Los husitas se habían replegado a cierta distancia del monasterio, pero el abad aún veía sus fogatas. No tardarían en llegar, y no perdonarían a nadie que encontraran entre sus muros. Lo poseía la ira y la pena. Amaba el monasterio. Había participado en las obras más recientes, y la construcción misma de sus lugares de culto había sido un acto de contemplación y meditación en igual medida que los oficios celebrados entre sus paredes, pues cada piedra se hallaba imbuida de espiritualidad, y el severo ascetismo de sus líneas era una medida de precaución contra cualquier distracción del rezo y la contemplación. Su iglesia, la mayor de su género en el país, tenía forma de cruz latina, y se integraba de manera armoniosa en la formación natural del valle ribereño de la región mediante un eje central que orientaba el coro en la misma dirección que las aguas del río en lugar de hacia el este. Así y todo, la iglesia conventual era también una compleja variación del proyecto original diseñado por el fundador de la orden, Bernardo de Clairvaux, y estaba impregnada del amor de éste por la música, que se manifestaba en su fe en el misticismo de los números basado en la teoría agustiniana de la música y su aplicación a las proporciones de los edificios. La pureza y el equilibrio eran expresiones de la armonía divina, y por eso la iglesia conventual de la Asunción de Nuestra Señora y San Juan Bautista era un himno mudo y hermoso a Dios, cada columna una nota; cada arco perfecto, un Te Deum.
Ahora esta extraordinaria estructura corría el peligro de ser destruida por completo, pese a que, en su simplicidad y ausencia de ornamentos innecesarios, simbolizaba en sí misma las cualidades que los reformistas más deberían haber valorado. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, el abad introdujo la mano entre los pliegues de su hábito y extrajo una piedra pequeña. En ella había incrustada una diminuta criatura, distinta de todo aquello que, a lo largo de su vida, el abad había visto, ya fuera caminar, reptar o nadar, y transformada por entonces en piedra, petrificada como si un basilisco la hubiese atrapado bajo su mirada. Semejaba un caracol, sólo que la concha era mayor, y su espiral más apretada. Uno de los peones la había encontrado mientras excavaba en busca de mineral a la orilla del río y se la había regalado al abad. Se decía que antiguamente ese lugar estuvo cubierto por un gran mar, desaparecido hacía ya mucho tiempo, y el abad se preguntaba si ese diminuto animal había surcado alguna vez sus profundidades antes de quedar varado al retroceder el mar y ser absorbido poco a poco por la tierra. Acaso fuera una reliquia del Diluvio Universal; si era así, su pareja debía de existir aún, sin duda, en algún lugar del orbe, pero el abad, para sus adentros, albergaba la esperanza de que eso no fuera así. Él le atribuía un valor a esa piedra por su rareza, y se le antojaba a la vez triste y hermosa en su fugacidad. Se le había pasado el tiempo, tal como el tiempo del abad tocaba en ese momento a su fin.
Temía a los husitas, pero también sabía que otros amenazaban el carácter sagrado del monasterio, y todo se reducía a qué enemigo irrumpiría primero por sus puertas. Habían llegado rumores a sus oídos, historias destinadas a él y sólo a éclass="underline" relatos de mercenarios con un bidente marcado a fuego, encabezados por un Capitán con un ojo manchado, a quien seguía los pasos de cerca un demonio de hombre, un gordo feo y tumoroso. Según sus informadores, no estaba claro a qué bando rendían tributo los soldados del Capitán, pero el abad suponía que eso importaba poco. Esa clase de hombres adoptaba banderas de conveniencia para ocultar sus verdaderos propósitos, y su lealtad era un fuego que ardía deprisa y sin calor y sólo dejaba cenizas a su paso. Sabía qué buscaban. Al margen de lo que creyesen los ignorantes, en Sedlec quedaba poca riqueza. El más afamado tesoro del monasterio, una custodia de plata enchapada en oro, se lo habían confiado a los agustinos de Klosterneuburg hacía seis años. Quienes saqueasen aquel lugar encontrarían pocas riquezas eclesiásticas que repartirse.