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Arrancó y se fue.

Aparte de la escalera de incendios, en el edificio sólo parecía que hubiese una vía de entrada o salida, una puerta de acero en Berry. No tenía timbre ni portero electrónico, ni constaban los nombres de los vecinos.

– ¿Crees que ha mentido? -preguntó Ángel.

Louis se había reunido con nosotros. No le pregunté por G-Mack.

– No -contestó Louis-. No ha mentido. Abre.

Para vigilar las calles mientras Ángel trabajaba en la cerradura, Louis y yo ocupamos posiciones en esquinas opuestas del edificio. Tardó cinco minutos, lo que en su caso era mucho tiempo.

– Las cerraduras antiguas son buenas cerraduras -aclaró a modo de explicación.

Entramos con sigilo y cerramos la puerta. La primera planta, donde en su día estuvieron las cubas, era un espacio totalmente abierto con zona de almacenamiento para toneles y puertas corredizas para dar paso a los camiones. Las puertas habían desaparecido hacía mucho, y habían tapiado las entradas. A la derecha, junto a lo que una vez fue un pequeño despacho, una escalera conducía al piso siguiente. No había ascensor. Los otros tres pisos se parecían al primero: una planta abierta en su mayor parte, sin indicios de estar habitada.

El último piso era distinto. Alguien había iniciado con poca convicción la división del espacio en apartamentos, aunque tenía aspecto de que las obras se hubiesen realizado tiempo atrás y luego las hubiesen abandonado. Habían levantado tabiques, pero en la mayoría de los casos faltaban las puertas, así que era posible ver el espacio vacío en el interior. Parecía haber proyectados cinco o seis apartamentos, pero sólo uno estaba terminado. La puerta de entrada verde se hallaba cerrada y no tenía ningún tipo de identificación. Yo me situé a la izquierda; Ángel y Louis, a la derecha. Llamé dos veces con los nudillos y me apresuré a apartarme. No hubo respuesta. Volví a intentarlo con el mismo resultado. Teníamos, pues, dos opciones, pero ninguna me atraía: o bien echábamos abajo la puerta, o bien Ángel forzaba las dos cerraduras y se arriesgaba a que le volaran la cabeza si dentro había alguien y lo oía.

Ángel tomó la decisión. Apoyó una rodilla en tierra, extendió su pequeño juego de herramientas en el suelo y le entregó una a Louis. Manteniéndose detrás de la pared para resguardarse lo mejor posible, actuaron simultáneamente en ambas cerraduras. La tarea pareció prolongarse una eternidad, pero no debió de pasar más de un minuto. Al final, las dos cerraduras cedieron y abrieron la puerta de un empujón.

A la izquierda había una cocina americana, con restos en la encimera de comida comprada en una tienda de platos preparados. En la nevera quedaban un poco de leche, a la que le faltaban tres días para la fecha de caducidad, y una bolsa de papel llena de pan de pita, al parecer también reciente. Aparte de unas judías y salchichas de frankfurt y un par de tarrinas de macarrones con queso, a eso se reducía la comida en el apartamento. La entrada daba a una sala de estar, amueblada sólo con un sofá, una butaca, un televisor y un vídeo. También a la izquierda estaba el dormitorio más pequeño de los dos que tenía el apartamento, con la cama individual hecha descuidadamente y unas botas y un par de prendas de vestir en una silla junto a la ventana. Mientras Ángel me cubría, registré el armario, pero sólo contenía pantalones y camisas baratos.

Oímos un suave silbido, lo seguimos y llegamos hasta donde estaba Louis, de pie en la puerta del segundo dormitorio, a la derecha, aunque tapando con su cuerpo el interior. Se apartó, y vimos lo que había dentro.

Era un santuario, inspirado en un lugar muy lejano y en un pasado mucho más extraño de lo que podíamos imaginar.

Tercera parte

Pero a ti y a mí Él nunca podrá destruirnos;

acaso cambiarnos, pero no aplastarnos;

nuestra esencia es eterna, y debemos combatir

contra Él si él combate contra nosotros.

Lord Byron, El cielo y la tierra: un misterio (1821)

8

La localidad de Sedlec se encuentra a unos cincuenta kilómetros de la ciudad de Praga. Un viajero poco curioso, disuadido tal vez por los insípidos barrios residenciales, quizá no se molestaría siquiera en detenerse allí, y preferiría seguir hasta la ciudad vecina y más conocida de Kutná Hora, que en la actualidad prácticamente ha absorbido a Sedlec. Sin embargo, no siempre ha sido así, ya que esta parte del antiguo reino de Bohemia fue una de las mayores productoras de plata del mundo medieval. A finales del siglo XIII, un tercio de la plata europea procedía de esta región, pero en el siglo X allí ya se acuñaban monedas de plata. La plata atraía a muchas personas a este lugar, que se convirtió en un serio rival de Praga en la lucha por la supremacía económica y política. Llegaron intrigantes, aventureros, mercaderes y artesanos. Y, allí donde había poder, estaban también los representantes de un poder que se situaba por encima de todos los demás. Allí donde había riqueza estaba la Iglesia.

El primer monasterio cisterciense fue fundado en Sedlec por Miroslav de Cimburk en 1142. Sus monjes, procedentes de la abadía de Valdsassen, en el Palatinado Superior, acudieron allí seducidos por la promesa del mineral de plata, ya que Valdsassen era, en la línea del de Morimondo, uno de los monasterios vinculados a la minería. (Los cistercienses, por decirlo de algún modo, mostraron una actitud pragmática respecto a la riqueza y su acumulación.) Es evidente que el mismísimo Dios veía sus hazañas con buenos ojos, ya que se encontraron depósitos de plata en las tierras del monasterio a finales del siglo XIII y, como resultado, creció la influencia del Císter. Por desgracia, Dios pronto volcó sus atenciones en otra dirección, y hacia finales de siglo el monasterio sufrió la primera de sus numerosas destrucciones a manos de hombres hostiles, un proceso que llegó a su máximo apogeo en el ataque de 1421, que lo dejó reducido a escombros humeantes. Ése fue el asalto que señaló la primera aparición de los Creyentes.

Sedlec, Bohemia, 21 de abril de 1421

El fragor de la batalla había cesado. Ya no sacudía los muros del monasterio, ni los monjes se sentían atribulados por el tenue polvo gris que llovía sobre sus hábitos blancos y se acumulaba en sus tonsuras de tal modo que los jóvenes parecían viejos y los viejos parecían aún más viejos. Al sur, a lo lejos, aún se elevaban las llamas y los cadáveres de las víctimas se amontonaban tras las rejas del cementerio cercano, aumentando a diario de número, pero ahora los grandes ejércitos permanecían en silencio y vigilantes. A pesar de que el hedor era insoportable, los monjes se habían acostumbrado a él después de tantos años de tratar con los muertos, ya que los huesos se apilaban para siempre como yesca en torno al osario, contra las paredes, al vaciar las tumbas y sepultar nuevos restos en su lugar, en un gran ciclo de enterramiento, descomposición y exposición. Cuando el viento soplaba del este, el humo venenoso del mineral fundido se sumaba a la mezcla, y aquellos que se veían obligados a trabajar al aire libre tosían hasta que los hábitos les quedaban salpicados de sangre.