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– ¿Habló alguien con Tager?

– Resulta difícil de encontrar, y nadie dispone del tiempo que se requiere para buscarlo debajo de las piedras. Os seré franco: si Walter y tú no hubieseis venido a preguntar, Alice Temple habría caído en el olvido, incluso con la muerte de Winston Alien. En el Point desaparecen mujeres. Sencillamente es así.

Entre Dunne y Mackey se produjo algún tipo de intercambio. Sin embargo, ninguno de los dos iba a expresarlo con palabras. No sin cierta presión.

– ¿Desaparecen ahora más que de costumbre?

Fue un palo de ciego, pero dio en la diana.

– Tal vez. Sólo son rumores y comentarios de quienes participan en programas de prevención contra la explotación sexual de menores, pero no hay una pauta, cosa que representa un problema, y en general las desaparecidas son mujeres sin hogar o sin nadie que denuncie el hecho, y no sólo ocurre con mujeres. En esencia, lo que se ha detectado es un pico en las cifras del Bronx en los últimos seis meses. Podría ser irrelevante o no, pero a menos que empecemos a encontrar cadáveres, quedará en nada.

No nos sirvió de mucho, pero era un dato a tener en cuenta.

– Así que, volviendo a lo que nos ocupa -dijo Mackey-, hemos pensado que, si os facilitábamos esta información, nos ayudaríais a suavizar la presión y, tal vez, de paso averiguaríais algo que podamos emplear contra G-Mack.

– ¿Como por ejemplo?

– Hay una chica que trabaja para él. La ata muy corto, pero se llama Ellen. Hemos intentado hablar con ella, pero no hemos encontrado nada que justifique su detención, y G-Mack tiene a sus mujeres muy bien aleccionadas sobre las trampas de la policía. Los de delincuencia juvenil tampoco han tenido suerte con Ellen. Si os enteráis de algo sobre ella, podríais informarnos.

– Sabemos que G-Mack dijo que vuestra chica era, además de yonqui, un feto, un feto de mierda -añadió Mackey-. Pensé que os gustaría saberlo, por si intentabais hablar con él.

– Lo tendré en cuenta -respondí-. ¿Cuál es su territorio?

– Sus chicas suelen trabajar al final de Lafayette. Le gusta tenerlas vigiladas, así que suele aparcar en la calle cerca de allí. Me han dicho que últimamente se pasea en un Cutlass Supreme con unas llantas de puta madre, del año setenta y uno o setenta y dos, como si fuera un rapero millonario.

– ¿Cuánto tiempo hace que se pasea en el Cutlass?

– No mucho.

– Deben de irle bien las cosas si puede permitirse un coche así.

– Supongo. No hemos visto su declaración de renta, así que no puedo asegurarlo, pero, según parece, acaba de embolsarse un buen dinero.

Mackey mantuvo la mirada fija en mí cuando hablé. Asentí una vez, dándole a entender que captaba la insinuación: alguien le había pagado para guardar silencio sobre las mujeres.

– ¿Dónde vive?

– En Quimby. Con varias de sus mujeres. Parece que también tiene un piso en Brooklyn, en Coney Island Avenue. Va del uno al otro.

– ¿Armas?

– Ninguno de estos tíos es tan tonto como para ir armado. Puede que los más asentados tengan un par de nudilleras a las que recurrir en caso de apuro, pero G-Mack todavía no pertenece a esa liga.

La camarera volvió. Se la veía mucho menos feliz que la primera vez que se acercó, y ya entonces no estaba lo que se dice eufórica.

Dunne y Mackey pidieron un bocadillo de pan de centeno con atún y otro de pavo. Mackey pidió «una sonrisa radiante de acompañamiento» con su bocadillo. Su perseverancia era de admirar.

– Ensalada o patatas fritas -contestó la camarera-. La sonrisa radiante es un extra, y tendrás que buscarlo en otra parte.

– ¿Y qué me dices de unas patatas y de una sonrisa aunque no sea tan radiante? -preguntó Mackey.

– ¿Quieres que sonría? Pues ten un accidente.

Se marchó. El mundo respiró más tranquilo.

– Tienes derecho a un deseo antes de morir -dijo Dunne.

– Podría morir en sus brazos -respondió Mackey.

– Ahora mismo te estás muriendo de asco y ni siquiera estás cerca de sus brazos.

Mackey dejó escapar un suspiro y se sirvió tal cantidad de azúcar en el café que la cucharilla casi se sostenía recta en la taza.

– ¿Crees, pues, que G-Mack sabe dónde está la mujer? -preguntó. Me encogí de hombros.

– Vamos a preguntárselo.

– ¿Crees que te lo dirá?

Pensé en Louis, y en qué le haría a G-Mack por pegar a Martha. -A su debido tiempo -respondí.

6

Jackie O era un macarra a la antigua usanza, de los que creían que un hombre debe vestirse conforme al papel que representa. Para su trabajo, normalmente se ponía un traje de color amarillo canario, realzado con una camisa blanca y una corbata rosa, y unos zapatos de charol blancos y amarillos. Cuando hacía frío, llevaba sobre los hombros un abrigo de piel largo y blanco con ribete amarillo, y completaba el conjunto un sombrero de fieltro blanco con una pluma rosa. Usaba un bastón negro antiguo que tenía una cabeza de caballo de plata por empuñadura. Desenroscando la cabeza, se podía extraer un cuchillo de cuarenta y cinco centímetros oculto en su interior. La policía sabía que portaba un bastón espada, pero nadie lo interrogó ni registró nunca. De vez en cuando Jackie O era una buena fuente de información, y su veteranía en el Point le había granjeado cierto respeto. Vigilaba de cerca a las mujeres que trabajaban para él y procuraba tratarlas bien. Pagaba las gomas, que era más de lo que hacían la mayoría de los chulos, y se aseguraba de que todas salieran a la calle provistas de una pluma cargada con gas mostaza. Jackie O también era lo bastante listo para saber que vestir ropa elegante y conducir un coche bonito no significaba que su oficio tuviese la menor clase, pero no sabía hacer otra cosa. Destinaba sus ganancias a la compra de arte moderno, pero a veces pensaba que aun las pinturas y esculturas más bellas quedaban empañadas por el modo en que había financiado su adquisición. Por eso le gustaba revender sus obras de arte y trocarlas por otras, con la esperanza de borrar así la mancha de su colección.

Jackie O no recibía muchas visitas en su apartamento de Tribeca, comprado por recomendación de su gestor muchos años antes y ahora la más valiosa de sus posesiones. Al fin y al cabo, se pasaba la mayor parte del tiempo rodeado de busconas y chulos, y éstos no eran la clase de personas que apreciaban el arte de sus paredes. Los verdaderos expertos en arte tenían poco trato con chulos. Podían hacer uso de los servicios que ofrecían, pero desde luego no se pasaban por su casa a tomar vino y queso. Por esa razón, Jackie O sintió un fugaz momento de placer cuando vio a Louis por la mirilla de su puerta blindada. Ése sí sabía valorar su colección, pensó, hasta que cayó en la cuenta del probable motivo de su visita. Sabía que tenía dos opciones: podía negarle la entrada, en cuyo caso seguro que empeoraría la situación, o franquearle el paso sin más con la esperanza de que la situación no estuviera tan mal como para no poder siquiera empeorar. Ninguna de las dos opciones le atraía especialmente, pero cuanto más se demoraba, más probabilidades tenía de poner a prueba la paciencia de su visitante.

Antes de abrir, volvió a poner el seguro a la H &K que sostenía en la mano derecha y la guardó en la funda adherida bajo la superficie de una mesa pequeña al lado de la puerta. En la medida en que el miedo se lo permitió, revistió sus facciones de algo parecido a una expresión de alegría y sorpresa, descorrió el cerrojo, abrió la puerta y consiguió pronunciar las palabras «¡Amigo mío! ¡Bienvenido!» antes de que la mano de Louis se cerrase en torno a su cuello. El cañón de una Glock se clavó en el hueco bajo el pómulo izquierdo de Jackie O, un hueco que aumentó de tamaño porque él se quedó boquiabierto. Louis cerró la puerta de un taconazo y empujó al chulo hacia el salón, donde lo lanzó al sofá. Eran las dos de la tarde, de modo que Jackie O todavía llevaba su bata roja de seda japonesa y un pijama lila. Vestido así, le costó más mantener la dignidad, pero lo intentó.