarre deberían estar contentos -comentó Phil.
– Conoce a tu enemigo.
– Exacto.
Tras otros cinco o seis objetos, sin que ninguno causara un gran revuelo, el hermano gemelo del simio de la puerta salió del despacho. Llevaba guantes blancos y sostenía una caja de plata adornada con una cruz. Era casi idéntica a las que yo había visto en el tesoro de Stuckler, pero cuando se mostró su imagen en una pantalla junto a la señora Stern, presentaba un estado algo mejor. El blando metal tenía menos abolladuras y casi ningún arañazo.
– Y ahora llegamos a lo que, supongo, muchos de ustedes considerarán el lote principal de esta subasta -anunció la señora Stern-. El lote número veinte, una caja de plata de Bohemia del siglo quince, con una cruz incrustada, que contiene un fragmento de vitela. Aquellos que están especialmente interesados en este lote ya han tenido ocasión de examinar una pequeña sección del fragmento y certificar por su cuenta la antigüedad. Así pues, no se aceptarán más preguntas u objeciones, y la venta es definitiva.
Un visitante ajeno se habría preguntado a qué venía tanto alboroto, dada la presentación más bien modesta, pero en la sala se percibió un claro aumento de la tensión y se oyó un breve murmullo de voces. Vi a las mujeres de los teléfonos bolígrafo en mano, listas para entrar en acción.
– La puja inicial será de cinco mil dólares -dijo la señora Stern.
No licitó nadie. Ella esbozó una sonrisa indulgente.
– Me consta que hay interés en esta sala, y dinero para respaldarlo. Aun así, accedo a bajar el precio de partida. ¿Quién da dos mil dólares?
El satanista de las uñas largas levantó su paleta y empezamos. Las pujas aumentaron rápidamente en incrementos de quinientos dólares, y la suma pronto superó los cinco mil iniciales y llegó primero a diez mil y luego a dieciséis mil. Al cabo de un momento, en torno a los veinte mil, las pujas de los asistentes se enfriaron, y la señora Stern volvió su atención a los teléfonos, donde, con sucesivos gestos de asentimiento, la licitación ascendió primero a cincuenta mil, luego a setenta y cinco mil, y alcanzó poco después los cien mil. Las pujas continuaron hasta sobrepasar los doscientos mil dólares, y en los doscientos treinta y cinco mil se produjo una pausa.
– ¿Alguien da más? -preguntó la señora Stern.
Nadie se movió.
– Ofrecen doscientos treinta y cinco mil dólares.
Esperó y luego dio un golpe seco con el mazo.
– Adjudicado por doscientos treinta y cinco mil dólares.
Se rompió el silencio y volvió a oírse un murmullo de voces. Zanjada la principal venta de la tarde, la gente se encaminaba ya hacia la puerta. La señora Stern, percibiéndolo también, entregó el mazo a uno de sus ayudantes y la subasta continuó con bastante menos agitación. La señora Stern cruzó unas palabras con la joven que había recibido la puja telefónica y se dirigió apresuradamente hacia la puerta de su despacho. Phil y yo nos levantamos para marcharnos, y en ese momento ella echó una mirada hacia nosotros, contrayendo por un instante el rostro en una expresión de perplejidad, como si intentase recordar dónde me había visto antes. Saludó a Phil con la cabeza y él le sonrió en respuesta.
– Le gustas -dije.
– Es el encanto de la barba blanca, irresistible para las mujeres.
– Tal vez sea simplemente que no te ven como una amenaza.
– Lo que me hace aún más peligroso.
– Tienes una vida interior rica, Phil. Por decirlo de manera discreta.
Cuando estábamos en el primer rellano, la señora Stern salió por una puerta más abajo. Nos esperó al pie de la escalera.
– Philip, me alegro de verte.
Le ofreció una pálida mejilla para que él la besara y luego me tendió la mano.
– Señor Parker, no sabía que estaba en la lista. Temía que su presencia en esta subasta pudiera inquietar a los licitantes si se enteraban de su profesión.
– Sólo he venido para vigilar a Phil, no fuera a dejarse llevar por el entusiasmo y pujase por un cráneo.
Nos invitó a una copa. La seguimos por una puerta con el rótulo privado, y entramos en una sala acogedoramente amueblada con sofás demasiado mullidos y butacas de piel. Había catálogos de subastas pasadas y futuras apilados en orden sobre dos aparadores y dispuestos en abanico en una recargada mesita de centro. La señora Stern abrió un mueble bar abastecido con generosidad y nos invitó a elegir. Yo tomé una Beck sin alcohol sólo por cortesía. Phil optó por un vino tinto.
– De hecho, me ha sorprendido que usted mismo no haya pujado, señor Parker -dijo ella-. Al fin y al cabo, fue usted quien acudió a mí con aquella interesante escultura de huesos.
– No soy coleccionista, señora Stern.
– No, imagino que no. En realidad, parece un juez muy severo de los coleccionistas, como lo demuestra el fin del difunto señor García. ¿Ha averiguado algo más sobre él?
– Poca cosa.
– ¿Algo que desee compartir?
Adoptó una expresión de vaga superioridad, rematada con una sonrisa mordaz. Daba por supuesto que sabía ya cualquier cosa que yo pudiera decirle sobre García.