El abad encontró saliva suficiente para humedecerse la boca y soltó la lengua lo justo para hablar.
– No -respondió-. No son de Jan, ni son hombres.
Detrás del monasterio creyó distinguir el traqueteo de la carreta, estimulado el tiro por el cochero. Los cascos marcaron una lenta cadencia sobre la hierba; luego sobre la tierra cuando llegaron al camino. La velocidad de sus atabales aumentó gradualmente al intentar poner tierra entre ellos y el monasterio.
El cabecilla de los jinetes alzó la mano, y seis hombres se separaron del grupo principal y, al galope, rodearon la capilla para cortar el paso a quienes huían. Otros seis desmontaron, pero permanecieron con su jefe, que se acercaba despacio al abad y sus hombres. Todos portaban ballestas, ya tensadas, con la saeta a punto. El abad nunca las había visto tan pequeñas y ligeras, con un cranequín para tensar el arco de acero que podían llevar al cinto. Dispararon las saetas, y los criados del abad cayeron.
El Capitán espoleó los flancos de su montura. El animal avanzó y la sombra del Capitán se proyectó sobre el viejo monje. El caballo se detuvo tan cerca del abad que éste sintió en la cara la humedad de los ollares. El Capitán permaneció con la cabeza gacha y un tanto ladeada, de modo que el abad no le veía la cara.
– ¿Dónde está? -preguntó.
Tenía la voz cascada y ronca por los gritos de la batalla.
– Aquí no tenemos nada de valor -respondió el abad.
Un sonido salió de debajo de los pliegues de la capucha del Capitán. Podría haber pasado por una risotada, en caso de que una serpiente hubiese encontrado la manera de transmitir humor con su silbido. Comenzó a descalzarse los guanteletes.
– Vuestras minas os han hecho ricos -dijo el Capitán-. No lo habréis gastado en bagatelas. Es posible que lo que tenéis carezca de valor para algunos, pero no para mí. Sólo busco una cosa, y vos sabéis lo que es.
El abad dio un paso al frente. Con la mano derecha, cogió el crucifijo que le colgaba del cuello.
– Ya no está aquí -contestó.
A lo lejos, oyó los relinchos desesperados de los caballos y el impacto de metal contra metal en la lucha de sus hombres por defender la carreta y su carga. Deberían haber salido antes, comprendió. Así, su maniobra de ocultación no se habría descubierto tan pronto.
El Capitán se inclinó sobre el cuello del caballo. Ya llevaba las manos desnudas. Sus dedos, visibles a la luz de la luna, estaban surcados de cicatrices blancas. Levantó la cabeza y escuchó los gritos de los monjes mientras sus hombres los sacrificaban.
– Han muerto por nada -dijo-. Su sangre mancha vuestras manos.
El abad sujetó aún con más fuerza el crucifijo. Los bordes se le clavaron en la piel y la sangre resbaló entre sus dedos, como si diera contenido a las palabras del Capitán.
– Vuelve al infierno -dijo el abad.
El Capitán se llevó las pálidas manos a la capucha y se apartó la tosca tela del rostro. Un cabello oscuro enmarcaba sus hermosas facciones y su piel casi parecía resplandecer en el aire nocturno. Tendió la mano derecha y una ballesta apareció a su alcance, ofrecida por el demonio de hombre que sonreía a su lado. El abad vio el destello de una mota blanca en la negrura del ojo derecho del Capitán, y en sus momentos finales le fue concedido ver la cara de Dios.
– Jamás -dijo el Capitán, y el abad oyó la sorda descarga de la ballesta en el mismo instante en que la saeta le traspasaba el pecho. Tambaleándose, retrocedió hacia la puerta y, al topar contra la pared, se deslizó lentamente hacia el suelo. A una señal del Capitán, sus hombres empezaron a entrar en los edificios del círculo interior, el eco de sus veloces pasos resonaba en la piedra, Un pequeño grupo de criados armados salió de detrás de la iglesia conventual y corrió a enfrentarse con los intrusos en el espacio cerrado.
«Más tiempo», pensó el abad. «Necesitamos más tiempo.»
Sus monjes y criados, los pocos que quedaban, ofrecían feroz resistencia, impidiendo a los soldados del Capitán acceder a la iglesia y a los edificios interiores.