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– ¿Quién le dio el soplo sobre García? -preguntó Entwistle.

– ¿Así se llamaba?

– Eso parece. Ahora mismo el buen hombre no está en situación de confirmarlo.

– Preferiría no decirlo.

Bayard echó una ojeada a sus notas.

– ¿No sería un chulo llamado Tyrone Baylee, alias G-Mack, por casualidad?

No contesté.

– La mujer que usted tenía que encontrar trabajaba para él, ¿verdad? Supongo que habló con él. Es decir, sería absurdo no hablar con él si la buscaba, ¿no?

– Hablé con mucha gente -respondí.

– ¿Adónde quiere ir a parar, inspector? -intervino Frances.

– Sólo me gustaría saber cuándo habló el señor Parker por última vez con Tyrone Baylee.

– El señor Parker no ha confirmado ni negado haber hablado con ese hombre, así que la pregunta no es pertinente.

– Sí lo es para el señor Baylee -dijo Entwistle. Tenía los dedos amarillentos y la voz tomada a causa de un catarro-. Ingresó de madrugada en Woodhull con heridas de bala en la mano y el pie derechos. Llegó allí arrastrándose. Si tenía alguna esperanza de ser lanzador de los Yankees, ya no le queda ninguna.

Cerré los ojos. Louis no creyó necesario mencionar que había infligido un pequeño castigo a G-Mack.

– Hablé con Baylee anoche, a eso de las doce o la una -expliqué-. Él me dio la dirección de Williamsburg.

– ¿Le disparó usted?

– ¿Le ha dicho él que yo le disparé?

– Está anestesiado. Aún no hemos oído qué tiene que decir.

– No le disparé yo.

– ¿No sabrá quién fue?

– Pues no.

Frances volvió a terciar.

– ¿Podemos pasar a otro tema, inspector?

– Disculpe, pero su cliente, su empleado o como usted quiera llamarlo, parece nocivo para la salud de la gente con la que se cruza.

– Pues, en ese caso -repuso Frances, con un tono muy razonable-, o lo declara amenaza para la salud pública y lo suelta o presenta cargos contra él.

Admiré la hostilidad con que hablaba Frances, pero no parecía buena idea provocar a esos policías con el cadáver de García aún caliente, G-Mack recobrándose todavía de las heridas de bala y la sombra del Centro de Detención Metropolitano de Brooklyn cerniéndose sobre mis futuros planes de alojamiento.

– El señor Parker ya ha matado a un hombre -señaló Entwistle.

– Un hombre que intentaba matarlo a él.

– Eso es lo que él dice.

– Vamos, inspector, esto es el pez que se muerde la cola. Seamos adultos. Tiene una habitación destrozada a balazos; un almacén ruinoso lleno de huesos, algunos de los cuales, como quizá se demuestre, pertenecen a la mujer que el señor Parker buscaba, y dos cintas de vídeo que al parecer contienen las imágenes del asesinato de una mujer como mínimo, y probablemente de más. Mi cliente se ha ofrecido a cooperar en la investigación en la medida de sus posibilidades, y usted pierde el tiempo haciéndole zancadillas con preguntas sobre un individuo que fue herido después de un encuentro con mi cliente. El señor Parker estará a su disposición para cualquier pregunta en todo momento, o para responder a cualquier acusación que se presente en el futuro. Así que usted dirá.

Entwistle y Bayard cruzaron una mirada y, tras disculparse, salieron. Tardaron mucho en volver. Frances y yo permanecimos en silencio hasta su regreso.

– Puede irse -anunció Entwistle-. De momento. Si no es mucho pedir, le agradeceríamos que en caso de tener previsto salir del estado, nos lo comunique.

Frances empezó a recoger sus papeles.

– Ah -añadió Entwistle-, y procure no pegarle un tiro a nadie más durante un tiempo, ¿vale? Pruébelo al menos. A lo mejor le gusta.

Frances me llevó de vuelta a mi coche. No me preguntó nada más acerca de lo sucedido la noche anterior, y yo tampoco me ofrecí a contar nada. Los dos parecíamos más cómodos así.

– Creo que saldrás bien parado -comentó cuando nos detuvimos cerca del almacén. Fuera aún había policías, y los mirones permanecían alertas, junto con las unidades de televisión y demás elementos de la prensa-. El hombre al que mataste disparó tres o cuatro veces y tú sólo una. Si él ha tenido algo que ver con los huesos del almacén, nadie va a perseguirte por su muerte, y menos si los restos que encontraste en la pared resultan ser de Alice. Puede que decidan ir a por ti por disparar un arma de fuego, pero cuando se trata de detectives privados, eso queda al arbitrio del profesional. Tendremos que esperar a ver qué pasa.

Después de abandonar el cuerpo de policía, yo todavía conservaba una licencia de armas válida en Nueva York, y seguramente eran los ciento setenta dólares mejor empleados que gastaba cada dos años. La licencia se emitía a discreción del inspector jefe de la policía, y en teoría podría haberme denegado la solicitud de renovación, pero nadie había planteado jamás objeción alguna. Supongo que ya habría sido mucho pedir que me permitiesen, además, andar por ahí disparando el arma.

Di las gracias a Frances y me apeé del coche.

– Dile a Louis que lo siento mucho -comentó.

Telefoneé a Rachel en cuanto llegué al hotel. Contestó después de sonar el timbre cuatro veces.

– ¿Todo bien? -pregunté.

– Pues sí, todo en orden -contestó con tono inexpresivo.

– ¿Sam está bien?

– Sí. Ha dormido hasta las siete. Acabo de darle de comer. Y ahora voy a ponerla a dormir otra vez un par de horas.

La línea quedó en silencio durante unos cinco segundos.

– ¿Y a ti cómo te va? -preguntó ella.

– Hemos tenido problemas hace un rato -respondí-. Ha muerto un hombre.

De nuevo, siguió sólo un silencio.

– Y creo que hemos encontrado a Alice -añadí-, o algo de ella.

– Cuéntamelo.

De pronto se traslució hastío en su voz.

– Había restos humanos en una bañera. Huesos, básicamente. Encontré más detrás de una pared, junto con el guardapelo de Alice.

– ¿Y el hombre que murió? ¿Era el culpable?

– No lo sé con certeza. Eso parece.

Esperé la siguiente pregunta, a sabiendas de que llegaría.

– ¿Lo mataste tú?

– Sí.

Suspiró. Oí que Sam empezaba a llorar. Rachel la hizo callar.

– Tengo que colgar -dijo.

– Volveré pronto.

– Se ha acabado, ¿no? -preguntó-. Ya sabes lo que le pasó a Alice, y el hombre que la mató está muerto. ¿Qué más puedes hacer? Vuelve. Vuelve ya, ¿de acuerdo?

– Sí. Te quiero, Rachel.

– Lo sé. -Me pareció que se le empañaba la voz cuando se disponía a colgar-. Sé que me quieres.

Dormí hasta que me despertó el teléfono, pasadas las doce del mediodía. Era Walter Cole.

– Parece que has tenido una noche ajetreada -dijo.

– ¿Qué sabes?

– Algo. Puedes informarme del resto. Hay un Starbucks al lado del Daffy's. Quedamos allí dentro de treinta minutos.

Tardé cuarenta y cinco, y eso dándome prisa. Al cruzar la ciudad, pensé en lo que había hecho y en las palabras de Rachel. En cierto modo, se había acabado. Estaba convencido de que el historial dental y la prueba del ADN, empleando el ADN de Martha para comparar en caso de necesidad, confirmarían que los restos hallados en el apartamento de García eran de Alice. Así que García estaba implicado, y tal vez fuera responsable directo de su muerte. Pero eso no explicaba por qué Alice había desaparecido ni por qué Eddie Tager había pagado la fianza. Luego, teníamos a Neddo, el anticuario, y su disertación sobre los Creyentes, y al agente del FBI Philip Bosworth, que por lo visto llevaba a cabo una investigación paralela a la mía, al menos en ciertos aspectos. Por último, era consciente de mi propia inquietud, y de la sensación de que algo más se movía tras los detalles superficiales del caso, serpenteando por las cavernas ocultas del pasado.