Выбрать главу

Jackie tendió la mano hacia la puerta del conductor. Tenía los cristales ahumados, pero Jackie creyó ver que dentro se movía una figura, quizá dos. Golpeó el cristal con los nudillos, pero no hubo respuesta.

– Eh -dijo Jackie-. Abrid. A lo mejor puedo ayudaros. ¿Buscáis una mujer?

No hubo más respuesta que el silencio.

Y entonces Jackie O cometió una tontería. Intentó abrir la puerta.

En retrospectiva, no entendía por qué lo había hecho. En el mejor de los casos enfurecería a quienquiera que estuviese dentro de la furgoneta; y en el peor, acabaría con una pistola apuntándole a la cara. Cuando menos, la pistola apuntándole a la cara era la peor de las posibilidades que Jackie concebía.

Cogió la manilla y tiró. Al abrirse la puerta, un hedor le asaltó, como si alguien hubiese perforado el cadáver de un animal enterrado a poca profundidad y hubiesen escapado los gases acumulados en su interior. El olor debió de provocarle náuseas, porque sólo así podía explicarse lo que creyó ver dentro de la cabina antes de que la puerta se cerrara de golpe y la furgoneta se marchara. Incluso en ese momento, en la comodidad de su apartamento, y con la ventaja de la visión retrospectiva, Jackie conservaba en la memoria sólo imágenes fragmentadas.

– El coche parecía lleno de carne -explicó a Louis-. No carne colgada, sino morada y roja, algo así como el interior de un cuerpo. Estaba en los paneles y en el suelo, y vi cómo goteaba sangre de ella y se formaban charcos. Delante había un asiento continuo, y dos figuras sentadas, totalmente negras a excepción de las caras. Una, la que estaba más cerca de mí, era gorda, enorme, y el olor procedía sobre todo de ella. Debían de llevar máscaras, porque las caras parecían destrozadas.

– ¿Destrozadas? -preguntó Louis.

– Al acompañante no lo vi bien. Es decir, bien, lo que se dice bien, no vi nada, pero la cara del gordo parecía una calavera. Tenía la piel arrugada y negra, y daba la impresión de que le hubiesen arrancado la nariz, porque sólo quedaba un trozo cerca de la frente. Los ojos eran una mezcla de verde y negro, sin blanco. También le vi los dientes, porque al abrirse la puerta dijo algo. Los tenía largos y amarillos. Debía de ser una máscara, ¿no? Si no, ¿qué otra cosa podía ser?

Casi hablaba solo, manteniendo una discusión en su cabeza iniciada la noche que había abierto la puerta de la furgoneta.

– ¿Qué otra cosa podía ser?

Walter y yo nos separamos después de comer con Mackey y Dunne. Ellos se ofrecieron a reunirse otra vez con nosotros si necesitábamos más ayuda.

– Sin testigos -dijo Mackey al acabar, y una expresión ladina, que no me gustó, asomó a sus ojos.

Me daba igual lo que hubiera llegado a sus oídos; no iba a consentir que una persona como Mackey me echara en cara el pasado.

– Si hay algo que quieras decir, dilo ya -repuse.

Dunne se interpuso entre los dos.

– Sólo queremos dejar clara una cosa -advirtió sin levantar la voz-. Puedes hacer lo que quieras con G-Mack, pero más vale que esté vivito y coleando cuando acabes con él, y si la palma, te conviene tener una buena coartada. ¿Entendido? De lo contrario tendremos que ir a por ti. -Mientras hablaba mantuvo la vista fija en mí, sin mirar a Walter. Sólo cuando se volvió, le habló directamente a él-. Y tú, Walter, ten cuidado también.

Walter no contestó, y yo no reaccioné. Al fin y al cabo, Dunne no iba desencaminado.

En cuanto los dos policías se perdieron de vista comenté:

– Esta noche no hace falta que vengas.

– De eso ni hablar. Claro que iré. Pero ya has oído a Dunne: si le sucede algo a Mack, se te echarán encima.

– No pienso ponerle la mano encima a ese chulo. Si ha tenido algo que ver con la desaparición de Alice, se lo sonsacaremos y luego intentaré llevarlo a comisaría para que cuente a la policía lo que sabe. Pero sólo puedo hablar en mi nombre, en el de nadie más.

Avisté un taxi en el horizonte. Levanté la mano para pararlo y vi con satisfacción que se abría paso entre dos carriles llenos de tráfico para llegar hasta mí.

– El día menos pensado esos dos te arrastrarán consigo al abismo -dijo Walter. No sonreía.

– Tal vez sea yo quien los arrastre a ellos -contesté-. Gracias, Walter. Estaremos en contacto.

Subí al taxi y me fui.

Lejos de allí, el Ángel Negro se revolvió.

– Ha cometido un error -dijo-. Tenía que haber indagado en el pasado de esa mujer. Me aseguró que nadie se interesaría por ella.

– No era más que una puta vulgar y corriente -respondió Brightwell.

Había regresado de Arizona abrumado por la pérdida de su compañero, el del traje azul. Volvería a encontrarlo, pero el tiempo apremiaba y necesitaban todos los cadáveres que pudieran reunir. Ahora, con la muerte de las dos chicas aún reciente en la memoria, lo criticaban por su negligencia, y no le gustaba. Había estado mucho tiempo solo, sin rendir cuentas a nadie, y el ejercicio de la autoridad lo irritaba más que en épocas pasadas. Además, el ambiente del despacho apenas amueblado le resultaba opresivo. Pese al gran escritorio con recargadas tallas y tapete de piel verde, las lámparas, antiguas y caras, que proyectaban una luz tenue sobre las paredes, el parquet y la alfombra gastada sobre la que se encontraba él en ese momento, había demasiados espacios vacíos en espera de llenarse. En cierto modo, era una metáfora de la existencia de aquel ante quien se hallaba.

– No -dijo el Ángel Negro-. Era la puta menos vulgar y corriente. Están preguntando por ella. Han presentado una denuncia.

Dos grandes venas azules palpitaban en las sienes de Brightwell y se extendían a ambos lados del cráneo, claramente visibles bajo la corona de pelo moreno. Le molestó la reprimenda, y su impaciencia fue en aumento.

– Si esos hombres a los que usted envió a matar a Winston hubiesen hecho su trabajo bien y discretamente, ahora no tendríamos esta conversación -replicó-. Debería haberme consultado.

– Estaba ilocalizable. No tengo la menor idea de adónde va cuando desaparece en las tinieblas.

– Eso no es asunto suyo.

El Ángel Negro se levantó y apoyó las manos en el lustroso escritorio.

– Olvida usted quién es, señor Brightwell -dijo.

Un destello de ira asomó a los ojos de Brightwell.

– No -replicó-. Yo nunca he olvidado quién soy. Siempre he sido fiel. Busqué y encontré. Lo descubrí a usted, y le recordé todo lo que fue en su día. Usted sí que olvidó quién era. Yo lo recordaba. Lo recordaba todo.

Brightwell tenía razón. El Ángel Negro se acordó de su primer encuentro, de la repugnancia que sintió, y luego, lentamente, de la naciente comprensión y la aceptación final. El Ángel Negro eludió el enfrentamiento y se volvió hacia la ventana. Bajo su mirada, la gente disfrutaba del sol y el tráfico avanzaba despacio por las calles embotelladas.

– Mate al chulo -ordenó el Ángel Negro-. Averigüe cuanto pueda sobre quienes han estado preguntando.

– ¿Y luego?

– Use el sentido común -contestó el Ángel Negro a modo de palmada en la espalda.

De nada servía recordarle la necesidad de no atraer más la atención. Se estaban acercando a su meta y, además, percibía que Brightwell escapaba cada vez más a su control.

Si es que realmente lo había tenido alguna vez bajo su control.

Brightwell se marchó, pero el Ángel Negro se quedó abstraído en sus recuerdos. «Qué curiosas son las formas que adoptamos», pensó. Se acercó al espejo de marco dorado que colgaba de la pared. Se tocó la cara suavemente con la mano derecha, resiguiendo las líneas del cráneo bajo la piel. A continuación, muy despacio, se extrajo la lentilla del ojo derecho. Ese día había tenido que llevar las lentillas muchas horas, porque había recibido a gente y firmado documentos, y en ese momento le escocía el ojo. La señal no reaccionaba bien a la ocultación.