Выбрать главу

– Tenemos que seguir juntos -suplicó Crane.

Las detonaciones ya eran menos frecuentes, y las que oían eran ráfagas sueltas de armas alemanas. Hall supo que estaban rematando a los heridos.

Empezó a arrastrarse entre la maleza. Al cabo de unos segundos, Crane lo siguió.

A muchos kilómetros de distancia y muchos años después de los acontecimientos de aquel día, Larry Crane, sentado en el Volvo con aire acondicionado, frotó con los dedos la cruz labrada en la caja. Intentó rememorar cómo era el papel que antes contenía. Recordaba haber echado un vistazo al texto, pero le resultó ilegible y lo despreció pensando que carecía de valor. Aunque no lo sabía, estaba en latín, y las palabras en sí eran intrascendentes. La verdadera esencia residía en otra parte, en unas diminutas letras y cifras meticulosamente consignadas en el ángulo superior derecho del trozo de vitela, pero tanto al Rey como a Larry Crane les había llamado la atención la ilustración en la hoja. Parecía un boceto de algo, una estatua quizá, pero ninguno de los dos había entendido nunca qué motivo llevaría a alguien a realizar una estatua como aquélla, empleando lo que parecían trozos de hueso y piel seca extraídos de humanos y animales.

Pero alguien lo quería, y si Larry Crane no se equivocaba, esa persona estaba dispuesta a pagar generosamente por ese capricho.

Los dos soldados vagaban sin rumbo, intentando desesperadamente refugiarse de aquel frío extraño, e impropio de la estación, que había empezado a arreciar de repente, y esconderse de los alemanes que, cabía suponer, en esos momentos peinaban la zona en busca de supervivientes para cerciorarse de que nadie comunicaba su presencia a instancias superiores. Eso no era un ataque a la desesperada, un vano intento de los alemanes por obligar a retroceder la marea aliada como un rey Canuto teutónico. Los hombres de las SS debían de haberse lanzado en paracaídas y capturado quizás el semioruga sobre la marcha; y la sospecha de Hall de que tenían misteriosas intenciones quedó reforzada por lo que vio cuando Crane y él se retiraban: hombres de paisano que salían de sus escondites, seguían al semioruga y aparentemente dirigían los esfuerzos de los soldados. Hall no le veía el menor sentido a todo aquello. Sólo acariciaba la esperanza de que el camino que Crane y él habían tomado los llevase lo más lejos posible del objetivo de los alemanes.

Avanzaron hacia un terreno más elevado, y por fin se encontraron en lo que parecía una zona despoblada de los montes Corbière. No había casas ni ganado. Hall supuso que cualquier animal que en otro tiempo hubiese pastado allí había sido sacrificado para dar de comer a los nazis.

Empezó a llover. Hall sentía la humedad en los pies. Los altos mandos habían considerado que las nuevas botas de combate con hebillas recién repartidas entre los soldados bastarían para el invierno si se las trataba con grasa, pero ahora Hall tenía la prueba concluyente, si hacían falta más pruebas, de que no servían siquiera a principios del otoño. Las botas no repelían el agua ni conservaban el calor, y mientras los dos hombres se abrían paso penosamente entre la hierba fría y mojada, a Hall comenzaron a dolerle tanto los dedos de los pies que se le saltaban las lágrimas. Para colmo, debido a los problemas en la cadena de suministros, Crane y él llevaban sólo pantalones de lana y guerreras. Entre los dos tenían cuatro granadas de fragmentación, el M1 de Crane (con un cargador suplementario de «uso inmediato» en su macuto cruzado, por razones que Hall no acababa de entender, ya que Crane sólo había conseguido disparar un par de tiros durante la emboscada), y el fusil automático Browning de Hall. Le quedaban nueve cargadores de 13x20 balas, incluido el que llevaba en el arma, y Crane, como su ayudante designado, cargaba otros dos cinturones, o sea, que en total contaban con veinticinco cargadores. Disponían también de cuatro raciones K, dos de jamón dulce y salchicha para cada uno. No estaba mal, pero tampoco bien, no si los alemanes encontraban su rastro.

– ¿Tienes idea de dónde estamos? -preguntó Crane.

– No -respondió Hall.

Entre todos los hombres con quien podía acabar después de una matanza, tenía que tocarle precisamente Larry Crane. Ese tipo era inmortal. Con todas las astillas que se le habían clavado, Hall se sentía como un alfiletero, y Crane, en cambio, no tenía un solo rasguño en el cuerpo. Aun así, era verdad lo que decían: alguien cuidaba de Crane, y permaneciendo cerca de él, Hall se había beneficiado también de parte de esa protección. Era una razón para estarle agradecido, supuso. Al menos aún vivía.

– Hace frío -se quejó Crane-. Y llueve.