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Llamé a su oficina poco después de hablar con Grantley. Di mi nombre a la secretaria de Ross y esperé. Cuando volvió a la línea, me comunicó que Ross no podía ponerse pero le informaría de mi llamada. Pensé en contener la respiración mientras esperaba a que Ross me telefoneara, pero supuse que habría perdido el sentido mucho antes. No obstante, por la breve pausa en el intercambio con la secretaria, deduje que Ross estaba allí y que se había endurecido desde nuestra última charla. Estaba impaciente por regresar junto a Rachel y Sam, pero deseaba reunir toda la información posible antes de marcharme de la ciudad. No me quedaba, pues, más remedio que gastarme una fortuna en un taxi hasta Federal Plaza.

En la zona se daba un peculiar choque de culturas: al este de Broadway estaban los edificios federales, rodeados de barricadas de hormigón y adornados con modernas obras escultóricas extrañas y oxidadas. Al otro lado, justo enfrente del poderoso FBI, había locales en cuyos escaparates se mostraban relojes baratos y gorras mientras dentro obtenían un rentable sobresueldo ayudando con las solicitudes de inmigración, así como tiendas de ropa rebajada que ofrecían trajes a 59,99 dólares. Me compré un café en un Dunkin' Donuts y me acomodé para esperar a Ross. Si algo podía decirse de él, es que era un animal de costumbres. Él mismo lo había admitido en nuestro último encuentro. Sabía que le gustaba comer casi a diario en Stark's Veranda, en la esquina de Broadway con Thomas, un restaurante frecuentado por funcionarios que llevaba en activo desde finales del siglo XIX, y yo esperaba que no hubiese adquirido de pronto el hábito de comer en su escritorio. Cuando por fin salió de la oficina, llevaba dos horas esperándolo y me había terminado el café hacía largo rato, pero sentí cierto placer al constatar mis aptitudes para la investigación cuando se encaminó hacia el Veranda, placer que rápidamente dio paso al dolor del rechazo al ver su expresión cuando me coloqué a su lado.

– No -dijo-. Piérdete.

– Ya no me escribes, no me llamas -respondí-. Estamos distanciándonos. Lo nuestro ya no es lo que era.

– Quiero distanciarme de ti. Quiero que me dejes en paz.

– ¿Me invitas a comer?

– No. ¡No! ¿Qué parte de «déjame en paz» no has entendido?

Se detuvo en el cruce. Fue un error. Debería haberse arriesgado a enfrentarse al tráfico.

– Intento localizar a uno de tus agentes -dije.

– Oye, no soy tu intermediario personal con el FBI -repuso Ross-. Soy un hombre ocupado. Hay terroristas, narcotraficantes, mañosos rondando por ahí. Todos reclaman mi atención. Me exigen mucho tiempo. El resto se lo dedico a la gente que aprecio: mi familia, mis amigos y básicamente cualquiera menos tú.

Miró el continuo tráfico con expresión ceñuda. Quizás incluso estuvo tentado de desenfundar su pistola y blandiría en actitud amenazadora para cruzar.

– Vamos, sé que en el fondo me aprecias -dije-. Seguro que tienes mi nombre escrito en tu plumier. El agente se llama Philip Bosworth. En Gestión de Servicios me han dicho que ya no trabaja en la delegación. Sólo quiero ponerme en contacto con él.

Debo reconocer que estuvo hábil en su intento de deshacerse de mí. Le quité el ojo de encima un solo segundo y aprovechó ese instante para pasar entre el continuo tráfico como una rana a sueldo del Estado en el videojuego Frogger. Pero lo alcancé.

– Tenía la esperanza de que te atropellaran -dijo, aunque yo sabía que en realidad estaba impresionado.

– Te haces el duro -contesté-, pero sé que por dentro eres todo ternura. Oye, necesito hacerle unas preguntas a Bosworth, nada más.

– ¿Por qué? ¿Por qué es tan importante para ti?

– ¿Sabes lo de Williamsburg? ¿Lo de esos restos humanos hallados en un almacén? Puede que él sepa algo sobre los antecedentes de las personas involucradas.

– ¿Las personas? He oído decir que sólo había uno. Murió de un tiro. De un tiro que le pegaste tú. Matas a mucha gente. Deberías parar.

Nos encontrábamos ante la puerta del Veranda. Si intentaba entrar con Ross, el personal me echaría de una patada en el culo en menos de lo que canta un gallo. Advertí que Ross vacilaba mientras contemplaba la idea de entrar para olvidarse de mí y la posibilidad de que yo supiera algo útil, unida a la certeza de que yo seguiría allí esperándolo cuando saliera, y vuelta a empezar.

– Alguien lo instaló en ese almacén, le dio un lugar donde vivir y trabajar -expliqué-. No actuó solo.

– Según la policía, investigabas la desaparición de una persona.

– ¿Cómo lo sabes?

– Recibimos boletines. Pedí información a la Nueve Seis en cuanto se mencionó tu nombre.

– ¿Lo ves? Sabía que te preocupabas por mí.

– La preocupación es muy relativa. ¿Quién era la chica que encontraron?

– Alice Temple. Amiga de un amigo.

– Tú no tienes muchos amigos, y algunos de los que tienes me parecen francamente sospechosos. Andas en malas compañías.

– ¿Tengo que escuchar el sermón antes de recibir tu ayuda? -pregunté.

– ¿Lo ves? Por eso contigo todo es tan complicado. No sabes dónde está el límite. Nunca he conocido a nadie tan aficionado a liarla una y otra vez.

– Bosworth -dije-. Philip Bosworth.

– Veré qué puedo hacer. Alguien se pondrá en contacto contigo. Quizá. No me llames, ¿vale? Sobre todo, no me llames.

Se abrió la puerta del Veranda y nos apartamos para dejar paso a un grupo de ancianas. Cuando salió la última, Ross se escabulló en el restaurante. Me quedé aguantándole la puerta.

Conté hasta cinco y, cuando ya lo perdía de vista, dije levantando la voz:

– Pues ya te llamaré, ¿de acuerdo?

Mark Hall no podía parar de vomitar. Desde que había llegado a casa, los ácidos le borboteaban en el estómago, hasta que por fin éste se sublevó y empezó a expulsar su contenido. Apenas había dormido la noche anterior, y ahora sentía un dolor sordo en la cabeza y en todo el cuerpo. Se alegraba de que su mujer no estuviera; de lo contrario lo habría agobiado sin cesar, insistiendo en llamar a un médico. Sin ella allí, podía quedarse despatarrado en el suelo, con la mejilla apoyada en la taza fresca del váter, aguardando el siguiente espasmo. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Sólo sabía que, cuando pensaba en lo que había hecho, volvía a percibir el olor del último resuello de Larry, como si su fantasma le echara el aliento desde el otro mundo, y al instante lo asaltaba otra vez la vomitera.

Era extraño. Había odiado a Crane durante muchos años. Cada vez que lo tenía delante, era como si viera a un demonio que le sonreía desde más allá de la tumba, un recordatorio del juicio final al que se enfrentaría inevitablemente por sus pecados. Durante largo tiempo había abrigado la esperanza de que Crane se alejara de su vida y muriese sin más, pero Larry Crane, igual que en la guerra, había demostrado ser un superviviente tenaz.

Mark Hall había matado a no pocos hombres en la guerra: algunos a distancia, figuras lejanas que caían con el eco de un disparo de fusil; otros de cerca, cuerpo a cuerpo, la sangre salpicándole la cara y manchándole el uniforme. Después de la primera de esas muertes, ya no lo perturbó ninguna otra, porque aquel chico ingenuo que cogió el autobús con destino al campamento de instrucción de reclutas se había transformado en un hombre capaz de poner fin a la vida de un congénere. Fue una guerra justa, y de no haber matado a sus enemigos, sin duda él habría sido la víctima. Pero había creído que, acabado aquello, ya nunca tendría que volver a matar, y jamás se había imaginado a sí mismo acuchillando a un viejo desarmado, ni siquiera a uno tan abominable como Larry Crane. La conmoción que le produjo y la repugnancia que le generó lo habían privado de energía, y ya nada volvería a ser igual.