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– ¿Crees que no me he dado cuenta?

– ¿Es que vas a seguir andando hasta caer rendido?

– Voy a seguir andando hasta…

Se interrumpió. Estaban en lo alto de un pequeño otero. A la derecha, unos peñascos blancos resplandecían a la luz de la luna. Más allá se perfilaba un complejo de edificios contra el cielo nocturno. Hall distinguió lo que parecía un par de campanarios y grandes ventanas oscuras en las paredes.

– ¿Qué es?

– Una iglesia, quizás un monasterio. -¿Crees que allí hay monjes? -No si tienen dos dedos de frente. Crane se acuclilló, apoyándose en el fusil. -¿Qué piensas?

– Bajamos, echamos un vistazo y subimos otra vez. Tiró de Crane, manchándole el uniforme de sangre. Sintió punzadas de dolor en la mano al hundírsele más aún las astillas en la carne. -Eh, me has pringado de sangre -protestó Crane. -Sí, lo siento -dijo Hall-. No sabes cuánto lo siento.

Sandy Crane hablaba con su hermana por teléfono. El marido de su hermana le gustaba. Era un hombre atractivo. Vestía con elegancia y olía bien. Además tenía dinero, y lo daba a manos llenas para que su mujer pudiera lucirse en el club de golf, o en las cenas de beneficencia a las que por lo visto asistían semana sí semana no y de las que su hermana nunca se cansaba de hablarle. Bien, pues ahora iba a enterarse, en cuanto Larry le echara el guante a ese dinero. Apenas habían transcurrido ocho horas desde que abrió la carta, pero Sandy ya se había gastado diez veces la cantidad que les había caído del cielo.

– Sí -dijo-. Parece que Larry va a embolsarse un poco de dinero. Una de sus inversiones ha dado beneficios, y ahora estamos esperando el cheque. -Guardó silencio por un momento para escuchar la falsa enhorabuena de su hermana-. Ya. Pues quizá vayamos con vosotros al club alguna vez, y ya puestos, si nos avaláis, igual presentamos la solicitud para asociarnos.

Sandy no se imaginaba a su hermana proponiendo a los Crane como socios de aquel club de pijos por miedo a que a ella misma la echaran con cajas destempladas, pero le divertía provocarla. Sólo esperaba que, por una vez, Larry no encontrara la manera de pifiarla.

Hall y Crane se encontraban a un tiro de piedra de la tapia exterior cuando vieron unas sombras proyectadas por luces en movimiento. -¡Al suelo! -susurró Hall.

Los dos soldados se arrimaron a la tapia y aguzaron el oído. Oyeron voces. -Franceses -dijo Crane-. Hablan en francés.

Se aventuró a asomarse por encima de la tapia y luego se agachó junto a Hall.

– Son tres hombres -informó-. Sin armas, por lo que he visto.

Los hombres se dirigían hacia la izquierda de los soldados. Hall y Crane los siguieron por detrás de la tapia hasta llegar a la entrada de la capilla principal, donde la única puerta estaba abierta. Por encima, tenía un tímpano con tres bajorrelieves tallados, incluida una magnífica representación de la crucifixión en el centro, pero la fachada la dominaban el vitral de un óculo y dos ventanas, la referencia tradicional a la Santísima Trinidad. Aunque ellos no podían saberlo, la puerta que tenían ante sus ojos rara vez se abría. En el pasado, aquel cerrojo sólo se había descorrido para acoger los restos de los vizcondes de Navarra u otros benefactores de la abadía que serían enterrados en Fontfroide.

Del interior de la capilla llegaban ruidos. Hall y Crane oyeron movimiento de piedras y gruñidos de hombres por el esfuerzo. Una figura atravesó las sombras a su derecha, atenta a la carretera que conducía al monasterio. Daba la espalda a los dos soldados. Con sigilo, Hall se acercó a la vez que desenfundaba la bayoneta. Cuando se encontró lo bastante cerca, le tapó al hombre la boca con la mano y le hincó la punta del cuchillo en el cuello.

– No te muevas, no hagas ruido -dijo-. Comprenez?

El hombre asintió. Hall vio un hábito blanco bajo su raído abrigo.

– ¿Eres monje? -susurró.

El hombre asintió de nuevo.

– ¿Cuántos hay dentro? Dilo con los dedos.

El monje levantó tres dedos.

– ¿También son monjes?

Asintió.

– Bien. Vamos a entrar, tú y yo.

Crane se reunió con él.

– Monjes -informó Hall. Vio que Crane lanzaba un hondo suspiro de alivio, él mismo sintió algo de ese alivio-. Pero no vamos a correr riesgos. Tú cúbreme.