Sandy no supo si maldecir a su marido o aplaudir su previsión. Dependería de cómo salieran las cosas, supuso. El viejo cretino, impaciente por asegurarse la venta, había comunicado con los remitentes de la carta antes de tener siquiera en las manos la caja y el papel que ésta guardara en su día. Se lo imaginaba: la sonrisa ladina en la cara mientras se convencía de que estaba manejando a esa gente tan importante de la ciudad como si fueran marionetas, sólo que en realidad él no era tan listo. Había dado demasiada información, o les había creado tantas expectativas que se habían presentado ante la puerta de su casa. Sandy se preguntó si les habría hablado de Mark Hall, pero enseguida llegó a la conclusión de que no. Si conocieran la existencia de Mark Hall, no estarían ante la puerta de su casa, sino ante la de él.
– Mi marido no está -dijo ella-. Lo espero de un momento a otro.
La sonrisa en el rostro de Sekula no se alteró.
– Quizá no tenga usted inconveniente en que lo esperemos. Nos interesa mucho hacernos con ese objeto lo antes posible, y con el mínimo alboroto y atención.
Sandy, inquieta, desplazó el peso del cuerpo de un pie a otro.
– No sé qué decirles -respondió-. Seguro que son ustedes buena gente y demás, pero la verdad es que no me gusta que entren desconocidos en mi casa.
La sonrisa que parecía grabada en la cara de Sekula empezaba a ponerle la carne de gallina, como las de los niños del autobús. Tenía algo de inexpresivo. Incluso el mierda de Hall era capaz de insuflar cierta humanidad a sus falsas sonrisas cuando intentaba vender un automóvil a un pobre desdichado.
– Me hago cargo -dijo Sekula-. Me pregunto si esto la convencerá de nuestras buenas intenciones.
Apoyó el maletín contra la pared, desprendió los cierres y lo abrió para que Sandy viera el contenido: un pequeño fajo donde se veían presidentes muertos alineados como pequeños montes Rushmore de color verde.
– Sólo es una muestra de buena voluntad -añadió Sekula.
Sandy se sintió húmeda.
– Creo que puedo hacer una excepción -dijo-. Sólo por esta vez.
Lo curioso es que Sekula no quería hacer daño a la mujer. Así era como ellos habían permanecido ocultos tanto tiempo, mientras que a otros les habían dado caza. No hacían daño a la gente a menos que fuese absolutamente necesario, o no lo habían hecho hasta que las investigaciones de Sekula aceleraron la búsqueda. El posterior reclutamiento del odioso García por parte de Brightwell había marcado el inicio de la siguiente fase, y de una escalada de violencia.
Sekula era Creyente desde hacía mucho tiempo. Lo habían incorporado a la causa poco después de licenciarse en la facultad de derecho. Lo reclutaron de manera sutil y gradual, recurriendo a sus ya prodigiosas aptitudes jurídicas para seguir el rastro a ventas sospechosas y certificar la propiedad y los orígenes cuando era necesario, y pasando paulatinamente a encargarle detalladas exploraciones de las oscuras y secretas vidas que tanta gente ocultaba a quienes la rodeaban. Para él, eso fue una labor fascinante, aun cuando se dio cuenta de que lo utilizaban para identificar a los individuos con el propósito de explotarlos en lugar de emprender acciones judiciales, públicas o privadas. La información recabada por Sekula se empleaba contra ellos, y sus clientes amasaban influencia, datos y riqueza; pero Sekula pronto descubrió que eso no le importaba. Al fin y al cabo era abogado, y si hubiese elegido el campo del derecho penal, sin duda habría acabado defendiendo lo que la mayoría de la gente normal consideraría indefendible. En comparación, el trabajo que hacía implicaba sólo mínimas dudas morales. Se había enriquecido con él, más que la mayoría de sus colegas que trabajaban el doble que él, y también había recibido otras recompensas, siendo Esperanza Zahn una de ellas. Le habían ordenado que la contratara, y él había accedido de buena gana. Desde entonces había demostrado ser un valor incuestionable para él, personal y profesionalmente, así como, debía admitirlo, sexualmente. Si Sekula tenía una debilidad, eran las mujeres, pero la señorita Zahn satisfacía todos sus apetitos sexuales y algunos otros que él ni siquiera conocía hasta que ella se los descubrió.
Y cuando, varios años después, Sekula fue informado del verdadero carácter de su misión, apenas tuvo que hacer acopio de energía para sorprenderse siquiera un poco. Se preguntaba a veces si eso era un indicio de la medida en que se había corrompido, o si siempre había sido así y sus clientes se habían dado cuenta de ello mucho antes que él. De hecho, había sido idea de Sekula centrarse en los veteranos, inspirado por el descubrimiento de los detalles de una venta llevada a cabo en Suiza por un intermediario poco después de acabar la segunda guerra mundial. La venta había pasado inadvertida en medio del revuelo de tratados en el periodo inmediatamente posterior a la guerra, cuando los objetos expoliados pasaban de mano en mano a un ritmo vertiginoso, reducidos sus dueños anteriores, en muchos casos, a una capa de ceniza en los árboles de la Europa del Este. El dato sólo llegó a conocimiento de Sekula cuando consiguió copias de los archivos de la casa de subastas por mediación de un empleado descontento que sabía de la predisposición del abogado a pagar bien por tal información. Sekula agradecía a los suizos su escrupulosa atención a los detalles, motivo por el cual incluso los acuerdos de origen dudoso se registraban y quedaba constancia de ellos. En muchos sentidos, reflexionó, los suizos, con ese deseo de documentar sus fechorías, tenían más cosas en común con los nazis de lo que estarían dispuestos a reconocer.
La anotación era clara e incluía todos los pormenores de la venta de una custodia del siglo XIV, con piedras preciosas incrustadas, a un coleccionista particular que residía en Helsinki. Se añadía una minuciosa descripción del objeto, suficiente para indicarle a Sekula que formaba parte del tesoro robado en Fontfroide; el precio de venta acordado; la comisión de la casa de subastas, y la cantidad remitida al vendedor. El vendedor nominal era un tratante particular llamado Jacques Gaud, de París. Sekula siguió meticulosamente el rastro de papeles hasta Gaud y entonces se abalanzó sobre la presa. En ese tiempo, la familia había ampliado el negocio del abuelo y gozaba de una sólida reputación en el sector. Examinando los archivos de la casa de subastas suiza, Sekula encontró al menos una docena más de transacciones instigadas por Gaud que podían describirse como sospechosas, por no decir más. Cotejó los objetos en cuestión con su propia lista de tesoros expoliados o «desaparecidos» durante la guerra, y reunió pruebas suficientes para determinar que Gaud se había aprovechado de la desgracia de otros, y para arruinar de hecho la reputación del negocio de sus descendientes, así como exponerlo a demandas civiles y penales ruinosas. Tras discretos contactos y garantías por parte de Sekula de que la información que había obtenido no saldría de sus manos, la casa de Gaud et Frères le entregó discretamente copias de toda la documentación relacionada con la venta de los tesoros de Fontfroide.
Y ahí se perdió el rastro, ya que el pago realizado por mediación de Gaud al vendedor real (después de deducirse la cantidad correspondiente a Gaud por su intervención, excesiva hasta el punto de la extorsión) fue en efectivo. La única pista que los actuales propietarios del negocio pudieron ofrecer en cuanto a la identidad de los hombres en cuestión era que Gaud había comentado que se trataba de soldados estadounidenses. Eso no sorprendió a Sekula, porque los aliados eran tan capaces del saqueo como los nazis, pero estaba enterado de las matanzas de Narbona y Fontfroide. Tal vez los supervivientes de la primera habían participado a su vez en la segunda, pese a que los norteamericanos no estaban presentes en la región en cantidad significativa en esa etapa de la guerra. No obstante, Sekula había establecido una posible conexión entre la muerte de una sección del ejército estadounidense a manos de asaltantes de las SS y la muerte de los asaltantes en Fontfroide. A través de sus contactos en la Administración de Veteranos y la Asociación de Veteranos de Guerras Extranjeras averiguó la identidad de los soldados supervivientes destacados en la región en esa época, así como las direcciones de quienes habían perdido a familiares en el enfrentamiento. A continuación mandó más de mil cartas para solicitar información general sobre recuerdos de la guerra que pudiesen interesar a los coleccionistas, y unas cuantas con información más específica sobre el tesoro desaparecido en Fontfroide. Si se equivocaba, siempre existía la posibilidad de que, así y todo, las cartas le permitiesen conseguir información útil. Si estaba en lo cierto, servirían para cubrir su rastro. Las cartas dirigidas a destinatarios específicos informaban con detalle de las recompensas que podían obtenerse con la venta de objetos poco comunes vinculados a la segunda guerra mundial, incluido el material sin relación directa con el conflicto, haciendo especial hincapié en los manuscritos. Aseguraba repetidamente que todas las respuestas se tratarían con la más rigurosa reserva. El verdadero cebo era la entrada en el catálogo de la subasta publicado por la Casa de Stern, con la fotografía de una deteriorada caja de plata. Sekula albergaba la esperanza de que quienquiera que se hubiese apropiado de ella conservase la caja y su contenido.