Rachel dormía profundamente cuando la despertó su madre. Se sobresaltó e intentó decir algo, pero su madre le tapó los labios con los dedos.
– Chist -susurró Joan-. Escucha.
Rachel permaneció callada y quieta. Por un momento no oyó nada, y Juego le llegó el ruido de algo que se movía en el tejado de la casa.
– Allí arriba hay alguien -dijo Joan.
Rachel asintió, aún atenta. Era un sonido extraño. No podía describirse con exactitud como pisadas. Le pareció más bien que quienquiera que estuviese allí arriba se arrastraba por las tejas, y se arrastraba deprisa. Le recordó, desagradablemente, el movimiento de un lagarto. El ruido se repitió, pero esta vez lo acompañó el eco de una vibración en la pared detrás de su cabeza. El dormitorio abarcaba todo el ancho de la primera planta, de modo que la cama estaba adosada a la pared de la casa. Ahora una segunda presencia palpable subía por la pared vertical hacia el tejado, y también daba la impresión de que se movía a cuatro patas.
Rachel se levantó y se acercó rápidamente al armario. Lo abrió con sigilo, apartó dos cajas de zapatos y miró la pequeña caja fuerte donde estaban guardadas las armas. El mero hecho de tenerlas allí la molestaba, y había insistido en poner una combinación de cinco números para que Sam no pudiera acceder al interior de la caja, a pesar de que estaba encima del estante superior, a casi dos metros del suelo. Introdujo la clave y oyó descorrerse los cerrojos. Dentro había dos pistolas. Sacó la más pequeña, la de calibre 38. Detestaba las armas de fuego, pero, a la luz de los sucesos recientes, había accedido de mala gana a aprender a usarla. La cargó con el cargador automático; luego volvió a su cama y se arrodilló. Había en la pared una pequeña caja blanca con un botón rojo en lo alto. Lo pulsó en el preciso instante en que oyó sacudirse la ventana en la habitación contigua como si alguien intentase abrirla.
– ¡Sam! -gritó.
La alarma empezó a sonar, rasgando el silencio de las marismas a la vez que Rachel corría hacia la habitación de Sam seguida de cerca por Joan. Oyó llorar a la niña, aterrorizada por el repentino estrépito. La puerta estaba abierta, y la ventana se hallaba enfrente. Sam se retorcía en la cuna, agitando sus manitas en el aire y casi amoratada por el esfuerzo del llanto. Por un fugaz momento, Rachel creyó ver algo de color claro moverse tras el cristal, pero enseguida desapareció.
– Cógela -dijo Rachel-. Llévala al cuarto de baño y echa el cerrojo por dentro.
Joan sacó a la niña de la cuna y salió corriendo de la habitación.
Rachel se acercó despacio a la ventana. Sostenía la pistola con la mano un poco trémula, pero ya no tenía el dedo apoyado en la guarda, sino que rozaba suavemente el gatillo. Ahora estaba más cerca: tres metros, dos, uno…
Volvió a oír el ruido de algo que se arrastraba en el tejado, esta vez alejándose de la habitación de Sam hacia el extremo opuesto de la casa. Distrajo a Rachel, que lo siguió con la vista a medida que avanzaba, como si la intensidad de su mirada pudiese traspasar el techo y las tejas y permitirle ver lo que había encima.
Cuando volvió a mirar hacia la ventana, vio allí una cara, suspendida boca abajo en la oscuridad desde lo alto del cristal, el cabello oscuro colgando verticalmente por debajo de unas pálidas facciones.
Era una mujer.
Rachel disparó y el cristal se hizo añicos. Siguió disparando cuando volvieron a oírse aquellos seres en el tejado y la pared, cada vez más débilmente a medida que se alejaban. Vio que una luz azul surcaba la oscuridad, y oyó el llanto de Sam incluso por encima de la alarma. Y ella lloraba con su hija, aullando de miedo e ira, apretando aún el gatillo con el dedo una y otra vez a pesar de que el percutor sólo golpeaba los casquillos vacíos y el aire nocturno inundaba la habitación, colmado de olor a salitre y vegetación marina y podredumbre invernal.
12
Pocas personas habrían descrito a Sandy y Larry Crane como individuos felices. Incluso los excombatientes, compañeros de Larry, a quienes el tiempo pasaba factura de manera inexorable y que ahora se vanagloriaban de formar una compañía en rápida disminución de supervivientes de la segunda guerra mundial, tendían en el mejor de los casos a tolerar a Larry y su mujer cuando ocasionalmente asistían a un acto social organizado por los veteranos. Mark Hall, el otro único miembro de su pequeño grupo que seguía con vida, decía a menudo a su mujer que, después del Día D, la duda era quién iba a matar antes a Larry: los alemanes o los de su propio bando. Larry Crane era capaz de pelar una naranja en el bolsillo y de quitarle el envoltorio a un caramelo haciendo tan poco ruido que cabía pensar que sus servicios habrían sido más útiles en una unidad de operaciones especiales, sólo que Larry era un cobarde nato y, por tanto, de poco provecho para su propia unidad, y ya no digamos para un grupo de élite compuesto por curtidos soldados con la misión de actuar por detrás de las líneas enemigas en circunstancias desesperadas. Mark Hall incluso habría jurado que, durante el combate, había visto a Larry agachado detrás de hombres mejores esperando que recibieran ellos la bala antes que él.
Y eso era lo que ocurría, claro está. Larry Crane podía ser un hijo de puta de tres al cuarto, y cobarde como una gallina, pero también tenía suerte. En medio de la carnicería, la única sangre que lo manchó fue la de otros soldados. Puede que después Hall no lo reconociera ante nadie, incluso que le costara reconocerlo ante sí mismo, pero conforme avanzaba la guerra fue arrimándose cada vez más a Larry Crane con la esperanza de que se le pegase parte de su suerte. Y suponía que de algo había servido, porque él seguía con vida cuando otros habían muerto.
Pero no todo había sido buena suerte. Había pagado un precio por convertirse en la creación de Larry Crane, ligado a él por el secreto compartido de lo que habían hecho en el monasterio cisterciense de Fontfroide. Mark Hall nunca habló de eso con su mujer, por supuesto que no. Mark Hall no habló de eso con nadie excepto con Dios, y con éste sólo en el máximo secreto de confesión de su propia cabeza. Desde ese día no había vuelto a poner los pies en una iglesia; incluso había logrado convencer a su única hija de que celebrara su boda al aire libre ofreciéndole como marco el hotel más caro de Savannah. Su mujer suponía que había padecido alguna crisis de fe por sus experiencias en la guerra, y él, para que lo siguiera creyendo, alimentaba esas suposiciones con alguna que otra vaga alusión a «las cosas que vi en Europa». Pensaba que incluso había una pizca de verdad bajo el caparazón de la mentira, porque había visto cosas terribles, y también había hecho cosas terribles.
Dios santo, no eran más que niños cuando se marcharon al frente, vírgenes, y los niños vírgenes no tenían por qué llevar armas y dispararlas contra otros niños. Cuando veía a sus nietos, y lo mimados e ingenuos que eran a pesar de la pose de mundología que exhibían, no podía imaginarlos como era él a esa edad. Recordaba el trayecto en autobús al campamento Wolters, las lágrimas de su madre todavía húmedas en las mejillas, mientras el conductor ordenaba a los negros que se sentaran al fondo porque los asientos delanteros eran para los blancos a pesar de que todos iban a la misma guerra y las balas no discriminaban por raza. Los negros no protestaron, aunque vio bullir el resentimiento en un par de ellos, y apretaron los puños cuando algunos de los otros reclutas intervinieron con chistes de mal gusto mientras se dirigían a sus asientos. Sabían que no les convenía responder. Una sola palabra de ellos y la situación habría estallado, y por entonces Texas era un lugar duro. Si cualquiera de esos negros le hubiese levantado la mano a un blanco, no habrían tenido que preocuparse por los alemanes o los japoneses, porque los suyos se habrían ocupado de ellos antes de que las botas se les adaptaran a los pies, y no se le habría pedido cuentas a nadie por lo que les ocurriese.