– ¿Qué queréis? -preguntó G-Mack.
– Información. Queremos que nos hables de una mujer que se llama Alice. Es una de tus chicas.
– Se ha ido. No sé dónde está.
Louis le cruzó la cara con la pistola. El joven se encogió llevándose las manos ahuecadas a la nariz rota, y la sangre corrió entre sus dedos.
– ¿Te acuerdas de una mujer que vino a verte hace un par de noches y te hizo la misma pregunta que acabo de hacerte yo -preguntó Louis-. ¿Te acuerdas de lo que le dijiste?
Después de un breve silencio, G-Mack asintió con la cabeza todavía gacha y la sangre goteando en el irregular suelo a sus pies, salpicando la mala hierba que crecía en las grietas.
– Pues ni siquiera he empezado aún a hacerte daño por lo que le pasó, así que si no contestas como es debido a mis preguntas, no saldrás de este callejón, ¿entendido? -Louis bajó la voz hasta que apenas era un susurro-. Lo peor que va a pasarte es que no te mataré. Te dejaré inválido, con manos que no asirán, oídos que no oirán y ojos que no verán. ¿Queda claro?
G-Mack asintió de nuevo. No le cupo la menor duda de que ese hombre cumpliría sus amenazas al pie de la letra.
– Mírame -dijo Louis.
G-Mack bajó las manos y levantó la cabeza. Tenía la boca abierta a causa de la conmoción y los dientes teñidos de rojo.
– ¿Qué le pasó a la chica?
– Vino a verme un hombre -explicó G-Mack con la voz distorsionada por la fractura de nariz-. Me dijo que me pagaría bien si la localizaba.
– ¿Para qué la quería?
– Estaba en una casa con un cliente, un tal Winston, y entraron a robar. Mataron al cliente, y también al chófer. Alice y otra chica, Sereta, estaban allí. Escaparon, pero Sereta se llevó algo de la casa antes de irse. Los asesinos querían recuperarlo.
G-Mack intentó sorberse parte de la sangre, que por entonces se había reducido a un hilo que le resbalaba por los labios y la barbilla. Se estremeció de dolor.
– Era una yonqui, tío. -Aunque suplicante, hablaba con voz monótona, como si él mismo no creyera sus propias palabras-. Estaba en las últimas. No sacaba más de cien dólares, y eso en una buena noche. Iba a quitármela de encima de todos modos. El hombre me aseguró que. no le pasaría nada malo si ella les decía lo que querían saber.
– ¿Y vas a decirme que te lo creíste?
G-Mack miró a Louis a la cara.
– ¿Y qué más daba?
Por primera vez en los muchos años desde que yo lo conocía,
Louis pareció a punto de perder el control. Vi cómo subía la pistola y cómo se tensaba su dedo en el gatillo. Tendí la mano y lo detuve antes de que apuntara a G-Mack.
– Si lo matas, no nos enteraremos de nada más -advertí.
Seguí sintiendo en la mano la presión ascendente del arma durante un par de segundos. Luego cedió.
– Dime cómo se llama ese hombre -ordenó Louis.
– No me lo dijo -contestó G-Mack-. Era gordo y feo, y olía mal. Sólo lo vi una vez.
– ¿Te dio un número, un lugar donde ponerte en contacto con él?
– Me lo dio el hombre que lo acompañaba. Delgado, vestido de azul. Vino a verme después de revelarle dónde estaba la chica. Me trajo el dinero y me dijo que mantuviera la boca cerrada.
– ¿Cuánto? -preguntó Louis-. ¿Por cuánto la vendiste?
G-Mack tragó saliva.
– Diez mil. Me prometieron otros diez si les entregaba a Sereta.
Me aparté de ellos. Si Louis quería matarlo, que así fuera.
– Era de mi misma sangre -dijo Louis.
– No lo sabía -respondió G-Mack-. ¡No lo sabía! Era una yonqui. Pensé que daba igual.
Louis lo agarró por el cuello y le hundió la pistola en el pecho, entonces, con la cara contraída, lanzó un gemido que brotó de un lugar muy dentro de él, allí donde albergaba todo su amor y lealtad, aislado de todo el mal que había causado.
– No -rogó el chulo llorando-. Por favor, no lo hagas. Sé otra cosa. Puedo decirte otra cosa.
Louis había acercado tanto su cara a la de G-Mack que la sangre de éste lo salpicó.
– Habla.
– Después de pagarme seguí a ese hombre. Quería saber dónde podía encontrarlo si era necesario.
– Por si venía la policía y tenías que venderlo a él para salvar el pellejo, ¿quieres decir?
– ¡Por lo que fuera, tío, por lo que fuera!
– ¿Y?
– Suéltame -suplicó-. Te lo diré si me dejas marchar.
– Me tomas el pelo.
– Oye, tío, obré mal, pero no le hice daño. De lo que le pasó, debes hablar con otras personas. Te diré dónde puedes encontrarlas, pero tienes que soltarme. Me iré de la ciudad, y no me verás nunca más. Te lo juro.
– ¿Pretendes negociar con un hombre que te está apuntando con una pistola?
Ángel intervino.
– No sabemos si está muerta. Todavía cabe la posibilidad de que la encontremos viva.
Louis me miró. Si Ángel se hacía el policía bueno y Louis el policía malo, mi papel quedaba en algún punto intermedio. Pero si Louis mataba a G-Mack, las cosas pintarían mal para mí. No dudé que Mackey y Dunne vendrían a buscarme, y yo no tendría coartada. Implicaría, como mínimo, preguntas molestas, e incluso puede que se reabriesen viejas heridas que era mejor no explorar.
– Yo propongo que lo escuches -dije-. Y que luego vayamos a buscar a ese tío. Si resulta que aquí el amigo nos miente, podrás hacer con él lo que quieras.
Louis tardó en tomar una decisión, y durante todo ese tiempo la vida de G-Mack pendió de un hilo, y él lo supo. Al final, Louis dio un paso atrás y bajó la pistola.
– ¿Dónde está?
– Lo seguí hasta un sitio a un paso de Bedford.
Louis asintió.
– Parece que te has ganado unas horas más de vida.
García, escondido detrás del contenedor, observó a los cuatro hombres. García se creía todo lo que le había contado Brightwell y estaba convencido de que recibiría las recompensas prometidas. Llevaba la marca en la muñeca para que, otros como él, le reconociesen, pero a diferencia de Brightwell no era más que un soldado de a pie, un recluta en la gran guerra que se libraba. Brightwell también lucía la marca en la muñeca, pero, a pesar de ser mucho más antigua que la de García, parecía que no cicatrizaba nunca del todo. De hecho, cuando García estaba cerca de Brightwell, y si el propio hedor del gordo lo permitía, percibía a veces un olor a carne chamuscada procedente de él.
García no sabía si Brightwell era el verdadero nombre del gordo. En realidad le daba igual. Confiaba en el criterio de Brightwell, y le estaba agradecido por haberlo encontrado, por haberlo llevado a esa gran ciudad tan pronto como perfeccionó sus aptitudes a satisfacción de éste y por haberle proporcionado un lugar donde trabajar y consumar sus obsesiones. Brightwell, por su parte, había descubierto en García a un servicial converso a sus convicciones. García no había hecho más que incorporarlas a su propio sistema de creencias, relegando a otras deidades cuando había sido necesario, o prescindiendo totalmente de ellas si entraban en manifiesto conflicto con la nueva y cautivadora visión del mundo -tanto de este mundo como del mundo subterráneo- que Brightwell le había ofrecido.
García consideró poco acertado no intervenir cuando vieron a los tres hombres acercarse al chulo, pero no daría un solo paso a menos que Brightwell lo diera primero. Habían llegado un poco tarde. Unos minutos antes, y aquellos desconocidos habrían encontrado muerto al chulo.
Ante la mirada de García, dos de los hombres agarraron a G-Mack por los brazos y lo sacaron del coche. Parecía que el tercero iba a seguirlos, pero se detuvo. Recorrió el callejón con la mirada y la posó por un momento en las sombras donde se ocultaba García; luego echó la cabeza atrás para lanzar un vistazo a los edificios circundantes, con sus ventanas mugrientas y sus destartaladas escaleras de incendios. Pasado un minuto, se marchó del callejón tras sus compañeros pero de espaldas a éstos, retrocediendo, escudriñando las ventanas sucias como si fuera consciente de la presencia hostil escondida detrás de los cristales.