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Hall se colocó detrás de la treinta y siete milímetros y vio que Crane ocupaba por fin su posición. Contó doce alemanes en la mira. Siendo así, y si no surgían complicaciones, Crane tendría que ocuparse sólo de unos pocos. Hall respiró hondo, apoyó las manos en la enorme ametralladora y apretó el gatillo.

En el silencio de la noche, el repentino ruido fue ensordecedor y el arma lo sacudió con su potencia mientras disparaba. Una obra de mampostería de siglos de antigüedad se fragmentó al penetrar las balas en el monasterio, dejando agujeros en la fachada de la iglesia y haciendo añicos parte del dintel de la puerta, aunque, cuando perforaron la pared, ya habían traspasado a media docena de soldados alemanes, destrozándolos como si fueran de papel. Alcanzó a ver los fogonazos del arma de Crane, pero no oyó las detonaciones. Le zumbaban los oídos y marionetas oscuras de uniforme danzaban ante sus ojos al son de la música que él creaba. Vio cómo desaparecía parte de la cabeza del oficial y cómo se agitaba contra la pared uno de los civiles, ya muerto pero sacudiéndose aún a cada balazo. Barrió el patio y la escalinata hasta tener la certeza de que cuantos aparecían en la mira estaban muertos, y entonces dejó de disparar. Empapado de sudor y lluvia, le flaqueaban las piernas.

Bajó al mismo tiempo que Crane salía de entre los arbustos, y los dos soldados contemplaron su obra. El patio y la escalinata se habían teñido de rojo, y restos de tejido y hueso parecían brotar de las grietas como flores nocturnas. Uno de los monjes yacía muerto junto a la pared, alcanzado tal vez de rebote por una bala, supuso Hall, o por una ráfaga de un alemán moribundo. Los sacos con los ornamentos de la iglesia habían caído al suelo, y parte de su contenido se había desparramado alrededor. Cerca se hallaba la caja de plata. Ante la mirada de Hall, el monje de mayor edad alargó el brazo para cogerla. El otro monje, el centinela, ya intentaba guardar el oro en los sacos. Ninguno de los dos medió palabra con los americanos.

– Eh -dijo Crane.

Hall lo miró.

– Ese oro es nuestro -afirmó Crane

– ¿Cómo que suyo?

Crane señaló los sacos con el cañón de su arma.

– Les hemos salvado la vida, ¿no? Merecemos una recompensa. -Apuntó al monje con el arma-. Déjelo -ordenó Crane.

El monje no se detuvo siquiera.

– Arrêt! -dijo Crane, y por si acaso añadió-: Arrêt! Français, oui? Arrêt!

Para entonces el monje había vuelto a llenar los sacos y sostenía uno con cada mano, dispuesto a llevárselos. Crane disparó una ráfaga ante él. El monje se detuvo, aguardó un par de segundos y luego continuó su camino.

Los siguientes disparos lo alcanzaron en la espalda. Se tambaleó, se le cayeron los sacos al suelo y buscó apoyo en la pared de la iglesia. Así permaneció por un momento, sosteniéndose, hasta que las rodillas le flojearon y se desplomó, desmadejado, junto a la puerta.

– ¿Qué demonios haces? -dijo Hall-. ¡Lo has matado! Has matado a un monje.

– Eso es nuestro -repuso Crane-. Es nuestro futuro. No he sobrevivido tanto tiempo para irme a casa pobre, y no creo que tú quieras volver a trabajar en una granja.

El viejo monje miraba con rostro inexpresivo el cuerpo caído al lado de la puerta.

– Ya sabes lo que tienes que hacer -dijo Crane.

– Podemos marcharnos -respondió Hall.

– No. ¿Te crees que no contará lo que hemos hecho? Nos recordará. Nos fusilarán por saqueadores, por asesinos.