– ¿Sabes adónde vamos? -preguntó Ángel.
– Sí, creo que sí.
– Estupendo. Me horroriza mirar mapas.
Tendió la mano hacia el dial de la radio.
– No toques el dial, tío. Te lo advierto.
– Esto es un tostón.
– Déjalo.
Ángel lanzó un suspiro. Salieron de la penumbra del garaje a la oscuridad más profunda del exterior. El cielo estaba salpicado de estrellas, y una fresca brisa del desierto penetró por las entradas de aire del salpicadero.
– Es hermoso -se admiró Ángel.
– Supongo.
El hombre más bajo contempló la vista unos segundos más y al final dijo:
– ¿Crees que podríamos parar a comprar unos bollos?
Era tarde, y yo estaba otra vez en Cortlandt Alley, con el regusto de la comida tailandesa aún en la boca. Oí risas en Lafayette de la gente que fumaba y coqueteaba frente a uno de los bares. El escaparate de Ancient & Classic Inc. estaba iluminado, y dentro unos hombres colocaban con cuidado una nueva remesa de muebles y adornos. Un cartel advertía de un socavón en la acera, y tuve la impresión de que casi se oía el eco de mis pasos a través de los sucesivos estratos bajo mis pies.
Me encaminé hacia la puerta de Neddo. Esta vez no se molestó en poner la cadena cuando le dije quién era. Me llevó al mismo despacho de la trastienda y me ofreció un té.
– Me lo dan los de la tienda de la esquina. Es muy bueno.
Lo observé mientras lo servía en dos tazas de porcelana que parecían de una casa de muñecas. Cuando cogí una, vi que era muy antigua, con una maraña de resquebrajaduras finas y marrones como pelos en el interior. El té era fuerte y fragante.
– Lo he leído todo sobre la muerte de ese hombre en los periódicos -comentó Neddo-. No se menciona su nombre, por lo que he visto.
– Tal vez les preocupe mi seguridad.
– Más de lo que le preocupa a usted, eso es obvio. Cabría pensar que siente usted un impulso suicida, señor Parker.
– Me alegra decir que no se ha realizado.
– De momento. Espero que no lo hayan seguido hasta aquí. No siento el menor deseo de unir mi expectativa de vida a la suya.
Había tomado precauciones, y así se lo dije.
– Hábleme de la Santa Muerte, señor Neddo.
Neddo se mostró perplejo por un momento, pero la expresión de desconcierto se disipó enseguida.
– Ah, el mexicano que murió. Esto tiene que ver con él, ¿no? -preguntó Neddo.
– Responda primero, luego ya veré qué puedo darle yo a cambio.
Neddo movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
– Es un icono mexicano -contestó-. La Santa Muerte: el ángel de los marginados, de los forajidos. Incluso los delincuentes y las malas personas necesitan sus santos. La veneran el primer día de cada mes, a veces en público, más normalmente en secreto. Las viejas le rezan para que libre a sus hijos y sobrinos de la delincuencia, en tanto que esos mismos hijos y sobrinos le rezan para obtener buenos botines, o para que los ayude a matar a sus enemigos. La Muerte es el mayor y último poder, señor Parker. Según como caiga su guadaña, puede proteger o destruir. Puede ser cómplice o asesina. A través de esta Santa, la Muerte cobra forma. Es una invención de los hombres, no de Dios.
Neddo se levantó y desapareció en el caos de su tienda. Regresó con un cráneo sobre un basto bloque de madera, envuelto en gasa azul decorada con imágenes del sol. El cráneo estaba pintado de negro excepto los dientes, que eran dorados. Tenía unos pendientes baratos atornillados al hueso, y lo ungía una tosca corona de alambre pintado.
– Ésta es la Santa Muerte -dijo Neddo-. Suele representársela como un esqueleto o un cráneo decorado, a menudo rodeado de ofrendas o velas. Le gusta el sexo, pero como no tiene carne, aprueba los deseos de los demás, y vive a través de ellos. Viste ropa estridente, y luce anillos en los dedos. Le gusta el whisky a palo seco, el tabaco y el chocolate. En lugar de cantarle himnos en las misas, tocan música de mariachi. Es la «Santa Secreta». Puede que la Virgen de Guadalupe sea la santa patrona del país, pero en México la gente es pobre y lucha por la vida, y recurre a la delincuencia ya sea por necesidad o por propensión. Siguen siendo profundamente religiosos, y sin embargo tienen que quebrantar las leyes de la Iglesia y el Estado para sobrevivir, si bien se trata de un Estado que consideran corrupto hasta sus raíces. La Santa Muerte les permite conciliar sus necesidades y sus creencias. Le han dedicado santuarios en Tepito, en Tijuana, en Sonora, en Juárez, dondequiera que se congreguen los pobres.
– Eso parece una secta.
– Es una secta. La Iglesia católica ha condenado su adoración por considerarla un rito satánico; y si bien yo tengo grandes dificultades con esa institución, no resulta difícil darse cuenta de que en este caso su postura queda bastante justificada. La mayoría de quienes le rezan buscan simplemente que los proteja del mal. Hay otros que solicitan su beneplácito antes de infligir el mal a otros. El culto ha cobrado fuerza entre los peores hombres: narcotraficantes, tratantes de blancas, proveedores de prostitución infantil. Hubo una oleada de asesinatos en Sinaloa hace unos meses en la que murieron más de cincuenta personas. La mayoría de los cadáveres presentaba la imagen de la Santa en tatuajes, o en amuletos y anillos. -Alargó la mano y quitó un poco de polvo de debajo de las cuencas vacías del icono-. Y lo peor todavía está por verse -concluyó-. ¿Más té?
Me rellenó la taza.
– El hombre que murió en el apartamento tenía una escultura como ésta dentro de la pared de una habitación, e invocó a la Santa Muerte durante el ataque -expliqué-. Sospecho que él, y quizás otros, emplearon esa habitación para hacer daño y matar. Creo que el cráneo era de la mujer a quien yo buscaba.
Neddo echó un vistazo al cráneo de su escritorio.
– Lo lamento -dijo-. Si lo hubiera sabido, habría tenido la delicadeza de no enseñarle este icono. Puedo retirarlo si lo prefiere.
– Déjelo. Al menos ahora ya sé qué representaba.
– En cuanto a ese hombre que mató, ¿lo han identificado?
– Se llamaba Homero García. Tenía antecedentes penales en México, de cuando era joven.
No le dije a Neddo que los federales estaban muy interesados en García. La noticia de su muerte había atraído muchas llamadas de mexicanos a la Nueve Seis, incluida una solicitud formal del embajador de México para que el Departamento de Policía de Nueva York cooperase de todas las maneras posibles con las fuerzas del orden mexicanas y les proporcionase copias de todo el material relacionado con la investigación de la muerte de García. Por lo común, los antiguos delincuentes juveniles no suscitaban tanto interés en círculos diplomáticos y judiciales.
– ¿De dónde era?
Me sentí reacio a dar más detalles. Apenas conocía a Neddo, y su fascinación por la exhibición de restos humanos me inquietaba. Percibió mis recelos.
– Señor Parker, no sé si aprueba o desaprueba mis intereses, y cómo me gano la vida, pero créame: sé más de estos asuntos que casi cualquier otra persona en Nueva York. Mi fascinación es la de un experto. Puedo ayudarlo, pero sólo si me dice lo que ha averiguado.
Al parecer, no me quedaban muchas más opciones.
– Teniendo en cuenta los antecedentes de García, los mexicanos están más interesados de la cuenta en él -contesté-. Han proporcionado cierta información sobre él a la policía, pero cae por su propio peso que se guardan datos. García nació en Tepito, pero su familia se marchó de allí cuando era pequeño. Fue aprendiz de orfebre. Al parecer, era una tradición familiar. Por lo visto fundía objetos robados a cambio de una parte del valor de reventa, y eso fue lo que causó su detención. Pasó tres años en la cárcel y, cuando salió en libertad, volvió a ejercer su oficio. Teóricamente ya no se metió en más líos después de eso.