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– Es posible -dijo, y, por unos momentos, Crane permitió que el odio que sentía por sí mismo, escondido durante tanto tiempo bajo su odio a los demás, aflorase a la superficie-. Nunca he tenido tu inteligencia, eso está claro. Contraje un mal matrimonio y tomé decisiones equivocadas en los negocios. No tengo hijos, y quizá mejor así. También a ellos los habría jodido. Supongo, visto lo visto, que tengo lo que me merezco, y más aún. -Soltó el brazo al Rey-. Pero esos hombres van a hacerme daño, Rey. Por poco que puedan se quedarán con mi casa. Joder, es lo único que me queda de valor, pero además me harán daño, y no puedo sobrellevar esa clase de dolor. Sólo te pido que le eches un vistazo a eso que tienes para ver si coincide. Podría ser que llegáramos a un acuerdo con la gente que lo busca. Basta con una llamada. Podemos hacerlo de manera discreta, y nadie se enterará. Por favor, Rey. Hazlo por mí, y no volverás a verme en la vida. Sé que no te gusta mi presencia, y en cuanto a tu mujer, aunque me viera arder en el fuego del infierno, no malgastaría ni una gota de sudor en refrescarme, pero eso me trae sin cuidado. Únicamente quiero ver qué dice el tipo ese, y sólo será posible si sé que tenemos lo que busca. Yo he traído mi parte.

Sacó un sobre marrón manchado de grasa de una bolsa de supermercado que había dejado en el asiento trasero. Contenía una pequeña caja de plata muy antigua y muy deteriorada.

– Hasta ahora nunca le había dado mucha importancia -explicó.

Sólo de verla allí, en el camino de acceso de su propia casa, el Rey sintió escalofríos. Ya en su día no supo siquiera por qué se la llevaban, salvo que, en cuanto posó los ojos en ella, una voz en su interior le dijo que era rara, quizás incluso valiosa. Le complacía pensar que se habría dado cuenta de eso aun cuando aquellos hombres no hubiesen muerto por conservarla.

Pero eso fue después, cuando aún sentía la sangre caliente, la suya y la de los demás.

– No sé qué decirte -contestó el Rey.

– Ve a buscarla -susurró Larry-. Juntémoslos, y lo veremos.

El Rey, inmóvil, guardó silencio. Contempló su bonita casa, su césped bien cuidado, la ventana del dormitorio que compartía con su mujer. «Si pudiese deshacer un solo hecho de mi vida», pensó, «si pudiera retirar una sola acción, sería ésa. Todo lo que ha venido después, toda la felicidad y alegría, se ha visto empañado por eso. Ya que a pesar de todo el placer que he conocido en la vida, a pesar de la fortuna que he amasado y el prestigio que he adquirido, no he tenido un solo día de paz.»

El Rey abrió la puerta del coche y se encaminó lentamente hacia su casa.

El soldado raso Larry Craney el cabo Mark E. Hall estaban en un verdadero apuro.

Su sección había salido de patrulla por el Languedoc -parte de un esfuerzo conjunto con británicos y canadienses para asegurarse el sudoeste y expulsar a grupos aislados de alemanes mientras el grueso del ejército de Estados

Unidos continuaba su avance hacia el este- y había caído en una emboscada en las afueras de Narbona: alemanes con uniformes de camuflaje marrones y verdes, con el refuerzo de un semioruga provisto de una ametralladora pesada. Los uniformes habían confundido a los americanos. Debido a la escasez de equipo, algunas unidades usaban todavía un uniforme de camuflaje experimental de dos piezas, el M1942, que parecía la vestimenta de rutina de las Wqffen SS en Normandía. Anteriormente Hall y Crane ya se habían visto envueltos en un incidente durante la campaña, cuando su unidad abrió fuego contra cuatro fusileros de la Segunda División Armada de la Cuarenta y uno, que habían quedado aislados durante los enconados combates con la Segunda División Panzer de las SS cerca de Saint-Denis-le-Gast. Dos fusileros fueron abatidos sin tener ocasión de identificarse, y uno de ellos murió a causa de las heridas. Fue el propio teniente Henry quien disparó la bala mortal, y a veces Mark Hall se preguntaba si fue ésa la razón de que permitiese a sus hombres salir de la oscuridad un vital momento antes de ordenarles que abriesen fuego. Entonces ya era demasiado tarde. Hall nunca había visto moverse efectivos alemanes con semejante velocidad y precisión. Estaban frente a los americanos y de pronto se dispersaran a ambos lados de la carretera, rodeando a sus enemigos con rapidez y calma antes de aniquilarlos. Los dos soldados se escondieron en una zanja al iniciarse el fuego en torno a ellos y convertirse los árboles y los arbustos en astillas que surcaban el aire como flechas y se les incrustaban en la piel y la ropa.

– Alemanes -dijo Crane, de manera un tanto innecesaria, con la cara hundida en la tierra-. Se suponía que aquí no quedaban alemanes. ¿Qué demonios hacen en Narbona?

«Matarnos», pensó Hall, «eso hacen.» Pero Crane tenía razón: los alemanes se habían batido en retirada en la región, y sin embargo era evidente que aquellos soldados avanzaban. A Hall le sangraba el rostro y el cuero cabelludo, y alrededor continuaba el fuego de los fusiles. Sus compañeros sucumbían. Sólo quedaban unos cuantos vivos, y Hall veía cómo los soldados alemanes estrechaban el cerco en torno a los supervivientes para eliminarlos, mientras los destellos de luz de dos linternas se evidenciaban, pues ya no había necesidad de ocultarse. Hall vio que el semioruga era americano, un M15 capturado, con una única ametralladora de treinta y siete milímetros. Esos hombres no eran alemanes corrientes. Tenían un objetivo.

Oyó gimotear a Crane. Lo tenía tan cerca, encogido a su lado con la esperanza de resguardarse tras su cuerpo, que le olía el aliento. Hall sabía lo que hacía, y empujó bruscamente al soldado de menor edad.

– Apártate de mí -ordenó.