– No es papel -corrigió Winston-. Es vitela.
Cogió un pañuelo limpio, extrajo lo que había dentro y lo desplegó para enseñárselo. Ella vio palabras, símbolos, letras, formas de edificios y, justo en el centro, algo semejante al contorno de un ala.
– ¿Qué es eso? -preguntó ella.
– Es un mapa -contestó él-. O parte de un mapa.
– ¿Dónde está el resto?
Winston se encogió de hombros.
– ¿Quién sabe? Quizá se ha perdido. Esta pieza forma parte de un conjunto. Las otras se dispersaron hace mucho tiempo. Antes yo tenía la esperanza de encontrarlas todas, pero ahora dudo que lo consiga. Últimamente me he planteado venderla. He hecho indagaciones. Ya veremos…
Guardó el fragmento de vitela, cerró la caja y volvió a colocarla en el pequeño estante junto a la cómoda.
– ¿No debería estar en una caja fuerte o algo así? -preguntó ella.
– ¿Por qué? -quiso saber Winston-. Si tú fueras una ladrona, ¿la robarías?
Sereta miró el estante. La caja pasaba inadvertida en medio de las curiosidades y los pequeños adornos que parecían llenar todos los rincones de la casa de Winston.
– Si fuera una ladrona, ni siquiera la encontraría -respondió ella.
Winston asintió encantado y luego se quitó la bata.
– Es hora de uno más, creo.
La Viagra , pensó Sereta. A veces esa maldita pastilla azul era una maldición.
Cuando los hombres le ofrecieron dinero a cambio de cualquier información que pudiera llevar al paradero de las putas, G-Mack apenas se lo pensó un momento antes de aceptar. Supuso que no le quedaba más remedio, ya que el gordo había dejado claro que, si intentaba jugársela, pagaría las consecuencias, y algún otro se quedaría con sus putas. Dio voces, pero nadie sabía nada de Sereta ni de Alice. Sereta era la lista, como él sabía. Si Alice se quedaba cerca de ella y hacía lo que se le decía, si trataba de reducir el consumo y desengancharse, podrían permanecer escondidas durante mucho tiempo.
Y de pronto Alice volvió. Llamó a la puerta del piso de Coney Island y pidió que la dejaran subir. Era entrada la noche y sólo estaba allí Letitia, porque había pillado algún virus estomacal. Letitia era puertorriqueña, y nueva, pero ya estaba al corriente de lo que debía hacer si Sereta o Alice aparecían. Permitió subir a Alice, le dijo que se acostara en uno de los camastros y de inmediato llamó a G-Mack al móvil. G-Mack le ordenó que retuviese allí a Alice, que no la dejara marchar. Pero cuando Letitia regresó al dormitorio, Alice había desaparecido, y con ella el bolso de Letitia, con doscientos dólares en metálico. Cuando salió corriendo a la calle, no vio el menor rastro de la chica negra y delgada.
G-Mack se puso hecho una furia cuando llegó. Pegó a Letitia, la llamó de todo y luego se metió en el coche y recorrió las calles de Brooklyn con la esperanza de ver a Alice. Supuso que necesitaría comprarse una dosis con el dinero de Letitia, así que visitó a los camellos, a algunos de los cuales conocía por su nombre. Estaba casi en Kings Highway cuando por fin la vio. Esposada, la introducían en la parte de atrás de un coche patrulla.
Siguió el coche hasta la comisaría. Podía pagar la fianza él mismo, pero si alguien la relacionaba con lo que le había ocurrido a Winston, G-Mack se metería en un buen lío, y eso no le interesaba. Al final, optó por telefonear al número que le había dado el gordo y reveló el paradero de Alice al hombre que contestó. Éste respondió que ya se ocuparían ellos. Al día siguiente, el de azul regresó y entregó cierta cantidad de dinero a G-Mack: no tanto como le habían prometido, pero, unido a la amenaza implícita de algún tipo de daño si se quejaba, suficiente para disuadirlo de protestar y más que de sobra para la entrada del coche. Le dijeron que mantuviera la boca cerrada, y eso hizo. Les aseguró que ella no tenía a nadie, que nadie iría a preguntar por ella. Dijo que lo sabía con certeza, lo juró, añadió que la conocía desde hacía mucho tiempo, que su madre había muerto de sida y su padre era un crápula que murió en una pelea por otra mujer un par de años después de nacer su hija, una hija que nunca había querido ver; una de tantas, a decir verdad. Se lo había inventado todo -rozando accidentalmente la verdad al describir al padre-, pero daba igual. El dinero que recibió por darles información sobre ella se lo gastó en el Cutlass Supreme, que ahora tenía a buen recaudo en un garaje, con unas llantas Jordan cromadas, número 23. G-Mack se había abierto camino en la vida, y tenía que estar a la altura si quería ampliar su cuadra, aunque sólo había lucido el Cutlass un par de veces, pues prefería tenerlo guardado cautamente en el garaje y visitarlo de vez en cuando como a una mujer preferida. Cierto que quizá la policía fuese a preguntarle por Alice cuando les llegase aviso de que había incumplido las condiciones de la libertad bajo fianza, pero desde luego tenían otras cosas que hacer en esa ciudad tan grande y malévola como para andar preocupándose por una buscona yonqui en libertad bajo fianza que se había fugado para huir de la mala vida.
Y entonces apareció la negra haciendo preguntas, y a G-Mack no le gustó ni pizca la expresión de su cara. Se había criado entre mujeres así, y si no les demostrabas que ibas en serio desde el primer momento, se te echaban encima como sabuesos. De modo que G-Mack la abofeteó, porque así era como había tratado siempre a las mujeres que tenía que meter en cintura.
A lo mejor la vieja se iba, pensó él. A lo mejor olvidaba el asunto sin más.