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Y de pronto, a última hora de la mañana anterior, había llamado un hombre y descrito a Sekula lo que sólo podía ser un fragmento del mapa y la caja que lo contenía. Era un hombre mayor, e intentó preservar su anonimato, pero se había delatado a partir del momento en que utilizó el teléfono de su casa para llamar a Nueva York. Ahora estaban allí, al día siguiente, sentados en compañía de una borracha fea con pantalón acrílico manchado de vodka, observando cómo se embriagaba poco a poco.

– No tardará en llegar -repitió una y otra vez, arrastrando las palabras, para tranquilizar a los visitantes-. No entiendo dónde se ha metido.

Sandy pidió que volvieran a enseñarle el dinero, y Sekula accedió. Sandy acarició con un dedo regordete las caras de los billetes, y rió para sí.

– Esperen a que mi marido vea esto -comentó-. Ese viejo chocho se cagará encima.

– Tal vez, mientras esperamos, podríamos echar un vistazo al objeto -propuso Sekula.

Sandy se golpeteó la aleta de la nariz con el dedo.

– Todo a su debido tiempo -respondió-. Larry se lo conseguirá, aunque tenga que arrancárselo a golpes a ese viejo capullo.

Sekula notó que la señorita Zahn se tensaba a su lado. Por primera vez, su fachada poco amenazadora empezó a desmoronarse.

– ¿Quiere decir que en realidad su marido no es el propietario del objeto? -preguntó Sekula con cautela.

Sandy Crane intentó rectificar su error, pero ya era tarde.

– Sí, es suyo, pero… Verán, hay otra persona y, en fin, también él tiene algo que decir al respecto. Aunque aceptará. Larry lo obligará a aceptar.

– ¿Quién es ese hombre, señora Crane? -preguntó Sekula.

Sandy negó con la cabeza. Si se lo decía, iría a hablar él mismo con Hall, y se llevaría todo ese hermoso dinero. Ya se había ido de la lengua. Había llegado el momento de cerrar el pico.

– No tardará en volver -repitió con firmeza-. Créame, todo está bajo control.

Sekula se levantó. Debería haber sido fácil. Habría entregado el dinero, el manuscrito habría pasado a sus manos, y se habrían ido sin más. Si después Brightwell decidía matar al vendedor, era asunto suyo. Debería haber adivinado que no podía ser tan sencillo.

A Sekula esta parte no se le daba bien. Por eso lo acompañaba la señorita Zahn; a ella se le daba muy bien, pero que muy bien. Ya de pie, se quitó la chaqueta y empezó a desabotonarse la blusa ante la mirada de Sandy Crane, que, boquiabierta, articulaba vagas palabras de incomprensión. Sólo cuando la señorita Zahn se desabrochó el último botón y se desprendió de la blusa, la señora Crane comenzó por fin a entender.

Sekula consideraba fascinantes los tatuajes del cuerpo de su amante, a pesar de que le resultaba casi imposible imaginar el dolor que debían de haberle causado su creación. A excepción de la cara y las manos, tenía toda la piel cubierta de imágenes, rostros distorsionados y monstruosos que se fundían entre sí de tal modo que era casi imposible discernir entre ellos seres independientes. Con todo, eran los ojos el elemento más perturbador, incluso para Sekula. Había muchísimos, grandes y pequeños, en toda la gama de colores imaginables, como heridas ovaladas en su cuerpo. Cuando la señorita Zahn avanzó hacia Sandy Crane, todos esos ojos parecieron moverse, girar en sus órbitas con las pupilas dilatadas, explorar aquel espacio hasta entonces desconocido para ellos, con la mujer borracha por entonces encogida de miedo.

Pero probablemente era una ilusión óptica por efecto de la luz.

Sekula salió y cerró la puerta. Entró en el comedor, al otro lado del pasillo, y se sentó en un sillón. Desde allí veía con claridad el camino de acceso y la calle. Buscó una revista para leer, pero sólo vio ejemplares del Reader's Digest y algunas publicaciones de distribución gratuita de los supermercados. Oyó que la señora Crane decía algo en la habitación contigua, y de pronto su voz se apagó. Al cabo de unos segundos, la mujer lanzó un grito, ahogado por la mordaza, y Sekula hizo una mueca.

La delegación del FBI en Nueva York había cambiado de sede tan a menudo a lo largo de su historia que se diría que estaba integrada por gitanos. En 1910, año de su fundación, ocupó el antiguo edificio de correos, donde ahora se encontraba el City Hall Park. Desde entonces, las oficinas habían estado en distintos puntos de Park Row; en la delegación de Hacienda de la esquina de las calles Wall y Nassau; en la estación de Grand Central; en los juzgados de Foley Square; en Broadway, y en el antiguo almacén Lincoln en la calle Sesenta y nueve Este, antes de instalarse definitivamente en el edificio federal Jacob Javits, otra vez cerca de Foley Square.

Telefoneé al FBI poco antes de las once y pregunté por el agente especial Philip Bosworth, el hombre que había visitado a Neddo para interrogarlo sobre sus conocimientos acerca de Sedlec y los Creyentes. Me mandaron de un lado a otro hasta acabar en el Departamento de Gestión de Servicios, o lo que se conocía como Administración antes de asignarse a todo el mundo rutilantes títulos nuevos. El responsable del departamento y su gente se ocupaban de cuestiones burocráticas. Un funcionario que se identificó como Grantley me preguntó el nombre y la profesión. Le di mi número de licencia y le expliqué que quería ponerme en contacto con el agente especial Bosworth en relación con el caso de una persona desaparecida.

– El agente especial Bosworth ya no trabaja en esta oficina -respondió Grantley.

– ¿Y puede decirme dónde encontrarlo?

– No.

– ¿Puedo darle mi número de teléfono por si le es posible hacérselo llegar?

– No.

– ¿Puede ayudarme de alguna manera?

– No lo creo.

Le di las gracias. No sabía por qué, pero parecía lo correcto.

Edgar Ross seguía siendo agente especial con rango de subjefe en la delegación neoyorquina. En Nueva York, a diferencia de lo que ocurría en casi todas las demás delegaciones, su rango no equivalía a la autoridad máxima. Ross rendía cuentas al subdirector, un tipo de buena pasta llamado Wilmots; aun así, Ross tenía bajo su mando a una pequeña prole de ayudantes y era, por tanto, el agente de las fuerzas del orden más influyente que yo conocía. Nuestros caminos se habían cruzado durante la persecución del hombre que había matado a Susan y Jennifer, y creo que Ross se sentía un poco en deuda conmigo por lo sucedido entonces. Incluso sospechaba que, a su pesar, me tenía cierto afecto, aunque tal vez eso se debiera a que yo había visto por televisión demasiadas series policiacas en las que tenientes hoscos albergaban en secreto fantasías homoeróticas sobre los inconformistas bajo su mando. No creía que los sentimientos de Ross hacia mí fueran tan lejos, pero a veces podía ser un hombre inescrutable. Nunca se sabía.