Hall comenzó a retroceder en la oscuridad, adentrándose en el bosque, hasta que se halló frente al semioruga. La puerta del acompañante estaba abierta y había un soldado sentado al volante, observando lo que ocurría en el patio. Hall desenvainó la bayoneta y, a rastras, llegó al borde mismo del camino de tierra. Tras asegurarse de que los otros soldados no lo veían, cruzó el camino con sigilo y, agachado, se encaramó a la cabina del semioruga. El alemán percibió su presencia en el último instante, porque se volvió, dispuesto aparentemente a dar la voz de alarma, pero Hall, con un rápido movimiento, le plantó una mano bajo el mentón, obligándolo a cerrar la boca, y con la otra mano le hundió la hoja por debajo del esternón y le perforó el corazón. El alemán se estremeció contra la bayoneta y al cabo de un momento quedó quieto. Hall lo inmovilizó en el asiento traspasándolo por completo con la hoja y clavándolo al respaldo antes de abandonar la cabina y entrar en la parte trasera del semioruga. Veía con claridad casi todo el patio y a los soldados situados a la derecha de la escalinata, pero al menos tres quedaban ocultos por la pared de la izquierda. Miro a la derecha y vio a Crane, que lo observaba desde unos arbustos. «Por una vez, sólo por una vez, haz las cosas bien, Larry», pensó. Con una seña, indicó a Crane que circundase el vehículo por detrás y avanzase entre los árboles para poder eliminar a los alemanes que quedaban ocultos a Hall.
Crane tardó un momento en asentir y ponerse en marcha.
Larry Crane intentaba encender un cigarrillo, pero habían retirado el maldito encendedor del Volvo para disuadir a los fumadores de echar a perder el falso olor a coche nuevo con el humo del tabaco. Volvió a rebuscarse en los bolsillos, pero no encontró su mechero. Con las prisas por plantearle a su viejo amigo el Rey del Automóvil la perspectiva de un dinero fácil, seguramente se lo había dejado en casa. Al pararse a pensar, notó que el cigarrillo apagado que tenía en la boca sabía un poco a moho, lo que lo llevó a sospechar que se había olvidado tanto el tabaco como el mechero y que lo que colgaba en ese momento entre sus labios era una reliquia de un paquete antiguo que por alguna razón le había pasado inadvertido. Había cogido la primera chaqueta que había encontrado, y era una que se ponía poco. Para empezar, tenía coderas de cuero, lo que le daba aspecto de profesor judío de Nueva York, y las mangas demasiado largas. Con esa chaqueta se sentía más viejo y más pequeño de lo que era, y no tenía ninguna necesidad de eso. Sí tenía necesidad, en cambio, de un buen latigazo de nicotina, y se habría jugado algo a que el Rey no había echado el cerrojo a la puerta de su casa al entrar. Larry supuso que encontraría cerillas en la cocina. En el peor de los casos podía encender el cigarrillo directamente en un quemador. No sería la primera vez, aunque lo intentó una vez que había tomado un par de copas de más y casi se chamuscó las cejas. La derecha aún le crecía de manera un tanto irregular como consecuencia de aquel incidente.
El jodido Rey del Automóvil en su bonita casa, con la gorda de su mujer, los listillos de los hijos, y esa quejica de hija a la que no le vendrían mal unos kilos más y un hombre de verdad que la metiera en cintura. El Rey no necesitaba más dinero, y ahora dejaba a su viejo compañero de armas retorcerse en el anzuelo mientras él se pensaba si picar o no. Pues picaría, le gustara o no. Larry Crane no estaba dispuesto a dejarse romper los dedos sólo porque el Rey del Automóvil se andaba con escrúpulos de conciencia. Por Dios, el muy cabrón ni siquiera tendría un negocio de no haber sido por Larry. Habrían salido de aquel monasterio tan pobres como cuando llegaron, y ya viejo, Hall estaría recortando vales de descuento y gorreando centavos en lugar de ser un respetado pilar del comercio en Georgia, viviendo en una maldita mansión de un barrio elegante. «¿Crees que seguirían respetándote si supieran cómo te hiciste con el dinero para comprar el primer concesionario?», pensó. «Puedes estar seguro de que no. Os colgarían a secar a ti y al mal bicho de tu mujer y a tu lamentable prole.
Larry se estaba cargando de razón. Dejó fluir la vieja sangre por primera vez en mucho tiempo, y le sentó bien. No iba a aguantarle gilipolleces al Rey del Automóvil, esta vez no, nunca más.
Con el cigarrillo húmedo de saliva venenosa, Larry Crane entró con paso enérgico en la casa del Rey en busca de fuego.
El oficial salió de la iglesia flanqueado por los hombres de paisano. Uno de ellos sostenía la caja de plata en las manos mientras los otros habían cargado el oro en un par de sacos. Detrás apareció uno de los monjes a quienes Hall y Crane habían ayudado a mover la piedra, con los brazos a la espalda, inmovilizado por dos SS. Lo condujeron por la fuerza hasta la pared, donde estaban el abad y el centinela. Tres monjes. Eso significaba que uno ya había muerto, y al parecer los otros no tardarían en seguir sus pasos. El abad inició un último ruego, pero el oficial le volvió la espalda y ordenó a tres soldados que formasen un pelotón de fusilamiento improvisado.