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Jackie O había sobrevivido mucho tiempo en la profesión que había elegido. Criado en la calle, fue un joven alocado. Robaba, vendía hierba, se agenciaba coches. Era poco lo que Jackie O no habría hecho por embolsarse un pavo, aunque siempre se impuso como límite el daño físico a sus víctimas. Por entonces llevaba un arma, pero nunca sintió la necesidad de usarla. En la mayoría de los casos, aquellos a quiénes robaba ni siquiera llegaban a verle la cara, porque reducía el contacto al mínimo. Ahora los yonquis entraban por la fuerza en los pisos mientras la gente dormía, y normalmente ésta, si se despertaba, no veía con buenos ojos que un fulano con los nervios a flor de piel por efecto del mono pretendiera llevarse su aparato de DVD, y la mayoría de las veces se producía un altercado. Había heridos de manera innecesaria, y Jackie O no toleraba esa clase de comportamiento.

Jackie O se inició en el oficio de manera accidental. Se vio convertido en chulo casi sin darse cuenta, a causa de la primera mujer de la que se enamoró de verdad. Cuando la conoció, Jackie O atravesaba una mala racha porque unos negros despreciables lo habían timado cuando compró cierto material que debía proporcionarle hierba para el resto del año. A raíz de eso, Jackie tuvo serios problemas de solvencia y se quedó en la calle después de agotar todos los favores que pudo reclamar. Al final, apenas había un sofá en el barrio sobre el que él no hubiera dormido en algún momento. Entonces conoció a una mujer en el bar de un sótano y una cosa llevó a la otra, como a veces sucede entre un hombre y una mujer. Ella era cinco años mayor que él, y le dejó una cama para una noche, luego para una segunda, luego para una tercera. Le contó que su trabajo la obligaba a trasnochar, pero hasta la cuarta noche, cuando la vio arreglarse para salir a la calle, no dedujo en qué consistía el trabajo. Aun así, siguió con ella en espera de que su situación mejorase, y algunas noches la acompañaba por el pequeño laberinto de calles donde ejercía su oficio, y la seguía discretamente hasta los solares en los que atendía a sus clientes sólo para asegurarse de que no le ocurría nada malo; a cambio, ella le pagaba diez pavos. En cierta ocasión, una lluviosa noche de jueves, la oyó gritar en la cabina de un camión de reparto y, al acercarse a toda prisa, se encontró con que el tipo la había abofeteado por alguna ofensa imaginaria. Jackie O se encargó de él, lo pilló por sorpresa y le golpeó la nuca con una cachiporra que llevaba en el bolsillo del abrigo para tales eventualidades. Después de eso se convirtió en la sombra de aquella mujer, y pronto pasó a ser también la sombra de otras.

Jackie O nunca volvió la vista atrás.

Procuraba no pensar demasiado en lo que hacía. Era un hombre temeroso de Dios y hacía generosas donaciones a la iglesia del barrio, pues las consideraba una inversión para el futuro, aunque sólo fuera eso. Sabía que, a los ojos del Señor, obraba mal pero si no lo hacía él, lo haría otro, y tal vez ese otro no se preocupara tanto por las mujeres como él. Ése sería su argumento si, llegado el caso, el buen Dios dudaba a la hora de conceder a Jackie su recompensa eterna.

Así que Jackie vigilaba a sus mujeres y sus calles, y animaba a sus colegas a que lo imitaran. Les convenía desde un punto de vista comerciaclass="underline" no sólo vigilaban a sus putas, sino también a la poli. A Jackie no le gustaba ver a sus mujeres, medio desnudas y con tacones, intentar escapar de los de antivicio si tenía lugar una redada en el Point. Si se caían con aquellos tacones, cosa muy probable, se harían daño.

Avisadas con tiempo, podían escabullirse en la oscuridad y esperar a que las aguas volvieran a su cauce.

Fue así como le llegaron a Jackie los rumores poco después de que Alice y su amiga desaparecieran de las calles. Las mujeres empezaron a hablar de una furgoneta negra con las matrículas abolladas y sucias. En las calles era sabido que las furgonetas y las rancheras debían evitarse a toda costa, porque estaban concebidas para el secuestro y la violación. Para colmo, sus mujeres ya andaban un tanto paranoicas porque en los últimos meses circulaban historias de desapariciones: chicas y hombres jóvenes, en general, la mayoría sin hogar o yonquis. Jackie O había contemplado seriamente la posibilidad de administrar a sus mujeres un tratamiento farmacológico para tranquilizarlas, así que al principio se mostró escéptico acerca de la mítica furgoneta. Sus ocupantes nunca habían intentado abordarlas, decían ellas, y Jackie sugirió que tal vez era simplemente la policía con un disfraz nuevo; pero un buen día Lula, una de sus mejores chicas, acudió a él antes de ir a hacer la calle.

– Debes vigilar esa Transit negra -le advirtió-. He oído que van preguntando por unas chicas que trabajaron para un viejo en Queens.

Jackie O siempre escuchaba a Lula. Era la más veterana de sus putas y conocía las calles y a las demás mujeres. Era la madre del grupo, y Jackie había aprendido a confiar en sus intuiciones.

– ¿Crees que son policías?

– Ésos no son polis. Llevan las matrículas ilegibles y dan mal rollo.

– ¿Cómo son?

– Blancos. Uno de ellos es gordo, muy gordo. Al otro no lo he visto.

– Ya. Di a las chicas que si ven esa furgoneta, se alejen y vengan a avisarme, ¿me has oído?

Lula asintió y fue a ocupar su sitio en la esquina más cercana. Esa noche Jackie O se dedicó a rondar por las calles, a hablar con los otros chulos, pero en algunos casos no fue fácil porque eran hombres con poca educación y menos inteligencia.

– Tu zorra te está metiendo miedo, Jackie -dijo uno, un hombre de aspecto porcino a quien complacía hacerse llamar Havana Slim por los puros que fumaba, a pesar de que los puros eran dominicanos baratos-. Te estás haciendo viejo, tío. La calle ya no es sitio para ti.

Jackie pasó por alto la pulla. Llevaba allí mucho más tiempo que Havana, y seguiría allí mucho después de que Havana se fuera. Al final encontró a G-Mack, pero G-Mack se lo quitó de encima en el acto. Aun así, Jackie O lo notó nervioso, y empezó a sacar conclusiones.

A la noche siguiente, Jackie O alcanzó a ver la furgoneta negra por primera vez. Se había adentrado en un callejón para echar una meada cuando vio brillar algo detrás de un gran contenedor. Mientras se subía la cremallera, los contornos se revelaron delante de él poco a poco. La matrícula trasera ya no estaba abollada ni sucia, y Jackie dedujo al instante que cambiaban las placas habitualmente. Los neumáticos eran nuevos y, si bien presentaba desperfectos en la chapa lateral, parecían pura cosmética, un intento de dar a la furgoneta un aspecto más viejo y descuidado para que tanto el vehículo como sus ocupantes pasaran inadvertidos.