Obligó al monje a bajar los cuatro peldaños de piedra hasta la puerta de la iglesia. Al acercarse, vieron dentro el parpadeo de las luces. Hall se detuvo en la entrada y miró.
El suelo de piedra estaba cubierto de oro: cálices, monedas, incluso dagas y espadas con rutilantes piedras preciosas en las empuñaduras y las vainas. Como había dicho el monje, tres hombres se afanaban en el frío espacio interior, mientras su aliento se elevaba en grandes vaharadas, sus cuerpos sudorosos envueltos en vapor. Dos de ellos, desnudos de cintura para arriba, ejercían presión en sendas palancas insertadas en un resquicio entre el suelo y la piedra. El tercero, mayor que los otros, permanecía a un lado, apremiándolos. Calzaba unas sandalias, casi ocultas bajo el hábito. Llamó a alguien por su nombre y, al no recibir respuesta, se dirigió hacia la puerta.
Hall entró en la capilla. Soltó al monje y lo obligó a avanzar de un ligero empujón. Crane apareció junto a él.
– Tranquilos -dijo-. Somos americanos.
La expresión en el rostro del viejo monje no reflejó la menor tranquilidad, y Hall se dio cuenta de que le preocupaban tanto los aliados como cualquier otra amenaza potencial.
– No -repuso-, ustedes no deberían estar aquí. Tienen que irse. ¡Váyanse!
Hablaba en inglés casi sin el menor acento. Detrás de él, los otros dos monjes, que por un momento habían dejado de intentar desplazar la piedra, redoblaron sus esfuerzos.
– Me temo que no va a ser así -contestó Hall-. Estamos en un aprieto. Alemanes. Hemos perdido a muchos hombres.
– ¿Alemanes? -repitió el monje-. ¿Dónde?
– Cerca de Narbona -informó Hall-. Las SS.
– Entonces pronto llegarán aquí -dijo el monje.
Se volvió hacia el vigilante y le ordenó que ocupase otra vez su puesto. Crane hizo ademán de detenerlo, pero Hall lo contuvo y el monje pasó.
– ¿Quieren decirnos qué hacen? -preguntó Hall.
– Es mejor que no lo sepan. Déjennos, por favor.
Los otros dos monjes lanzaron exclamaciones de rabia y decepción, y la enorme piedra cayó de nuevo en su hueco. Uno de ellos se postró de rodillas en un gesto de frustración.
– ¿Se proponen esconder eso?
Un silencio precedió a la respuesta.
– Sí -dijo el monje, y Hall supo que no decía toda la verdad. Se preguntó qué clase de monje mentiría en una iglesia, y supuso que sólo un monje desesperado.
– No conseguirá mover esa piedra con sólo dos hombres -advirtió Hall-. Podemos ayudarles. ¿De acuerdo?
Miró a Crane, pero el soldado raso tenía la vista fija en el tesoro que había en el suelo. Hall dio una fuerte palmada a Crane en el brazo.
– He dicho que podemos ayudar a estos monjes. ¿Tienes inconveniente?
Crane negó con la cabeza.
– No, claro que no.
Se quitó la guerrera, dejó el arma en el suelo, y Hall y él se unieron a los hombres junto a la piedra. De cerca, Hall vio que estaban tonsurados. Miraron a su superior, aguardando la respuesta de éste al ofrecimiento de los americanos.
– Bien -dijo por fin el monje de mayor edad-. Vite.
Con el esfuerzo conjunto de cuatro hombres en lugar de dos, la piedra comenzó a ascender más fácilmente, pero pesaba muchísimo. Se resbaló dos veces en el hueco donde se alojaba, hasta que al final, haciendo uso de todas sus fuerzas, lograron levantarla lo suficiente para depositarla en el suelo. Hall, con las manos apoyadas en las rodillas, observó el agujero que habían abierto.
Dentro, en la tierra, vio una caja hexagonal de plata de unos quince centímetros de perímetro, sellada con lacre. Era sencilla, sin más adorno que una austera cruz labrada en la tapa. El viejo monje se arrodilló y alargó el brazo con cuidado para sacarla. Cuando ya la tenía fuera, el centinela de la puerta dio la voz de alarma.
– Mierda -dijo Hall-. Problemas.
El viejo monje empujaba ya los objetos de oro al interior del agujero e instaba a sus compañeros a colocar la piedra otra vez lo mejor que pudiesen, pero éstos, extenuados, avanzaban despacio.