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Rezaba por él a veces. Mientras los demás canturreaban «Aleluya» al predicador, cabeceando y dándose golpes en el pecho, ella guardaba silencio y, con la cabeza gacha, elevaba su muda plegaria. Antes, hacía mucho tiempo, pedía al Señor que su sobrino volviera a ver la resplandeciente luz del Altísimo y se acogiera a la salvación, posible sólo con el abandono de la violencia. Ahora ya no deseaba milagros. En lugar de eso, al pensar en su sobrino suplicaba a Dios que, cuando esa oveja descarriada se presentase ante Él para someterse al juicio final, tuviese misericordia y le perdonase sus deudas, examinase con detenimiento su vida y buscase en ella las buenas obras que, por insignificantes que fueran, acaso le permitiesen ofrecer socorro a semejante pecador.

Pero quizás había vidas que no admitían redención, y pecados tan horrendos que no tenían perdón. Según el predicador, Dios todo lo perdona, pero sólo si el pecador se arrepiente sinceramente de sus faltas y busca otro camino. Si eso era verdad, la mujer temía que sus oraciones no sirviesen de nada, y su sobrino fuese condenado para toda la eternidad.

Enseñó el billete al hombre que descargaba los equipajes del autocar. Éste la trató con brusquedad y pocas contemplaciones, pero al parecer actuaba igual con todo el mundo. Hombres y mujeres jóvenes permanecían atentos alrededor de la luz procedente de las ventanillas del autocar, como animales salvajes temerosos del fuego y a la vez deseosos de saciar su hambre con aquellos que yacían dentro del círculo de calor. Con el bolso aferrado contra el pecho, agarró por el asa la maleta con ruedas y la arrastró hacia la escalera mecánica. Recordando los consejos de sus vecinos, observó a quienes tenía alrededor.

«No aceptes ayuda cuando te la ofrezcan. No hables con nadie que se ofrezca a ayudar a una señora con la bolsa, por bien vestido que vaya o por dulce que sea su canto…»

Pero nadie le ofreció ayuda, y ascendió sin incidentes a las bulliciosas calles de esa ciudad ajena, tan extranjera para ella como habrían sido El Cairo o Roma, sucia, populosa, inexorable. Había anotado la dirección en un papel, junto con las indicaciones transcritas punto por punto mientras hablaba por teléfono con el hombre del hotel, y al hacerlo había percibido la impaciencia en su voz cuando se vio obligado a repetir la dirección, el nombre del hotel casi incomprensible para ella pronunciado con aquel cerrado acento de inmigrante.

Tirando de su maleta, recorrió las calles. Prestó atención a los números en los cruces para doblar cuantas menos veces mejor, hasta que llegó al enorme edificio de la policía. Allí esperó durante otra hora hasta que un agente acudió a hablar con ella. Tenía ante sí un delgado expediente, pero la mujer no pudo añadir nada a lo que ya le había dicho por teléfono, y él sólo pudo decirle que hacían cuanto estaba en sus manos. Aun así, ella rellenó más papeles con la esperanza de proporcionar algún detalle que los condujese hasta su hija; luego se marchó y, en la calle, paró un taxi. Pasó la hoja con la dirección del hotel a través de una abertura en la mampara de plexiglás. Preguntó al taxista cuánto le costaría llegar hasta allí, y él se encogió de hombros. Era asiático y no pareció muy contento al ver el destino anotado.

– El tráfico. ¿Quién sabe?

Señaló con una mano la lenta marcha de coches, camionetas y autobuses. Las bocinas sonaban con estridencia y los conductores, coléricos, se hablaban a gritos. Todo era impaciencia y frustración, y a la vez todo quedaba empequeñecido por unos edificios demasiado altos, desproporcionadamente grandes para aquellos que tenían que vivir y trabajar dentro y fuera de ellos. No se explicaba cómo había gente dispuesta a quedarse en un sitio así.

– Unos veinte, quizá -dijo el taxista.

La mujer esperaba que costase menos de veinte. Veinte dólares era mucho dinero, y no sabía cuánto tiempo tendría que estar allí. Había reservado habitación para tres días, y podía costearse otros tres siempre y cuando la comida le saliese barata y llegase a dominar los entresijos del metro. Había leído sobre este medio de transporte, pero nunca lo había visto en la realidad y no tenía la menor noción de su funcionamiento. Sólo sabía que no le hacía ninguna gracia descender bajo tierra, adentrarse en la oscuridad; aun así, no podía permitirse coger taxis continuamente. Era mejor usar los autobuses. Al menos permanecía sobre tierra, a pesar de que parecía que avanzaban muy lento por la ciudad.

Podía ser que él, cuando lo encontrase, le ofreciera dinero, claro está, pero ella lo rechazaría de la misma manera que siempre había hecho: se había preocupado de devolverle los cheques que le enviaba a la única dirección de contacto que tenía de él. Su dinero era sucio, como lo era él, pero ahora lo necesitaba: no su dinero, sino sus conocimientos. Algo horrible le había ocurrido a su hija, de eso estaba segura, aun cuando no pudiese explicar cómo lo sabía.

Alice, ay, Alice, ¿por qué tuviste que venir aquí?

Su propia madre había sido bendecida, o maldecida, con el don. Sabía cuándo sufría alguien, y, si algún mal caía sobre una persona que le era querida, ella lo percibía. Los muertos hablaban con ella. Le contaban cosas. Su vida estaba llena de susurros. Ese don no lo había heredado su hija, y la mujer se alegraba de que así fuera, pero a veces se preguntaba si no se había abierto paso hasta ella una pizca del don, una simple chispa del gran poder que había morado en su madre. O acaso fuese una maldición que padecían todas las madres: la capacidad de sentir los sufrimientos más profundos de sus hijos, aun cuando se hallasen muy lejos. Lo único que ella sabía con certeza era que no había conocido un instante de paz en los últimos días, y que en sus fugaces momentos de sueño oía cómo la llamaba la voz de su hija.

Eso le diría a él cuando se reuniesen, con la esperanza de que lo comprendiera. Y si no lo entendía, le constaba que la ayudaría, porque la chica era de su misma sangre.

Y si de algo entendía él, era de sangre.

Aparqué en un callejón a unos quince metros de la casa y recorrí el resto de la distancia a pie. Veía a Jackie Garner encorvado detrás de la tapia que bordeaba la finca. Llevaba un gorro de lana negro, cazadora negra y vaqueros negros. No usaba guantes y su aliento formaba fantasmas en el aire. Bajo la cazadora, distinguí la palabra «Sylvia» escrita en su camiseta.

– ¿Una novia nueva? -pregunté.

Jackie se abrió la cazadora para permitirme ver la camiseta con mayor claridad. En ella se leía TIM sylvia «EL MAINE-IACO», una referencia a una de nuestras jóvenes promesas locales hecha realidad, y mostraba una mala caricatura del mismísimo gran hombre. En septiembre de 2002, Tim Sylvia, con sus dos metros de estatura y sus ciento veinte kilos de peso, se convirtió en el primer luchador originario de Maine que participó en el Ultimate Fighting Championship; al final, obtuvo el título de los pesos pesados en Las Vegas en 2003 al derrotar al campeón invicto de combate sin reglas, Ricco Rodríguez, con un gancho de derecha en el primer asalto. «Le di de pleno», declaró Sylvia, con el característico acento de Maine, en una entrevista después de la pelea; y al instante todo ciudadano de Nueva Inglaterra con ese mismo dejo, esas vocales largas, se sintió orgulloso. Por desgracia, Sylvia dio positivo en el control de esteroides anabolizantes después de su primer combate para defender el título -contra Gan McGee, alias «el Gigante», de dos metros ocho-, y voluntariamente renunció al cinturón y al título. Recordé que Jackie, como él mismo me contó una vez, asistió a esa pelea. Unas gotas de sangre de McGee le mancharon los vaqueros, y ahora los reservaba para ocasiones especiales.

– Muy bonita -comenté.

– Las hace un amigo mío. Puedo conseguirte unas cuantas a buen precio.

– Muy bueno tendría que ser el precio. Si te soy sincero, no las quiero ni regaladas.