El abad de Sedlec estaba en la puerta de sus aposentos, a la sombra de la iglesia conventual del monasterio. Era heredero del gran abad Heidenreich, emisario y consejero de reyes, que había muerto hacía un siglo pero había transformado el monasterio en un centro de influencia, poder y riqueza -con la ayuda de los grandes depósitos de plata descubiertos en las tierras de la orden-, aunque sin olvidar nunca sus deberes para con los menos afortunados entre los hijos de Dios. Así, se alzó una catedral junto a un hospital, se erigieron capillas improvisadas entre los asentamientos mineros autorizados por Heidenreich, y los monjes enterraron a gran cantidad de muertos sin la menor protesta ni queja. Era irónico, pensó el abad, que en los logros de Heidenreich residieran las semillas que, al crecer, habían condenado a la comunidad a su fatídico destino, atrayendo como un imán a las fuerzas católicas y su adalid, Segismundo, el emperador del Sacro Imperio Romano y aspirante a la corona bohemia. Sus ejércitos se hallaban acantonados en torno a Kutná Hora, y los esfuerzos del abad para mantener cierta distancia entre el monasterio y las fuerzas imperiales no habían dado fruto. Las famosas riquezas de Sedlec eran una tentación para todos, y el abad ya había dado refugio a los monjes cartujos de Praga, cuyo monasterio había sido destruido unos años antes durante los estragos causados tras la muerte de Venceslao IV. Aquellos dispuestos a saquear Sedlec no necesitaban mayor incentivo para el ataque, y con la llegada de Segismundo su destrucción era inevitable.
Fue la ejecución del reformador Jan Hus lo que precipitó estos acontecimientos. El abad había visto en cierta ocasión a Hus, un sacerdote ordenado de la Universidad de Praga, donde fue decano de la facultad de letras y más tarde rector, y su entusiasmo lo había impresionado favorablemente. No obstante, el instinto reformista de Hus era peligroso. Tres papas distintos, en conflicto, reclamaban el papado: Juan XXIII, italiano, el cual, obligado a huir de Roma, se había refugiado en Alemania; Gregorio XXII, francés; y Benedicto XIII, español. Los dos últimos ya habían sido depuestos una vez, pero se negaban a aceptar su destino. En esa época, la exigencia de Hus de una Biblia en checo, así como su porfiada insistencia en dar misa en checo en lugar de latín, lo llevaron inevitablemente a ser tachado de hereje, acusación que se vio exacerbada cuando abrazó las creencias del anterior hereje, John Wycliffe, y declaró al malvado Juan XXIII el Anticristo, opinión que el abad, al menos en el fondo de su alma, no tenía intención de discutir. No era de extrañar, pues, que Hus fuera excomulgado.
Emplazado ante el Concilio de Constanza en 1414 por Segismundo para expresar sus quejas, Hus fue encarcelado y procesado por herejía. Se negó a retractarse, y en 1415 fue llevado al «Lugar del diablo», el sitio de ejecución en un prado cercano. Lo desnudaron, lo ataron de pies y manos a una estaca con cuerdas mojadas y lo encadenaron a un poste por el cuello. Le empaparon la cabeza de aceite y apilaron yesca y paja en torno a él cubriéndolo hasta el cuello. Las llamas tardaron media hora en prender, y Hus se asfixió finalmente a causa del espeso humo negro. Después lo descuartizaron, le rompieron los huesos y abrasaron el corazón en una fogata al aire libre. Por último, incineraron los restos, introdujeron las cenizas a paladas en el cuerpo sin vida de un buey y lo arrojaron todo al Rin.
Los seguidores de Hus en Bohemia, indignados por la muerte que había sufrido, juraron defender su doctrina hasta la última gota de sangre. Se declaró una cruzada contra ellos, y Segismundo mandó a Bohemia un ejército de veinte mil hombres para sofocar el alzamiento, pero los husitas los aniquilaron, encabezados por Jan Ziska, un caballero tuerto que transformó carretas en carros de combate y llamó a sus hombres «guerreros de Dios». Ahora Segismundo se lamía las heridas y planeaba su siguiente maniobra. Se había pactado un tratado de paz, por el que se perdonaba la vida a aquellos que se adhirieran a los Cuatro Artículos husitas de Praga, incluida la renuncia del clero a los bienes materiales y toda forma de autoridad seglar, un artículo que, obviamente, el abad de Sedlec no estaba dispuesto a aceptar. Ese mismo día, horas antes, los habitantes de Kutná Hora habían marchado hasta el monasterio de Sedlec, alrededor del cual se hallaban concentradas las tropas husitas, para rogar misericordia y perdón, ya que, en la ciudad, se sabía que los seguidores de Hus habían sido arrojados vivos a los pozos de las minas, y los ciudadanos temían las consecuencias si no se hincaban de rodillas ante las tropas atacantes. El abad escuchó mientras ambos bandos entonaban el Te Deum en aceptación de la tregua, y sintió náuseas ante la hipocresía de aquel acto. Los husitas no saquearían Kutná Hora, ya que su industria minera y su ceca eran demasiado valiosas, pero en cualquier caso querían asegurarse su propiedad. Todo aquello no era más que falsas apariencias, y el abad sabía que en breve ambos bandos volverían a enzarzarse por las grandes riquezas de la ciudad.