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– Seguro que después, a la hora de devolvértelo, también eres muy comprensivo.

– Esto es un negocio. Nadie recibe nada gratis.

– Y cuando detuvieron a Alice, ¿tú qué hiciste?

No respondió. Lo abofeteé una vez, con fuerza, en la cara herida.

– Contesta.

– Telefoneé al número que me dieron.

– ¿Un móvil?

– Sí.

– ¿Conservas el número?

– Lo recuerdo, pedazo de cabrón.

Tenía gotas de sangre en los labios. La escupió al suelo del coche y recitó el número de memoria. Saqué mi móvil, marqué el número y luego, por si acaso, lo anoté en la agenda. Supuse que no nos llevaría a ninguna parte. Si eran listos, se habrían desprendido del teléfono nada más encontrar a la chica.

– ¿Dónde tenía Alice sus objetos personales? -pregunté.

– Le permití dejar algunas cosas en mi piso, maquillaje y demás, pero se pasaba en casa de Sereta casi todo el tiempo. Sereta tenía una habitación en Westchester. Yo no iba a alojar bajo mi techo a una puta yonqui.

Al pronunciar la palabra «puta» miró a Louis. Por G-Mack ya no averiguaríamos nada más. En cuanto a Louis, no respondió a las pullas del chulo. Se limitó a detenerse para dejarme en mi coche, y los seguí hasta Brooklyn.

Williamsburg, como el Point, fue en otro tiempo lugar de residencia de los hombres más ricos del país. Allí había mansiones, bistrós ajardinados y clubes privados. Los Whitney se codeaban con los Vanderbilt, y se levantaron edificios espléndidos, todos relativamente cerca de las refinerías de azúcar y las destilerías, los astilleros y los altos hornos, para que el olor llegase a los ricos si el viento soplaba en esa dirección.

La posición de Williamsburg como patio de recreo de las clases acomodadas cambió a principios del siglo pasado, con la inauguración del puente de Williamsburg. Los inmigrantes europeos -polacos, rusos, lituanos, italianos- huyeron del hacinamiento del Lower East Side para ocupar los edificios y las casas de vecindad. En los años treinta y cuarenta los siguieron los judíos, que se establecieron principalmente en Southside, entre ellos los grupos hasídicos de Satmar procedentes de Hungría y Rumania, que aún se congregaban en la sección noreste del Brooklyn Navy Yard.

Northside era un poco distinto. Por el hecho de ser Bedford Avenue la primera parada del tren elevado de Manhattan, era una zona de la periferia de fácil acceso, así que los precios de la vivienda habían subido y ahora era un barrio elegante y bohemio. No obstante, le faltaba aún cierto camino por recorrer antes de convertirse en un barrio realmente deseable para quienes tenían dinero en el bolsillo, y no abandonaría su antigua identidad sin presentar batalla. La farmacia Northside, en Bedford, se cuidaba de darse a conocer asimismo como «farmacia» y «apteka»; la verdulería de Edwin vendía cerveza Zywiec de Polonia, anunciada con un letrero de neón en el escaparate; y el mercado de carne siguió siendo el Polska-Masarna. Quedaban viejas tiendas de ultramarinos y peluquerías, y la ferretería Northstar de Mike seguía en activo, pero también había una pequeña cafetería llamada Reads, que vendía libros de segunda mano y revistas alternativas, y las farolas estaban llenas de carteles anunciando lofts para artistas.

Doblé a la derecha por la Diez, a la altura del Raymund's Diner, en cuyo letrero de madera se leía la palabra Bierkeller, acompañada de la imagen de una cerveza y una chuleta. Una manzana más allá, en Berry, había un almacén que conservaba ligeros vestigios de su anterior existencia como fábrica de cerveza, ya que la zona fue en su día el centro de la industria cervecera neoyorquina. El almacén era un edificio de cinco plantas lleno de pintadas. Una escalera de incendios descendía por el centro de su fachada este, y una pancarta extendida en la planta superior rezaba: SI VIVIERAIS AQUÍ, YA ESTARÍAIS EN CASA. Alguien había tachado «casa» y, en su lugar, había escrito con spray «Polonia». Debajo se añadía un número de teléfono. No se veía luz en ninguna de las ventanas. Observé a Louis dar una vuelta a la manzana y aparcar después en la Once. Paré detrás de él y me acerqué a su coche. Recostado en su asiento, hablaba con G-Mack.

– ¿Seguro que es aquí? -preguntó Louis.

– Sí, seguro.

– Si me mientes, volveré a hacerte daño.

G-Mack intentó sostener la mirada a Louis, pero fue en vano.

– Lo sé.

Louis se dirigió a Ángel y a mí.

– Vigilad el sitio. Yo voy a deshacerme del chico aquí.

Yo no podía decir nada. G-Mack parecía preocupado, y tenía sobradas razones para estarlo.

– Oye, ya te he dicho todo lo que sé -protestó. Se le quebró un poco la voz.

Louis no le prestó atención.

– No voy a matarlo -me dijo.

Asentí con la cabeza.

Ángel salió del coche, y nos adentramos en la oscuridad mientras Louis se llevaba a G-Mack.

El presente es muy frágil, y el suelo que pisamos es delgado y traicionero. Debajo se extiende el laberinto del pasado, una colmena creada por los estratos de los días y los años donde están enterrados los recuerdos, aguardando el momento en que la fina corteza superior se agriete y lo que antes era y lo que ahora es se conviertan de nuevo en una misma cosa. Ahí abajo, en ese mundo como una colmena, hay vida y Brightwell se disponía a comunicar su hallazgo al Ángel Negro. Todo había cambiado para él, y tendrían que fraguarse planes nuevos. Llamó al más privado de los números, y vio, cuando contestó la voz soñolienta, los destellos de la mota blanca en la oscuridad.

– Se nos han adelantado -dijo-. Lo tienen, y están en marcha. Pero ha surgido algo interesante. Ha vuelto un antiguo conocido…

Louis aparcó en la plataforma de carga y descarga de una tienda de comida china, cerca del centro médico Woodhull de Broadway. Lanzó a G-Mack la llave de las esposas, lo observó en silencio mientras se soltaba la mano y luego retrocedió para dejarlo salir del coche.

– Túmbate boca abajo.

– Por favor, tío.

– Túmbate.

G-Mack se arrodilló y luego se tendió en el suelo cuan largo era.

– Extiende los brazos y las piernas.

– Lo siento -dijo G-Mack con la cara contraída por el miedo-. De verdad, créeme.

Tenía la cabeza vuelta a un lado para ver a Louis. Empezó a llorar mientras Louis montaba el silenciador en el cañón de la pequeña pistola de calibre 22 que siempre llevaba de reserva.

– Ahora, desde luego, sí que lo sientes. Lo percibo en tu voz.

– Por favor -repitió G-Mack. La sangre y los mocos se mezclaban en sus labios-. Por favor.

– Ésta es tu última oportunidad. ¿Nos lo has contado todo?

– ¡Sí! No sé nada más. Te lo juro, tío.

– ¿Eres diestro?

– ¿Qué?

– He dicho que si eres diestro o zurdo.

– Diestro.

– Así que le pegaste a la mujer con la mano derecha, supongo.

– Yo no…

Louis echó un vistazo alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca y le descerrajó un único tiro a G-Mack en el dorso de la mano derecha. El chulo lanzó un alarido. Louis retrocedió dos pasos y disparó por segunda vez, ahora en el tobillo derecho.

G-Mack hizo rechinar los dientes y apretó la frente contra el suelo, pero el dolor era superior a sus fuerzas. Levantó la mano herida y, ayudándose de la izquierda, alzó el tronco para mirarse el pie derecho.

– Así no podrás ir muy lejos si vuelvo a necesitarte -dijo Louis. Apuntó a G-Mack a la cara-. Eres un hombre con suerte. No te olvides de eso. Pero más te vale rezar para que encuentre a Alice viva. -Bajó la pistola y entró en el coche-. El hospital está en la acera de enfrente -informó.