– Llámalo, Rachel -instó Joan.
Rachel negó con la cabeza, pero no en respuesta a su madre.
– Esto no puede seguir así -dijo Joan-. No puede seguir así.
Pero Rachel se limitó a estrechar a su hija en silencio.
14
Walter Cole me telefoneó a la mañana siguiente. Yo aún dormía. Le había enviado por fax la lista de números a los que se había llamado desde el móvil de Eddie Tager para ver qué podía hacer con ellos. Si él no tenía suerte, también podía acudir a otros, éstos fuera de la ley. Simplemente pensé que Walter podía obtener la información más deprisa que yo.
– ¿Ya sabes que la manipulación indebida de la correspondencia ajena es delito federal? -preguntó.
– No la manipulé. Supuse equivocadamente que yo era el destinatario de la carta.
– Bueno, a mí con eso me basta. Todos nos equivocamos alguna vez. Pero debo decirte una cosa: se me está agotando el cupo de favores que puedo exigir. Creo que éste es el último.
– Ya has hecho suficiente, y mucho más. No te preocupes.
– ¿Quieres que te mande esto por fax?
– Después. De momento sólo léeme los nombres. Empieza por las llamadas a partir de la una del mediodía de la fecha que señalé. Es más o menos la hora a la que Alice fue detenida en la calle.
Lógicamente, alguien se había puesto en contacto con Tager para solicitarle que pagara la fianza de Alice, y yo tenía la esperanza de que Tager hubiera devuelto la llamada a esa persona una vez cumplido el trámite.
Me leyó la lista de nombres, pero no reconocí ninguno. En su mayoría eran hombres. Dos eran mujeres.
– Repíteme los nombre de las mujeres.
– Gale Friedman y Esperanza Zahn.
– En el caso de la segunda, ¿era un número particular o de una oficina?
– Es un móvil. Los recibos van a un apartado de correos del Upper
West Side, registrado a nombre de una empresa privada llamada Robson Realty. Robson pertenecía al grupo Ambassade, el mismo que se ocupaba de los apartamentos de Williamsburg. Según parece, Tager la llamó dos veces: una a las cuatro y cuatro de la madrugada y otra a las cuatro y treinta y cinco. No hizo más llamadas desde el móvil hasta la tarde siguiente, y el número de ella no vuelve a aparecer.
Esperanza Zahn. Recordé a Sekula en su inmaculada antesala, pidiendo a su secretaria de fría belleza que no lo interrumpiera nadie -«No me pases llamadas, Esperanza, por favor»- mientras me evaluaba. Sekula tenía los días contados.
– ¿Te sirve de algo? -preguntó Walter.
– Acabas de confirmarme una posibilidad. ¿Puedes mandarme esa información por fax a mi habitación?
Tenía un fax personal en la mesa del rincón. Volví a darle el número.
– También comprobé el número de móvil que nos dio G-Mack -dijo Walter-. Es un fantasma. Si alguna vez ha existido, ya no consta en ningún sitio.
– Lo suponía. Da igual.
– ¿Y ahora qué?
– Tengo que volver a casa. Después, depende.
– ¿De qué?
– De la amabilidad de los desconocidos, supongo. O quizás amabilidad no sea la palabra adecuada…
Salí a tomar un café y en el camino telefoneé al despacho de Sekula. Contestó una mujer, pero advertí que no era la secretaria habitual de Sekula. La chica trinaba de tal modo que su sitio habría estado más bien en una pajarera.
– ¿Podría hablar con Esperanza Zahn, por favor?
– Pues… me temo que no vendrá a la oficina durante unos días. ¿Quiere dejar un mensaje?
– ¿Y con el señor Sekula?
– Tampoco está.
– ¿Cuándo tienen previsto volver?
– Disculpe -dijo la secretaria-, pero ¿puede decirme quién lo llama, si no le importa?
Decidí sacudirles un poco la jaula.
– Dígale a Esperanza que ha llamado Eddie Tager. Es por algo relacionado con Alice Temple.
Si Zahn o Sekula se ponían en contacto con la oficina, como mínimo les daría en qué pensar.
– ¿Tiene ella su número?
– Qué más quisiera ella -contesté, y le di las gracias por su tiempo antes de colgar.
Sandy Crane estaba un poco preocupada por su marido, lo cual quería decir que la semana se había convertido en una auténtica sucesión de primeras ocasiones para ella: la primera promesa de dinero en una larga temporada; la primera alegría mutua que su marido y ella habían experimentado desde que Larry sucumbió por fin a la senescencia; y ahora esa preocupación por el bienestar de su marido, aunque teñida de un alto grado de interés personal. No había regresado aún de la visita a su antiguo compañero de armas, pero de vez en cuando él pasaba alguna noche fuera de casa, así que no se salía por completo de lo habitual. Sin embargo, por lo regular, sus ausencias coincidían con carreras de caballos en Florida, y en la actualidad rara vez emprendía un viaje con la firme resolución que había mostrado el día anterior. Sandy sabía que a su marido le gustaba el juego. Le preocupaba un poco, pero mientras no se le escapara de las manos, ella no armaría ningún escándalo. Si empezaba a quejarse de los gastos de Larry, quizás él decidiría a su vez poner freno a los excesos de ella, y Sandy disfrutaba ya de muy pocos lujos en la vida.
No descartaba que el viejo chocho intentara dejarla fuera del trato por completo, pero sus temores se disiparon un poco al convencerse de que Larry la necesitaba. Viejo y débil como estaba, además no tenía amigos. Aun si Hall, ese cabrón engreído, se prestaba a seguir el juego, Larry la necesitaría a su lado para asegurarse de que no lo timaban. Todavía le sorprendía un poco que Larry no hubiese llamado la noche anterior para informarle de cómo habían ido las cosas, pero él era así. Tal vez había encontrado un bar donde podía despotricar y lamentarse durante toda la noche o, si Hall había accedido a seguir el juego, donde emborracharse un poco para celebrarlo. Probablemente aún dormía la mona en la habitación de un motel entre viaje y viaje al váter para vaciar la vejiga. Larry volvería, de un modo u otro.
Sandy bebía un vodka doble -otra primera ocasión, a esa hora del día- y volvió a pensar en lo que podría hacer con el dinero: ropa nueva, para empezar, y un coche que no apestase a viejo carcamal. También acariciaba la idea de encontrar a un hombre más joven, uno con un cuerpo firme y un motor que ronronease en lugar de toser como la maquinaria ya cascada de los hombres que actualmente satisfacían sus ocasionales necesidades. Tampoco le importaría pagar por horas para tenerlo, así no podría negarse a ninguno de sus deseos.
Sonó el timbre, y al levantarse de la silla precipitadamente derramó un poco de vodka. Larry tenía llave, así que no podía ser él. Pero ¿y si le había pasado algo? Tal vez el hijo de puta de Hall había sucumbido a los remordimientos de conciencia y se lo había confesado todo a la policía. En ese caso, Sandy Crane haría ver que era más tonta que los niños del autobús del centro de educación especial que pasaba todas las mañanas por delante de su casa, esas criaturas espeluznantes que la saludaban con la mano como si pensaran que a ella le importaban en lo más mínimo cuando en realidad le daban más grima que las serpientes y las arañas.
Ante la puerta había un hombre y una mujer, ambos bien vestidos: él con traje gris, ella con falda y chaqueta azules. Hasta Sandy tuvo que reconocer que la mujer era despampanante: pelo largo y oscuro, tez clara, cuerpo firme. El hombre llevaba un maletín y la mujer una cartera de piel marrón colgada del hombro derecho.
– ¿Señora Crane? -dijo el hombre-. Me llamo Sekula. Soy un abogado de Nueva York. Le presento a mi ayudante, la señorita Zahn. Ayer su esposo se puso en contacto con nuestro bufete. Según nos comentó, tiene en su poder un objeto que acaso pueda interesarnos.