– Sólo un poco más de tiempo, Señor -oró-. Sólo un poco.
El Capitán bajó la vista para mirar al abad y escuchó sus palabras. El abad sintió latir más despacio su corazón en el preciso momento en que los hombres del Capitán flanqueaban a los monjes en la escalinata y entraban en la capilla, subiendo por las paredes y reptando como lagartos por las piedras. Uno se desplazó cabeza abajo por el techo y luego se dejó caer detrás de los defensores y empaló al hombre de retaguardia con la punta de una espada.
El abad lloró por ellos, aun mientras la fina punta de una saeta entraba en contacto con su frente. El lugarteniente del Capitán, hinchado y emponzoñado, estaba ahora de rodillas junto a él, con la boca abierta y la cabeza ladeada, como si se preparase para dar un último beso a una amante.
– Sé qué sois -susurró el abad-. Y nunca encontraréis a quien buscáis.
Un dedo pálido apretó el disparador.
Esta vez, el abad no oyó el tiro.
Hasta el siglo XVIII los cistercienses de Sedlec no pudieron iniciar en serio la reconstrucción, que incluía la restauración de la iglesia de la Asunción, la cual quedó sin tejados ni bóvedas tras las guerras husitas. Ahora siete capillas forman un anillo en torno al presbiterio, y su interior barroco está decorado con obras de arte, aunque no es accesible al público mientras dure la restauración.
Y sin embargo la imponente estructura, tal vez la más impresionante de su género en la República Checa, no es el elemento más interesante de Sedlec. Hay una rotonda cerca de la iglesia, y en esta rotonda un cartel indica la dirección a KOSNICE, a la derecha. Los que lo siguen llegan a una casa de culto modesta, relativamente pequeña, en el centro de un camposanto embarrado. Es la iglesia de Todos los Santos, erigida en 1400, con una bóveda nueva que data del siglo XVII, y reconstruida por el arquitecto Santini-Aichel en el siglo XVIII, responsable también de las obras de restauración de la capilla de la Asunción. Se accede por una ampliación añadida por Santini-Aichel al descubrirse que la fachada de la iglesia había empezado a ladearse. Una escalera a la derecha asciende a la capilla de Todos los Santos, donde antiguamente se encendían velas para los difuntos en las dos torretas detrás de la propia capilla. Ni siquiera a la luz del sol primaveral, la capilla de Todos los Santos llama tanto la atención como para echarle algo más que una segunda mirada sin gran interés desde las ventanas de un autocar con aire acondicionado. Al fin y al cabo, todavía quedan por ver las maravillas de Kutná Hora, con sus estrechas callejuelas, sus edificios perfectamente conservados y la gran mole de Santa Bárbara que lo domina todo.
Pero Todos los Santos no es lo que parece desde fuera, ya que, de hecho, se compone de dos estructuras. La primera, la capilla, se encuentra sobre el nivel del suelo; la segunda, conocida como Jesucristo en el Monte de los Olivos, es subterránea. Lo que hay arriba es un monumento a la perspectiva de una vida mejor después de ésta; lo que hay abajo es un testimonio de la fugacidad de todo lo mortal. Es un lugar extraño, un lugar enterrado, y nadie que haya pasado un rato entre sus prodigios los olvida jamás.
Según la leyenda, Jindrich, un abad de Sedlec, se trajo de Jerusalén una saca de tierra que esparció en el cementerio. Llegó a considerarse un puesto de avanzada de la propia Tierra Santa, y allí se enterraba a gente de toda Europa, junto con las víctimas de la peste y aquellos que habían caído en los muchos conflictos librados en los campos cercanos. Al final eran tantos los huesos que hubo que tomar medidas, y en 1511 la tarea de deshacerse de ellos se encomendó, según cuentan, a un monje medio ciego. Éste dispuso los cráneos en pirámides, y así se inició la gran obra que se convertiría en el osario de Sedlec. Después de las reformas emprendidas por el emperador José II, el monasterio fue adquirido por la rama de Orlik de la familia Schwarzenberg, pero el osario siguió creciendo. Se contrató a un tallista llamado Frantisek Rint, que dio rienda suelta a su imaginación. Con los restos de cuarenta mil personas, Rint creó un monumento a los muertos.
Una gran araña de luces hecha de cráneos pende del techo del osario. Los cráneos forman la base de los candeleros, cada uno apoyado en un arco pélvico, con un húmero prendido por debajo del maxilar superior. Allí donde deberían colgar delicados cristales, penden huesos verticalmente, uniendo los cráneos al soporte central por medio de un sistema de vértebras. Más huesos, pequeños y grandes, constituyen el propio soporte y adornan las cadenas que sujetan los cráneos al techo. Grandes hileras de cráneos, cada uno con su respectivo hueso bajo el maxilar, decoran los arcos del osario a cada lado de la araña. Cuelgan como bucles, y forman cuatro estrechas pirámides en el centro, que crean un cuadrado bajo la araña, cada cráneo puede utilizarse para sostener una vela en su centro.
Hay también otras maravillas: una custodia hecha de huesos, con un cráneo en medio donde podía colocarse la hostia, seis fémures se extienden radialmente por detrás, con huesos más pequeños y vértebras entretejidos. Los huesos tapan el soporte de madera en torno al cual se ha construido la custodia y su base es una U con un cráneo en cada extremo. Hay coronas y jarrones y cálices, todos de hueso; incluso el escudo de armas de la familia Schwarzenberg es de huesos, rematado por una corona de cráneos y pelvis. Los huesos a los que no se ha podido dar una utilidad práctica están amontonados bajo los arcos de piedra.
Aquí duermen los muertos.
Aquí están los tesoros, los visibles e invisibles.
Aquí está la tentación.
Y aquí está el mal.
9
Láminas de metal sujetas con remaches a las paredes tapaban las ventanas de la habitación e impedían la entrada de luz natural. En la mesa de trabajo había trozos de huesos: costillas, cúbitos y radios, pedazos de cráneo. Un hedor a orina se sumaba al desagradable y penetrante olor del aire estancado de la habitación. Bajo la mesa había cuatro o cinco cajas de embalaje con paja y papel. En la pared del fondo, a la derecha de las ventanas tapadas, una consola sostenía más cráneos en sus extremos, todos sin mandíbula inferior, todos con un hueso, aparentemente de la parte superior del brazo, prendido bajo el maxilar superior. En un orificio practicado en lo alto del cráneo habían insertado velas. Éstas parpadeaban, iluminando la silueta suspendida detrás de ellas.
Era negra, de algo más de medio metro de altura, y parecía compuesta de una mezcla de restos humanos y animales. El ala de un ave enorme había sido desplumada y despellejada cuidadosamente, y se habían fijado los huesos hábilmente en su sitio para que el ala permaneciera desplegada, como si la criatura a la que perteneció se dispusiera a emprender el vuelo. El ala se hallaba sujeta a un fragmento de la columna vertebral, y éste también servía de soporte a una pequeña caja torácica, que podía ser de un niño o un mono, resultaba difícil saberlo. En el lado izquierdo de la columna nacía, en lugar de otra ala, el esqueleto de un brazo, con todos los huesos en el lugar correspondiente, incluidos los pequeños dedos. El brazo estaba en alto, y los dedos, contraídos, terminaban en diminutas uñas afiladas. La pierna derecha, a juzgar por el ángulo de la articulación, semejaba la pata trasera de un gato o un perro. La izquierda parecía a todas luces la de un humano, pero estaba inacabada, y quedaba a la vista el armazón de alambre desde el tobillo para abajo.