Выбрать главу

Neddo se inclinó en la silla.

– ¿Dónde trabajaba, señor Parker? -preguntó con renovado apremio en la voz-. ¿Dónde residía?

– En Juárez -respondí-. Residía en Juárez.

Neddo ató cabos, dejando escapar un largo suspiro.

– Las mujeres -dijo-. La chica a quien usted buscaba no fue la primera. Creo que Homero García era un asesino profesional de mujeres.

No había mucho ajetreo en el Harry's Best cuando el Mercury, por entonces considerablemente más polvoriento que antes, se detuvo en el aparcamiento. Aunque todavía quedaban camiones dispersos en la oscuridad, nadie comía en la cafetería, y cualquier camionero solitario que buscase consuelo en las mujeres de la cantina podría haber disfrutado de una amplia selección si hubiese llegado esa tarde unas horas antes, pero su número se había reducido a causa de las atenciones dispensadas por la policía después de los asesinatos del Spyhole. La cantina ya había cerrado esa noche y sólo había dos mujeres, medio dormidas y desplomadas junto a la barra, con la esperanza de hacerle un servicio al hombre que estaba con ellas, fumando un porro y bebiendo una última cerveza Tecate en la penumbra, sin que las luces de carnaval que iluminaban la barra mostraran apenas sus facciones.

Harry estaba fuera, en la parte de atrás, apilando cajas de cerveza cuando Louis salió de la oscuridad.

– ¿Es usted el dueño de este local? -preguntó.

– Sí -respondió Harry-. ¿Busca algo?

– A alguien -corrigió Louis-. ¿Quién cuida aquí de las mujeres?

– Aquí las mujeres se cuidan solas -replicó Harry. Sonrió de su propio chiste y se dio media vuelta para entrar. Ya se ocuparían sus socios de aquel hombre en cuanto les informase de su presencia.

Harry descubrió que le impedía el paso un hombre de corta estatura, con barba de tres días y necesitado de un buen corte de pelo desde hacía un mes. Además, estaba un poco fondón. Harry no lo mencionó. Harry no dijo nada, porque el hombre de la puerta empuñaba una pistola. No apuntaba exactamente a Harry, pero la situación se complicaba por momentos, y a saber cómo podía acabar.

– Un nombre -dijo Louis-. Quiero el nombre del chulo de Sereta.

– No conozco a ninguna Sereta.

– Hablemos en pasado -rectificó Louis-. Está muerta. Murió en el Spyhole.

– Lo siento -dijo Harry.

– Usted mismo podrá decírselo a ella si no me da ese nombre.

– No quiero problemas.

– ¿Esas cabañas de allí son suyas? -preguntó Louis señalando las tres pequeñas construcciones que se alzaban a la derecha del aparcamiento.

– Sí. A veces alguno de mis clientes se cansa de dormir en el camión. Si quiere, puede disponer de sábanas limpias por una noche.

– O por una hora.

– Por el tiempo que sea.

– Si no empieza a cooperar, voy a llevarlo a una de esas cabañas y hacerle daño hasta que me diga lo que necesito saber. Si me da un nombre, y me miente, volveré, lo llevaré a una de esas cabañas y lo mataré. Tiene una tercera opción.

– Octavio -se apresuró a responder Harry-. Se llama Octavio, pero se ha ido. Se fue cuando mataron a la puta.

– Dígame qué pasó.

– Llevaba un par de días trabajando aquí cuando vinieron unos hombres. Uno era un gordo, muy gordo. El otro era un tío callado vestido de azul. Sabían que debían preguntar por Octavio. Hablaron con él un rato y luego se marcharon. El propio Octavio me dijo que los olvidara. Esa noche asesinaron en el motel a toda esa gente.

– ¿Adónde se ha ido ese tal Octavio?

– No lo sé. De verdad, no me lo dijo. Huyó asustado.

– ¿Quién cuida de sus mujeres mientras él no está?

– Su sobrino.

– Descríbamelo.

– Es alto, para ser mexicano. Un bigote fino. Lleva una camisa verde, pantalón vaquero, sombrero blanco. Está ahí dentro.

– ¿Cómo se llama?

– Ernesto.

– ¿Va armado?

– Por Dios, todos van armados.

– Llámelo.

– ¿Cómo?

– He dicho que lo llame. Dígale que aquí fuera hay una chica que quiere verlo por un asunto de trabajo.

– Entonces sabrá que lo he delatado.

– Me aseguraré de que vea nuestras pistolas. Sin duda comprenderá sus motivos. Y ahora llámelo.

Harry se dirigió hacia la puerta.

– Ernesto -gritó-. Aquí fuera hay una chica que quiere hablar contigo por un asunto de trabajo.

– Hazla entrar -contestó una voz masculina.

– No quiere entrar. Dice que está asustada.

El hombre lanzó una maldición. Oyeron acercarse sus pasos. La puerta se abrió y un joven mexicano salió a la luz del patio trasero. Se le veía soñoliento y un ligero olor a hierba flotaba en torno a él.

– Fumar esa mierda va a acabar con tu salud -dijo Louis a la vez que sigilosamente se acercaba al mexicano por detrás y extraía un Colt de plata de su cinturón, tocándole la nuca con su propia arma-. Aunque no tan deprisa como una bala. Vamos a dar un paseo. -Louis se volvió hacia Harry-. Ya no regresará. Si le dice a alguien lo que ha pasado aquí, volveremos a hablar. Es usted un hombre ocupado. Ahora tiene muchas cosas que olvidar.

Dicho esto, se llevaron a Ernesto. Tras recorrer ocho kilómetros en coche, encontraron un camino de tierra y se adentraron en la oscuridad hasta que dejó de verse el tráfico en la carretera. Al cabo de un rato, Ernesto les contó lo que querían saber.

Siguieron carretera adelante y por fin llegaron a una ruinosa caravana plantada detrás de una casa a medio construir en una parcela sin cerca. El tal Octavio los oyó acercarse e intentó huir, pero Louis le disparó en la pierna. Octavio rodó por una pendiente arenosa y fue a parar a un abrevadero seco. Le ordenaron que tirase la pistola que sostenía, o moriría allí mismo.

Octavio arrojó el arma lejos y observó las dos sombras que descendían hacia él.

– Los peores están en Juárez -dijo Neddo.

El té se había enfriado. La imagen de la Santa Muerte seguía entre nosotros, escuchando sin oír, mirando sin ver.

Juárez: de pronto lo entendí.

Juárez tenía un millón y medio de habitantes, la mayoría sumidos en una pobreza indescriptible, más difícil aún de sobrellevar a la sombra de la riqueza de El Paso. Allí había narcotraficantes y tratantes de blancas. Allí había prostitutas apenas púberes, y otras que no vivirían lo suficiente para llegar a la pubertad. Allí estaban las «maquiladoras», las enormes plantas de montaje de electrodomésticos que suministraban hornos microondas y secadores de pelo al mundo desarrollado, con bajos costes de producción gracias a que el jornal de los obreros era de diez dólares y se les negaba protección legal y representación sindical. Más allá de las cercas de los polígonos industriales se sucedían hileras tras hileras de chabolas, las «colonias populares», sin servicios sanitarios ni agua corriente ni suministro eléctrico ni calles asfaltadas, hogar de hombres y mujeres que trabajaban en las maquiladoras, entre los cuales los más afortunados eran recogidos cada mañana por los autobuses rojos y verdes empleados en otro tiempo para llevar al colegio a niños norteamericanos, mientras que los demás se veían obligados a someterse al peligroso paseo de madrugada a través de Sitio Colosio Valle o una zona igual de pestilente. Por detrás de sus chabolas se extendía el vertedero municipal, donde los carroñeros sacaban más provecho que los obreros de las fábricas. Allí se hallaban los burdeles de Mariscal y los pabellones de tiro de la calle Ligarte, donde jóvenes de ambos sexos se inyectaban «alquitrán» mexicano, un derivado barato de la heroína procedente de Sinaloa, y dejaban a su paso un rastro de jeringuillas ensangrentadas. Allí convivían ochocientas bandas, todas deambulaban por las calles de la ciudad con relativa impunidad, y sus miembros quedaban fuera del alcance de unas fuerzas del orden incapaces de actuar contra ellos o, más bien, demasiado corruptas para preocuparse, puesto que los federales y el FBI ya no informaban a la policía local de Juárez de las operaciones en su territorio, seguros de que notificárselo equivalía a prevenir al blanco de sus acciones.