Cortlandt Alley era una selva de escaleras de incendios y cables colgados. La fachada de la tienda de Neddo era negra, y el único indicio del comercio al que se dedicaba era una pequeña placa de latón, con las palabras ANTIGÜEDADES NEDDO, en la pared de obra vista. Una reja de hierro colado protegía la vidriera, pero el interior quedaba oculto tras cortinas grises que nadie había movido desde hacía mucho tiempo y toda la fachada parecía haber sido rociada recientemente con polvo. A la izquierda de la vidriera había una puerta de acero negro con un interfono provisto de cámara. Las ventanas del piso de arriba estaban a oscuras.
No vi a nadie que lo estuviera vigilando cuando salí del apartamento. Ángel me cubrió desde la puerta mientras me dirigía al coche, y tomé el camino más largo y tortuoso que se me ocurrió hasta Manhattan. Me pareció ver un par de veces un Toyota amarillo viejo varios coches por detrás del mío, pero había desaparecido cuando llegué a Cortlandt Alley.
Pulsé el botón del interfono. Un hombre contestó en cuestión de segundos y no dio la impresión de que acabara de despertarlo.
– Busco a Charles Neddo -dije.
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Parker. Soy investigador privado.
– Es un poco tarde para visitas, ¿no le parece?
– Se trata de algo importante.
– ¿Cómo de importante?
El callejón estaba vacío, y no veía a nadie en la calle cercana. Saqué la escultura de la bolsa y, sujetándola con cuidado por el pedestal, la sostuve ante la lente de la cámara.
– Así de importante -contesté.
– Identifíquese.
Haciendo malabarismos con la escultura, saqué el billetero y lo abrí.
Por un momento no ocurrió nada, hasta que finalmente dijo la voz:
– Espere ahí.
Se lo tomó con calma. Si me hubiese hecho esperar sólo un poco más, habría echado raíces. Por fin oí el ruido de una llave en la cerradura y de los pestillos al descorrerse. La puerta se abrió y un hombre apareció ante mí, segmentado por una serie de robustas cadenas de seguridad. Era un hombre maduro, y con el pelo cano y erizado parecía un punki entrado en años. Tenía los ojos pequeños y redondos, y la boca fija en una mueca de desdén. Vestía una bata de un vivo color verde que apenas abarcaba todo su contorno. Por debajo vi un pantalón negro y una camisa blanca, arrugada pero limpia.
– Identifíquese otra vez, por favor -pidió-. Quiero asegurarme.
Le entregué mi licencia.
– Maine -observó-. Hay buenas tiendas en Maine.
– ¿Se refiere a L.L. Bean?
La mueca se acentuó.
– Hablaba de antigüedades. En fin, será mejor que entre. No va a quedarse ahí de pie a estas horas de la noche.
Cerró parcialmente la puerta, desprendió las cadenas y se apartó para dejarme pasar. Dentro, una escalera de peldaños desgastados ascendía a lo que, supuse, era la vivienda de Neddo, mientras que, a la derecha, una puerta daba a la tienda propiamente dicha. Neddo me condujo por esa puerta, y pasamos ante vitrinas llenas de objetos antiguos de plata, entre hileras de sillas destartaladas y mesas rayadas, hasta llegar a una pequeña habitación en la trastienda provista de un teléfono, un enorme archivador gris que parecía más propio del despacho de un burócrata soviético y un escritorio iluminado por una lámpara con el brazo ajustable y una lupa acoplada a media altura. Una cortina corrida al fondo del despacho ocultaba casi por completo la puerta de detrás.
Neddo se sentó ante su escritorio y sacó unas gafas del bolsillo de la bata.
– Démela -dijo.
Coloqué la escultura en un pedestal; luego extraje los cráneos y los dispuse a ambos lados. Neddo apenas se fijó en los cráneos. Concentró su atención en la escultura de huesos. En lugar de tocarla, usó el pedestal para hacerla girar a la vez que empleaba una gran lupa para inspeccionarla detenidamente. Guardó silencio durante todo el examen. Al final, la apartó y se quitó las gafas.
– ¿Qué le ha hecho pensar que esto me interesaría? -preguntó.
Si bien realizaba un visible esfuerzo por poner cara de póquer, le temblaban las manos.
– ¿No tenía que habérmelo preguntado antes de invitarme a entrar? El hecho de que estemos aquí, en su despacho, responde en cierto modo a su pregunta.
Neddo dejó escapar un gruñido.
– Permítame expresarlo de otro modo, pues: ¿quién lo ha inducido a pensar que semejante objeto podría interesarme?
– Sarah Yeates. Trabaja en el Museo de Historia Natural.
– ¿La bibliotecaria? Una chica brillante. He disfrutado mucho con sus visitas ocasionales.
La mueca se relajó un poco, y sus pequeños ojos cobraron vida. A juzgar por sus palabras, era evidente que Sarah ya no iba mucho por allí, y por la expresión de su cara -mezcla de lujuria y pesar-supe, casi con total certeza, por qué Sarah se mantenía ahora a distancia de él.
– ¿Siempre trabaja hasta tan tarde? -preguntó.
– Podría preguntarle lo mismo.
– No duermo mucho. Sufro de insomnio.
Se puso unos guantes de plástico y centró su atención en los cráneos. Me fijé en que los manipulaba con delicadeza, casi con respeto, como si temiera profanar de algún modo los restos. Era difícil concebir algo peor que lo que ya se había hecho, pero yo no era un experto. La pelvis sobre la que descansaba el cráneo sobresalía un poco por debajo de la mandíbula como una lengua osificada. Neddo la depositó sobre un retazo de terciopelo negro y ajustó la lámpara para que el cráneo brillase.
– ¿De dónde los ha sacado?
– De un apartamento.
– ¿Había más? -No sabía cuánto debía contarle. Mi vacilación me delató-. Deduzco que sí, ya que se muestra reacio a contestar. No importa. Dígame, ¿cómo estaban colocados exactamente estos cráneos cuando los encontró?
– No sé si le entiendo.
– ¿Estaban dispuestos de una manera especial? ¿Estaban apoyados en algo?
Pensé en la pregunta.
– A un lado de la escultura y entre los cráneos había cuatro huesos apilados. Eran curvos. Parecían secciones de una cadera. Detrás he visto una sarta de vértebras, probablemente de la base de una columna.
Neddo asintió.
– Estaba incompleto.
– ¿Había visto algo así antes? -pregunté.
Neddo levantó el cráneo y fijó la mirada en las cuencas vacías de los ojos.
– Sí, por supuesto -respondió en un susurro.
Se volvió hacia mí.
– ¿No le parece que tiene algo de hermoso, señor Parker? ¿No encuentra edificante la idea de que alguien coja huesos y los use para crear una obra de arte?
– No -contesté con un tono más enérgico del que debería haber empleado.
Neddo me miró por encima de las gafas.
– ¿Y eso por qué?
– Ya he conocido a otra gente que pretendía hacer arte con huesos y sangre. No les tengo mucho aprecio.
Neddo movió la mano como quitándole importancia.
– Tonterías -dijo-. No sé de qué clase de hombres habla, pero…
– Faulkner -lo interrumpí.
Neddo calló. Fue un tiro al aire, nada más, pero todo aquel interesado en semejantes asuntos tenía que conocer por fuerza al reverendo Faulkner, y quizá también a otros con quienes me había cruzado. Necesitaba la ayuda de Neddo, y si eso implicaba tentarlo con una promesa de revelaciones, lo haría muy gustosamente.
– Sí -dijo al cabo de un rato, y pareció mirarme con renovado interés-. Sí, el reverendo Faulkner era uno de esos individuos. ¿Lo conoció? Un momento, un momento. Es usted, ¿verdad? Usted es el detective que lo encontró. Sí, ahora me acuerdo. Faulkner desapareció.
– Eso dicen.
Lo noté tenso de entusiasmo.
– ¿Lo vio, pues? ¿Vio el libro?
– Lo vi. No tenía nada de hermoso. Lo hizo con piel y huesos. Para que él llevara a cabo su creación murió gente.
Neddo movió la cabeza en un gesto de negación.