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– ¿Señor Bosworth?

Asintió. Le calculé unos cuarenta años, pero empezaba a encanecer y su rostro presentaba las arrugas propias del dolor; uno de sus ojos azules era más claro que el otro. Cuando se apartó para dejarnos pasar, arrastró un poco los pies, como si los tuviera dormidos. Sujetaba el picaporte con la mano izquierda y mantenía la derecha hundida en el bolsillo del pantalón. No nos tendió la mano ni a Louis ni a mí. Se limitó a cerrar la puerta y se encaminó lentamente hasta una butaca, donde se sentó apoyando la mano izquierda en el brazo, sin sacar la derecha del bolsillo.

El salón en el que nos encontrábamos, asombrosamente moderno, ofrecía una magnífica vista del río a través de una hilera de cinco ventanas alargadas. La moqueta era blanca y todos los sofás y sillones estaban tapizados en piel negra. Había un televisor de pantalla panorámica y un DVD en una consola contra una pared y una serie de estanterías negras desde el suelo hasta el techo. Casi todos los estantes se hallaban vacíos excepto por unas cuantas piezas de cerámica y estatuillas antiguas que se perdían en su entorno minimalista. A mi izquierda había una gran mesa de comedor con la superficie de cristal ahumado, rodeada de diez sillas. Daba la impresión de que no se hubiese estrenado. Más allá, vi una cocina impoluta, en la que todas las superficies resplandecían. A la izquierda salía un pasillo, que debía de llevar a los dormitorios y el cuarto de baño. Parecía un apartamento piloto, o que estaba a punto de ser desalojado por su dueño.

Bosworth aguardó a que hablásemos. Saltaba a la vista que estaba enfermo. Ya había tenido una vez espasmos en la pierna derecha desde nuestra llegada, causándole cierto malestar, y le temblaba el brazo izquierdo.

– Gracias por recibirnos -dije-. Éste es mi compañero, Louis.

Bosworth nos miró alternativamente a uno y a otro. Se humedeció los labios con la lengua, alargó el brazo para coger un vaso de plástico con agua de la mesita de centro y, tras asegurarse de que lo tenía bien sujeto, se lo llevó a la boca. Bebió a sorbos torpemente mediante una pajita de plástico y luego dejó el vaso en la mesa.

– He hablado con la secretaria de Ross -informó después de tragar el agua-. Ha confirmado su historia. De lo contrario no estarían aquí ahora, sino bajo la supervisión de los guardias de seguridad de este edificio hasta que llegase la policía.

– Hace bien en ser precavido.

– Un comentario muy generoso por su parte, sin duda.

Dejó escapar otra risa de sorna, pero no tanto por mí como por él y su débil estado físico, una especie de doble farol que no convenció a ninguno de los presentes.

– Siéntense -dijo señalando el sofá de piel al otro lado de la mesita de centro-. Hacía tiempo que no disfrutaba de la compañía de nadie, salvo médicos y enfermeras, o algún que otro pariente preocupado.

– ¿Me permite preguntarle qué enfermedad padece?

Ya me formaba una idea: los temblores, la parálisis, los espasmos, eran todos síntomas de esclerosis múltiple.

– Esclerosis diseminada -contestó-. De aparición tardía. Me la diagnosticaron hace un año y ha avanzado a un ritmo constante desde el principio. De hecho, mis médicos consideran alarmante la velocidad de mi degeneración. El primer síntoma evidente fue la visión del ojo derecho, pero desde entonces he sufrido la pérdida del sentido postural en el brazo derecho, debilidad en las dos piernas, vértigo, temblores, retención de esfínteres e impotencia. Todo un cóctel de desgracias, ¿no les parece? Por lo tanto, he decidido dejar el apartamento y entregarme permanentemente al cuidado de otros.

– Lo siento.

– Es curioso -comentó Bosworth, como si no me hubiera oído-. Precisamente esta mañana pensaba en las posibles causas de mi enfermedad: ¿una alteración metabólica, una reacción alérgica de parte de mi sistema nervioso o una infección provocada por un agente externo? Creo que es una dolencia malévola. A veces me la represento como un ser blanco, reptante, que extiende sus tentáculos por mi organismo, implantado dentro de mí para paralizarme y, en último extremo, matarme. Me pregunto si acaso, inconscientemente, me he expuesto a algún agente, y éste ha respondido colonizando mi cuerpo. Pero eso es de locos, ¿no? Al subjefe Ross le gustaría oírlo, creo. Podría comunicárselo a sus superiores, para que se quedasen más tranquilos respecto a su decisión de poner fin a mi carrera tal y como hicieron.

– Según me han contado, profanó usted una iglesia.

– No la profané, la excavé. Necesitaba constatar una sospecha.

– ¿Y cuál fue el resultado?

– Yo tenía razón.

– ¿Qué sospechaba?

Bosworth levantó la mano izquierda y la movió despacio de un lado al otro en un gesto firme, tal vez para distinguirlo de los temblores que le agitaban el brazo continuamente.

– Usted primero. Al fin y al cabo, es usted quien ha venido a verme a mí.

Una vez más, me vi arrastrado al juego de facilitar información a otro sin revelar apenas lo que sabía, o lo que creía que podía ser verdad. No había olvidado la advertencia de Reid la noche en el Great Lost Bear -alguien, en algún lugar, creía que un Ángel Negro moraba en su interior-, así que no mencioné la participación de Reid y Bartek, ni las propuestas de Stuckler. En lugar de eso le hablé de Alice y de García, y de los descubrimientos en el edificio de Williamsburg. Revelé casi todo lo que sabía sobre los fragmentos del mapa, y Sedlec, y los Creyentes. Hablé de la subasta, de la pintura en el taller de Claudia Stern, y del Libro de Enoc.

Y hablé de Brightwell.

– Todo muy interesante -dijo cuando terminé-. Ha averiguado muchas cosas en poco tiempo.

Se levantó de la butaca con evidente dolor y se dirigió hacia un cajón en la base de una de las estanterías. Lo abrió, sacó lo que contenía y lo colocó en la mesa ante nosotros.

Era parte de un mapa dibujado en tintas roja y azul sobre un fino papel amarillento, prendido de una tabla protectora. En el ángulo superior derecho se veía un pie negro con espolones. Cubrían los márgenes anotaciones hechas con letra microscópica, así como una serie de símbolos. Era de contenido similar a los fragmentos que había visto en el tesoro de Stuckler.

– Es una copia -aclaró Bosworth-, no un original.

– ¿De dónde ha salido esto?

– San Galgano, Italia -contestó Bosworth, y volvió a su asiento-. San Galgano fue uno de los monasterios adonde se enviaron los fragmentos. Ahora se reduce a unas ruinas hermosas, pero en su día la fachada fue famosa por la pureza de sus líneas, y, según cuentan, se consultó a sus monjes durante la construcción de la catedral de Siena. Sin embargo, sufrió repetidos ataques por parte de mercenarios florentinos, las riquezas acumuladas fueron expoliadas por los propios abades, y el Renacimiento italiano trajo consigo una disminución en el número de personas con vocación monástica. En 1550 sólo quedaban allí cinco monjes. En 1600 había sólo uno, y vivía como un ermitaño. Cuando murió, el fragmento de San Galgano apareció entre sus posesiones. En un principio no se comprendió su procedencia y se conservó como reliquia de la vida de un santo. Inevitablemente corrió el rumor de su existencia, y llegó de Roma la orden de que debía confiarse al cuidado del Vaticano de inmediato, pero a esas alturas ya se había hecho una copia. Posteriormente se crearon otros duplicados, así que la sección del mapa de San Galgano está ahora en posesión de muchas personas. El original se perdió en el viaje a Roma. Los monjes que lo transportaban fueron atacados, y se cuenta que, en lugar de entregarlo junto con su dinero y efectos personales, lo quemaron en un arrebato de pánico. Y de este fragmento, por tanto, quedan sólo copias. Ésta, pues, es la única parte del mapa de Sedlec a la que ha accedido un gran número de gente, y la única pista que existe desde hace muchos años sobre la naturaleza de las instrucciones para localizar la estatua.

»El creador original del mapa inventó una manera sencilla, pero idónea, para que fuera imposible localizarla sin la totalidad del documento. Casi todas las anotaciones y los símbolos son simplemente decorativos, y el dibujo de la iglesia sólo hace referencia al concepto de san Bernardo de cómo deberían ser estos lugares de culto. Es una iglesia idealizada, nada más. Lo que de verdad importa, como sin duda ya saben, está aquí. -Bosworth señaló una combinación de números romanos y una única letra, la «d», en un ángulo-. Es muy sencillo. Como cualquier mapa del tesoro que se precie, está basado en distancias establecidas desde un punto determinado. Pero sin todas las distancias pertinentes no sirve de nada, e incluso con todas ellas sería necesario conocer la localización del punto de referencia central. En resumidas cuentas, todas las cajas, todos los fragmentos, carecen de significado a menos que se sepa cuál es la localización exacta. En ese sentido podría considerarse el mapa como un hábil juego de manos. Al fin y al cabo, si la gente estaba ocupada buscando lo que creían que eran pistas cruciales, sería menos probable que encontraran el propio objeto. Ahora bien, cada fragmento ofrece un dato útil. Vuelvan a mirar la copia, sobre todo el demonio en el centro.