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Eso esperaba, porque si empezaba a hacer preguntas, y convencía a otros de que preguntaran también, puede que los hombres que le habían pagado se enterasen, y G-Mack no dudó ni por un segundo que esos hombres, para protegerse, lo atarían, le pegarían un tiro y lo enterrarían en el maletero de su coche, a casi sesenta centímetros por encima del suelo.

Louis y yo nos encontrábamos en una situación extraña. Yo no trabajaba para él, pero trabajaba con él. Por una vez, no era yo quien llevaba la voz cantante, y en esta ocasión se trataba de un asunto personal suyo, no mío. Para acallar un poco la conciencia -eso en el supuesto, como comentó Ángel, de que tuviera conciencia-, Louis corría con todos los gastos. Me alojó en el Parker Meridien, que era mucho más agradable que los hoteles en los que acostumbraba hospedarme. En los ascensores había pequeñas pantallas donde ponían dibujos animados antiguos, y el televisor de mi habitación era más grande que las camas de algunos hoteles de Nueva York que yo había conocido. La habitación era un tanto minimalista, pero eso no se lo mencioné a Louis. No quería quedar como un quejica. El hotel tenía un gimnasio magnífico, y había un buen restaurante tailandés a un par de puertas. Disponía asimismo de piscina en la azotea, con una vertiginosa vista de Central Park.

Quedé con Walter Cole en una cafetería de la Segunda Avenida. Por delante de nuestra ventana iban y venían cadetes de policía, con sus mochilas negras a cuestas y más aspecto de soldados que de policías. Intenté recordar la época en que yo era como ellos y me fue imposible. Al parecer, ciertas partes de mi pasado me eran inasequibles, en tanto que otras seguían filtrándose en el presente, como residuos tóxicos que emponzoñan lo que en otro tiempo fue tierra fértil. La ciudad había cambiado mucho desde los atentados, y los cadetes, con su apariencia militar, parecían ahora más aptos para las calles de Nueva York que yo. A los neoyorquinos se les había recordado su propia mortalidad, su vulnerabilidad frente al daño causado por fuerzas externas, a consecuencia de lo cual ellos, y las calles que amaban, se habían visto alterados de manera irreversible. Me acordé de mujeres que había conocido por mi trabajo, mujeres cuyos maridos las habían vapuleado una vez y volverían a vapulearlas. Parecían siempre preparadas para un golpe más, aun albergando la esperanza de que no llegase, de que algo se hubiese alterado en el comportamiento del que les había hecho daño antes.

Mi padre le pegó una vez a mi madre. Yo era muy niño, no tenía más de siete u ocho años, y ella había provocado un pequeño incendio en la cocina mientras freía unas chuletas de cerdo para la cena de él. Sonó el teléfono, y ella salió de la cocina para cogerlo. El hijo de una amiga había conseguido una beca para una universidad importante, hecho especialmente digno de celebración en su caso porque su marido había muerto de repente hacía unos años y, a partir de ese momento, ella había luchado por criar a sus tres hijos. Mi madre apenas se entretuvo al teléfono. El aceite de la sartén empezó a crepitar y despedir humo, y las llamas del quemador de gas se elevaron. Un paño empezó a arder y de pronto salió humo de la cocina. Mi padre llegó justo a tiempo de impedir que se prendieran las cortinas y con un trapo húmedo sofocó el fuego de la sartén, quemándose un poco la mano al hacerlo. Para entonces, mi madre ya había colgado el teléfono, y yo la seguí a la cocina, donde mi padre tenía la mano bajo el chorro de agua fría del grifo.

– ¡Oh, no! -exclamó ella-. Sólo he…

Y mi padre la pegó. Estaba asustado y furioso. No la pegó fuerte. Fue una bofetada, con la palma abierta, e intentó refrenar el golpe al tomar conciencia de lo que hacía, pero ya era demasiado tarde. Le golpeó en la mejilla y ella se tambaleó ligeramente. A continuación, mi madre se llevó la mano a la cara y se rozó la piel, como para confirmar que le habían pegado. Miré a mi padre, y vi que perdía el color del rostro. Parecieron flaquearle las piernas, y pensé que iba a desmayarse.

– Dios mío, lo siento -dijo.

Hizo ademán de acercarse a mi madre, pero ella lo apartó de un empujón. No podía mirarlo a la cara. En todos los años que llevaban juntos, no le había puesto la mano encima movido por la ira ni una sola vez. Ni siquiera, salvo en contadas ocasiones, le levantaba la voz. De pronto, el hombre a quien conocía como su marido desapareció y un desconocido ocupó su lugar. En ese momento, el mundo ya no era el lugar que ella creía. Era un entorno ajeno y peligroso, y su propia vulnerabilidad se había puesto en evidencia.

Volviendo la vista atrás, ignoro si llegó a perdonarlo. No lo creo, pero dudo que una sola mujer perdone realmente a un hombre que le levanta la mano, y menos a uno al que ama y en quien confía. El amor se resiente un poco, pero la confianza se resiente mucho más, y en algún sitio, muy dentro de ella, temerá siempre otro golpe. La próxima vez, se dice, lo dejaré. No permitiré que vuelva a pegarme. En su mayoría, sin embargo, se quedan. En el caso de mi padre, nunca habría una segunda vez, pero eso mi madre no lo sabía, y en los años posteriores nada la convencería de lo contrario, hiciera él lo que hiciera.

Y mientras alrededor transitaban personas desconocidas, menguadas por la inmensidad de los edificios, pensé: «¿Qué le han hecho a esta ciudad?».

Walter tamborileó en la mesa con un dedo.

– ¿Sigues en este mundo? -preguntó.

– Rememoraba los viejos tiempos.

– ¿Te estás poniendo nostálgico?

– Sólo hasta que llegue nuestro pedido. Cuando nos sirvan, se habrá disparado la inflación.

A lo lejos veía a nuestra camarera, que hacía girar una moneda ociosamente en la barra.

– Deberíamos haberle exigido que se comprometiera- a mantener el precio antes de irse -comentó Walter-. ¡Atención, ahí vienen!

Dos hombres zigzaguearon entre las mesas en dirección a nosotros. Los dos vestían chaquetas informales, uno con corbata, el otro sin. El más alto se acercaba probablemente al metro ochenta y cinco y el más bajo era más o menos de mi estatura. A menos que hubiesen llevado luces azules sujetas a la cabeza y zapatos en forma de coche patrulla, no podía estar más claro que eran policías. Aunque eso allí tampoco tenía mayor importancia: hacía unos años, dos puertorriqueños recién desembarcados -literalmente, ya que no llevaban en la ciudad más de uno o dos días- intentaron atracar el restaurante, frecuentado por policías desde tiempos inmemoriales, a eso de las doce de la noche, armados con un martillo y un cuchillo de trinchar. No habían pasado de «Esto es un…» cuando ya los encañonaban alrededor de treinta armas de las más diversas marcas y modelos. Un marco con la primera plana del Post colgaba ahora de la pared detrás de la caja. Mostraba una fotografía de los dos genios bajo el titular en mayúsculas: DOS TONTOS MUY TONTOS.

Walter se levantó para estrechar la mano a los dos inspectores, y yo hice lo mismo cuando me presentó. El alto se llamaba Mackey; el bajo, Dunne. Cualquiera que albergase la esperanza de utilizarlos como prueba de que los irlandeses dominaban aún el Departamento de Policía de Nueva York comprobaría con desconcierto que Dunne era negro y Mackey parecía asiático, aunque sí ponían de manifiesto que los celtas cautivaban casi a cualquier raza.

– ¿Qué tal? -me dijo Dunne al sentarse.

Noté que me evaluaba. No lo conocía pero, como la mayoría de los suyos con no pocos años de veteranía, estaba al corriente de mi historia. Probablemente había oído también los rumores. Me traía sin cuidado si les daba crédito o no, siempre y cuando eso no fuera un obstáculo para lo que me proponía.

Mackey parecía más interesado en la camarera que en mí. Le deseé suerte. Si esa mujer trataba a los pretendientes como a la clientela, Mackey sería un hombre muy mayor y muy frustrado cuando llegase a alguna parte con ella.

– Un buen par de remos -comentó con admiración-. ¿Qué tal está por delante?