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– Aun así, habría dado cualquier cosa por verlo. Al margen de lo que usted diga o sienta, ese hombre formaba parte de una tradición. El libro no fue un hecho aislado. Había otros análogos: tal vez no tan elaborados, ni tan ambiciosos en su construcción, pero la materia prima es la misma, y esas encuadernaciones antropodérmicas están muy buscadas entre cierta clase de coleccionistas.

– ¿Antropodérmicas?

– Encuadernaciones en piel humana -explicó Neddo con naturalidad -. La Biblioteca del Congreso tiene un ejemplar del Scrutinium Scripturarum, impreso en Estrasburgo en algún momento antes de 1470. Lo regaló a la biblioteca un tal doctor Vollbehr, que advirtió que sus tapas de madera habían sido recubiertas en el siglo XIX de piel humana. También se dice que en la biblioteca de la facultad de derecho de Harvard está el volumen de Juan Gutiérrez Practicarum Quaestionum Circa Leges Regias Hispaniae Liber Secundus, del siglo diecisiete, encuadernado con la piel de un tal Jonas Wright, aunque la identidad del caballero sigue en tela de juicio. En el Boston Athenaeum tenemos asimismo el ejemplar de The Highwayman de James Alien, o George Walton, como también se conocía al granuja. Un objeto muy poco común. Al morir Alien, se le extrajo un trozo de epidermis que luego se curtió para que pareciera piel de ciervo y se empleó para encuadernar un ejemplar de su propio libro. El cual fue un obsequio para un tal John Fenno hijo, que había escapado milagrosamente a la muerte a manos de Alien durante un robo. Ése sí que lo he visto, aunque no puedo dar fe de la existencia de los otros. Creo recordar que tenía un olor muy poco habitual…

»Así que, como ve, al margen de la repugnancia o el rechazo que pueda despertarle el reverendo Faulkner, no fue ni mucho menos un caso único en su empeño. Desagradable, acaso, y posiblemente homicida, pero una suerte de artista a pesar de todo. Lo que nos lleva a este objeto.

Volvió a colocarlo en el terciopelo.

– La persona que hizo esto también seguía una tradición: el uso de restos humanos como ornamentos, o si lo prefiere, memento mori. ¿Sabe qué es un mem…? -Se interrumpió. Casi pareció avergonzarse-. Claro que sí. Lo siento. Ahora que ha mencionado a Faulkner, me acuerdo de todo lo demás, y de aquel otro. Terrible, una historia terrible.

Y sin embargo, bajo la actitud en apariencia compasiva, percibí su fascinación y supe que, si pudiera, me habría preguntado por todo: Faulkner, el libro, el Viajante. Nunca volvería a presentársele la oportunidad, y su frustración era casi palpable.

– ¿Por dónde iba? -preguntó-. Sí, huesos como ornamento…

Y Neddo empezó a hablar, y yo escuché y aprendí de él.

En la Edad Media, la palabra «iglesia» hacía referencia no sólo al propio edificio, sino a la zona de alrededor, incluido el chimiter o cementerio. Las procesiones y los oficios a veces se celebraban en el patio, o atrio, de la iglesia, y análogamente, cuando se trataba de deshacerse de los muertos, la gente era enterrada con frecuencia dentro del edificio principal, contra los muros, incluso debajo de los canalones -o sub stillicidio, como se llamaban-, ya que se consideraba que el agua de lluvia había sido bendecida por la iglesia al discurrir por su tejado y paredes. La palabra «cementerio» solía aludir a la zona exterior de la iglesia, el atrium en latín, o aitre en francés. Pero los franceses tenían otro término para aitre: el charnier u osario. Con el tiempo, se denominó así a una parte en concreto del cementerio, a saber, las galerías que se extendían a lo largo del camposanto, sobre las cuales se colocaban los osarios.

Así, como explicó Neddo, en la Edad Media un camposanto acostumbraba tener cuatro lados, de los cuales la iglesia propiamente dicha solía formar uno, y los tres restantes estaban decorados con arcadas o pórticos donde se depositaban los muertos, a semejanza de los claustros de los monasterios, que se empleaban como cementerios para los monjes. Los cráneos y miembros de los muertos, una vez secos, se trasladaban encima de los pórticos, y a veces se disponían en composiciones artísticas. La mayoría de los huesos procedía de las fosses aux pauvres, las grandes fosas comunes de los pobres en el centro del atrio. Éstas eran poco más que zanjas, de diez metros de profundidad y entre cinco y siete metros de anchura, donde se arrojaban los muertos amortajados, a veces hasta mil quinientos en un solo hoyo cubierto por una fina capa de tierra, por lo que sus restos eran presa fácil para los lobos y los ladrones de tumbas que abastecían a los anatomistas. Era tal la putrefacción de la tierra que los cadáveres se descomponían rápidamente, y se decía de algunas fosas comunes, tales como Les Innocents en París y Alyscamps en los Alpes, que podían consumir un cuerpo en sólo nueve días, una virtud considerada milagrosa. Cuando se llenaba una fosa, se abría otra más antigua y se vaciaba de huesos, que se colocaban entonces en los osarios. Incluso los restos de los ricos cumplían su servicio, aunque inicialmente se enterraban en el edificio de la iglesia, por lo regular inhumados en la tierra bajo las losas. Hasta el siglo XVII, a la mayoría de la gente no le preocupaba dónde acababan sus huesos siempre y cuando permanecieran cerca de la iglesia, así que era habitual ver restos humanos en las galerías de los osarios, o en el pórtico de la iglesia, incluso en pequeñas capillas construidas especialmente con ese fin.

– Así pues, las iglesias y las criptas decoradas de semejante manera no eran anormales -concluyó Neddo-, pero creo que el modelo para esta construcción en particular es muy especiaclass="underline" Sedlec, en la República Checa.

Recorrió el contorno del cráneo con los dedos y luego los insertó en la abertura de la base para palpar la cavidad interior. De pronto se tensó. Me lanzó una mirada furtiva, pero fingí no darme cuenta. Cogí un escalpelo de plata con empuñadura de hueso y lo examiné, a la vez que observaba en la hoja el reflejo de Neddo, que volvía el cráneo del revés y lo iluminaba por dentro con la lámpara. Cuando estaba distraído, aparté la cortina al fondo del despacho.

– Ahora tiene que irse -le oí decir, y su tono había cambiado. El interés y la curiosidad habían dado paso a la alarma.

La puerta detrás de la cortina estaba cerrada, pero no con llave.

La abrí. A mis espaldas oí vociferar a Neddo, pero era tarde. Yo ya estaba dentro.

Era una habitación pequeña, poco más que un cuarto ropero, e iluminada por un par de bombillas rojas empotradas en la pared. Cuatro cráneos formaban una ordenada fila al lado de un fregadero que desprendía un fuerte olor a productos de limpieza. En los estantes que cubrían las paredes había más huesos, clasificados por tamaño y la parte del esqueleto a la que pertenecían. Vi trozos de carne flotando en tarros: manos, pies, pulmones, un corazón. Una pequeña vitrina, construida aparentemente con ese fin, exponía siete recipientes con un líquido amarillo. Contenían fetos en distintas fases de desarrollo y, a mis ojos, el último parecía un niño plenamente formado.

Por lo demás, había marcos de cuadros hechos con fémures; una colección de flautas de distintos tamaños confeccionadas con huesos vaciados; incluso una silla construida con restos humanos, y un cojín de terciopelo rojo en el centro como un trozo de carne cruda. Vi toscos candelabros y crucifijos, así como un cráneo deforme, convertido en algo monstruoso por efecto de un horrible trastorno orgánico que había producido excrecencias con aspecto de coliflor en la frente.

– Debe marcharse -dijo Neddo. Estaba aterrorizado, aunque no supe si era porque yo había entrado en su almacén o por lo que él había palpado y visto dentro del cráneo-. No debería estar aquí. No tengo nada más que decirle.

– No me ha dicho absolutamente nada -repuse.