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Más tarde supo que a algunos de esos negros, los que sabían leer y escribir, les habían propuesto que solicitaran plaza en la academia militar, porque el ejército estaba organizando una división de soldados negros, la Noventa y dos, que se conocería como División Búfalo por los soldados negros que combatieron en las guerras contra los indios.

Por entonces, Hall estaba con Larry Crane en Inglaterra, sentados ambos en un campo encharcado, espantoso, y cuando alguien les contó aquello, Crane empezó a despotricar diciendo que a los negros se les ofrecían todas las oportunidades mientras que él seguía siendo un soldado raso. La invasión era inminente, y pronto algunos de esos soldados negros llegaron también a Inglaterra, con lo cual Crane despotricó aún más. Le daba igual que sus oficiales tuvieran prohibido entrar en los cuarteles generales por la puerta delantera como los oficiales blancos, o que las tropas negras hubiesen cruzado el Atlántico sin escolta porque se les consideraba menos valiosos para el esfuerzo bélico. No, para Larry Crane eran sólo unos negros engreídos, y eso incluso después de tomar la playa de Omaha, cuando los hombres de su unidad, fumando en lo alto de las murallas de un emplazamiento alemán capturado, veían abajo a los soldados negros que, reducidos al nivel de recolectores de desechos humanos, recorrían la arena cargados con sacos y metían dentro los miembros amputados de los caídos. No, incluso entonces Larry Crane consideró oportuno quejarse, acusándolos de cobardes que no merecían tocar los restos de hombres mejores, pese a que fue el ejército quien dictaminó que no eran aptos para el combate, no entonces, no hasta que hombres como el general Davis impulsaron la integración de los soldados negros en las unidades de infantería en el invierno de 1944, y la División Búfalo empezó a abrirse paso por Italia. Hall tuvo pocos problemas con los soldados negros. No quiso compartir barracón con ellos, y desde luego no estaba dispuesto a beber de la misma cantimplora, pero le parecía que podían recibir un balazo igual que cualquiera, y mientras mantuviesen sus armas apuntadas en la dirección correcta, no tenía inconveniente en vestir el mismo uniforme que ellos. En comparación con Larry Crane, esta actitud convertía a Mark Hall en un bastión del liberalismo; pero Hall se conocía lo bastante a sí mismo para admitir que, como nunca había hecho un gran esfuerzo para contradecir a Crane u obligarlo a cerrar el pico, también él era culpable. Hall intentó por todos los medios distanciarse de Larry Crane, pero vio cada vez más claro que Larry era un superviviente, y un precario lazo se forjó entre los dos hombres hasta que tuvieron lugar los sucesos de Fontfroide y el lazo se fortaleció, se convirtió en un secreto inconfesable.

Y por eso Mark Hall mantuvo una aparente amistad con Larry Crane, tomando una copa con él cuando no quedaba más remedio, o incluso invitándolo a aquella ruinosa boda, a pesar de que su mujer le había dejado bien claro que no quería que Larry ni la desastrada de su mujer echaran a perder con su presencia un día tan especial para su hija, y se pasó una semana con cara larga cuando Hall le recordó que la puta boda la pagaba él, y que si ella tenía algún problema con sus amigos, tal vez debería haber ingresado más dinero en su cuenta del banco para pagar ella todos los gastos de la boda. Sí, y tanto que se lo había dicho. Era todo un hombre, un gran hombre, ofendiendo a su esposa para encubrir su propia vergüenza y culpabilidad.

Hall suponía que además sentía algo de afecto por Larry Crane: al fin y al cabo, los dos habían estado allí juntos, y los dos eran cómplices de lo ocurrido. Él había permitido que Larry vendiese una porción de lo que habían encontrado, y luego había aceptado, agradecido, su parte del dinero. Con eso había podido aportar capital en un concesionario de automóviles de segunda mano y, a partir de esa inversión inicial, convertirse en el rey del automóvil del nordeste de Georgia. Así lo presentaban los anuncios en la prensa y la televisión: era el Rey del Automóvil, el Número Uno en Precios. No hay quien supere al Rey del Automóvil. Nadie puede arrebatarle la corona por lo que se refiere a la relación calidad/precio.

Era un imperio levantado a base de una buena gestión, pocos gastos generales y un poco de sangre. Sólo un poco. En comparación con toda la sangre derramada durante la guerra, era apenas una mancha. Larry y él nunca hablaron de lo sucedido después de ese día, y Hall esperaba no tener que volver a hablar de ello hasta el día de su muerte.

Y al final, curiosamente, eso fue más o menos lo que ocurrió.

Sentada en un taburete junto a la ventana de la cocina, Sandy Crane observaba a su marido forcejear con una manguera de jardín como si fuera Tarzán intentando someter a una serpiente. Con gesto aburrido, dio una calada a su cigarrillo mentolado y tiró la ceniza en el fregadero. A su marido lo sacaba de quicio que hiciera eso. Según él, el fregadero olía después a caramelos de menta rancios. Sandy pensaba que el fregadero apestaba de todos modos, y un poco de ceniza no iba a empeorar las cosas. Si él no pudiera quejarse por el olor del tabaco, sin duda encontraría otra cosa. Al menos Sandy obtenía cierto placer fumando, lo que suponía una gran ayuda para aguantar las gilipolleces de su marido, y además el tabaco barato que Larry compraba a cartones tampoco olía mucho mejor.

En ese momento Larry estaba en cuclillas, intentando desenredar la manguera sin conseguirlo. La culpa era de él. Ella ya le había dicho muchas veces que si la enrollase debidamente en lugar de dejarla tirada en el garaje de cualquier manera, hecha un asco, no tendría esos problemas, pero Larry no aceptaba consejos de nadie, y menos de su mujer. En cierto modo, Larry se pasaba la vida en un continuo esfuerzo por salir de los líos en que se metía él solo, y ella se pasaba la vida recordándole que ya se lo había dicho.

Y hablando de asco, se le veía claramente la raja del culo por encima de la cintura del pantalón. Sandy ya no soportaba verlo desnudo. Le daba grima ver cómo le colgaba todo: las nalgas, el vientre, el pequeño órgano arrugado, ahora casi sin pelo, igual que la cabeza, llena de arrugas. Tampoco ella era una perita en dulce, pero tenía menos años que su marido y sabía sacarse partido y esconder sus defectos. Más de un hombre había descubierto, cuando ya era demasiado tarde, lo ridícula que era Sandy Crane cuando se quitaba la ropa, pero se la había tirado de todos modos. Una mujer con menos aplomo no habría sabido a quién despreciar más, si a los hombres o a sí misma. Sandy Crane no le daba a eso muchas vueltas, y, como en los demás aspectos de su vida, optaba por despreciar a todos por igual, a todos menos a sí misma.

Cuando conoció a Larry, él ya había cumplido los cincuenta, y ella tenía veinte años menos. Ni siquiera entonces estaba de muy buen ver, pero disfrutaba de una posición económica holgada. Era dueño de un bar restaurante en Atlanta, que vendió cuando los «maricones» empezaron a invadir la zona. Así era su Larry: más tonto que un autobús lleno de oligofrénicos mudos, tan cargado de prejuicios que no supo ver que los homosexuales que se trasladaban al barrio tenían mucha más clase y más dinero que su anterior clientela. Vendió el negocio por una cuarta parte de lo que debía de valer ahora, y rabiaba desde entonces. Si de algo le sirvió la lección, fue para enconar más que nunca su fanatismo homófobo y racista, lo cual era mucho decir, ya que Larry Crane estaba a un paso de clavar cruces ardiendo en los jardines.

A veces Sandy se preguntaba por qué seguía con Larry, pero enseguida tomaba conciencia de que los fugaces momentos en habitaciones de motel o en los dormitorios de otras mujeres difícilmente se traducirían en relaciones duraderas con una sólida base económica. Al menos con Larry tenía una casa, y un coche, y una forma de vida razonablemente cómoda. Él le exigía poco, y cada vez menos ahora que había perdido por completo el deseo sexual. Además estaba tan reconcentrado en su rabia contra el mundo que era sólo cuestión de tiempo que tuviese una embolia o un infarto. Incluso cabía la posibilidad de que esa manguera le hiciera un favor a Sandy si aprendía a tener la boca cerrada el tiempo suficiente.