Hall oyó el timbre, pero no se levantó a abrir. No podía. Estaba tan débil que era incapaz de ponerse en pie, y tan avergonzado que, aun cuando hubiera podido levantarse, le habría sido imposible mirar a alguien a la cara. Se quedó en el suelo, con los ojos cerrados. Debió de adormilarse, porque lo siguiente que recordaba es que la puerta del baño se abrió y ante sus ojos aparecieron dos pares de pies: unos de mujer y los otros de hombre. Recorrió con la mirada las piernas de la mujer hasta la falda y, más arriba, las manos. A Hall le pareció ver manchas de sangre en ellas. Se preguntó si la mujer a su vez veía sangre en las suyas.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó. Apenas podía hablar. Su voz sonaba como el roce de una escoba contra un suelo polvoriento.
– Hemos venido a hablar de Larry Crane -dijo Sekula.
Hall intentó levantar la cabeza para mirar, pero le dolía todo al moverse.
– No lo he visto -dijo Hall.
Sekula se acuclilló junto al viejo. Tenía el rostro limpio y cuidado y una buena dentadura. A Hall le inspiró una profunda aversión.
– ¿Quiénes son ustedes? ¿Policías? -preguntó Hall-. Si es así, identifíquense.
– ¿Por qué piensa que somos policías, señor Hall? ¿Hay algo que le gustaría contarnos? ¿Se ha portado mal?
Hall recordó una vez más el olor a muerte de Larry Crane y le sobrevino una arcada.
– Señor Hall, tenemos un poco de prisa -prosiguió Sekula-. Creo que ya sabe qué hemos venido a buscar.
Larry Crane, el muy estúpido y codicioso. Incluso en la muerte había encontrado la manera de traer la ruina a Mark Hall.
– No está aquí -contestó Hall-. Se lo ha llevado él.
– ¿Adónde?
– No lo sé.
– No le creo.
– Váyanse a la mierda. Salgan de mi casa.
Sekula se irguió e hizo una señal con la cabeza a la señorita Zahn. Esta vez se quedó allí, sólo para asegurarse de que ella comprendía la urgencia de la situación. No se alargó demasiado. El viejo empezó a hablar en cuanto vio acercarse la aguja a su ojo, pero la señorita Zahn la insertó de todos modos, para asegurarse de que no mentía. En ese momento Sekula apartó la mirada. El olor a vómito le resultaba casi insoportable.
Cuando ella acabó, se llevaron a Hall, ciego del ojo izquierdo, y lo metieron en el coche; a continuación lo condujeron al lugar donde éste había abandonado el cadáver de Larry Crane, una hondonada lodosa junto a un pantano inmundo. Crane tenía la caja contra el pecho, donde Hall la había colocado antes de dejar a su viejo compañero de armas allí para que se pudriera. Supuso que, al fin y al cabo, si Crane la deseaba tan desesperadamente, debía llevársela consigo a dondequiera que fuese.
Con cuidado, Sekula retiró la caja de entre los dedos del viejo y la abrió. El fragmento se hallaba dentro, e indemne. La caja estaba bien diseñada, preparada para proteger lo que contuviese del agua, de la nieve, de cualquier cosa que pudiera dañar la información que contenía.
– Está intacto -dijo Sekula a la mujer-. Ya nos encontramos muy cerca.
Sentado en el suelo con su pantalón de viejo, Mark Hall, el Rey del Automóvil, se tapaba el ojo destrozado con la mano. Cuando la señorita Zahn lo agarró de la mano y lo llevó al agua, no opuso resistencia, ni siquiera cuando ella lo obligó a arrodillarse y le mantuvo la cabeza bajo la superficie hasta que se ahogó. Cuando Hall dejó de moverse, lo arrastraron hasta la hondonada y lo pusieron junto a su antiguo compañero, unidos los dos en la muerte como lo habían estado, a su pesar, en vida.
15
Cuando salía de la ciudad, me telefoneó Walter Cole.
– Tengo más noticias -anunció-. El forense ha confirmado la identidad de los restos encontrados en el apartamento de García. Es Alice. Las pruebas toxicológicas también revelaron la presencia de DMT, dimetiltriptamina, en una pequeña sección de tejido que seguía adherida a la base del cráneo.
– Nunca he oído hablar de esa sustancia. ¿Qué hace?
– Por lo visto es un alucinógeno, pero con síntomas muy especiales. Provoca paranoia y alucinaciones sobre seres alienígenas o monstruos. A veces quienes la consumen creen que viajan por el tiempo o a otros planos de existencia. ¿Quieres conocer otro dato interesante? También encontraron rastros de DMT en el cuerpo de García. En opinión del forense, es posible que se la administraran con la comida que hallamos en su cocina, pero aún no han acabado con los análisis.
Cabía la posibilidad de que hubiesen dado la droga a Alice para asegurarse de que colaboraba, permitiendo a sus captores presentarse como salvadores cuando empezaran a pasarse los efectos de la droga. Pero también a García le habían administrado DMT, tal vez con la intención de mantenerlo bajo control induciéndole un estado de miedo casi continuo. No hacía falta una dosis muy alta: lo justo para tenerlo en el filo, de modo que pudiera manipularse su paranoia en caso de necesidad.
– Tengo algo más para ti -añadió Walter-. En el edificio de Williams-burg había un sótano. La entrada estaba escondida detrás de una pared falsa. Según parece, ya sabemos qué hacía García con los huesos.
El sótano lo encontró la División de Investigación Forense del Departamento de Policía de Nueva York. Les llevó su tiempo. Recorrieron el edificio planta por planta, de arriba abajo, cotejando los planos con lo que veían, fijándose en lo que era reciente y lo que era antiguo. Los policías que echaron abajo la pared hallaron en el suelo una puerta de acero nueva, de casi tres metros cuadrados de superficie, provista de sólidas cerraduras. Tardaron una hora en abrirla, con el respaldo de la misma Unidad de Emergencias que había acudido la noche en que murió García. Cuando se abrió la puerta, los miembros de la unidad descendieron hacia la oscuridad por una escalera de madera provisional.
El espacio inferior era de las mismas dimensiones que la puerta de acero principal, y de unos tres metros y medio de profundidad. García había trabajado con denuedo en ese espacio oculto. Guirnaldas de huesos afilados pendían de los ángulos del sótano, confluyendo en un grupo de cráneos apiñados en cada rincón. Las paredes estaban revestidas de hormigón y tenían trozos de hueso ennegrecido empotrados a media altura, secciones de maxilares, fémures, falanges y costillas que sobresalían como si se hubiesen descubierto en el transcurso de una excavación arqueológica. Cuatro columnas de candeleras creados con mármol y hueso se alzaban formando un recuadro en el centro de la habitación, las velas se sostenían en combinaciones de cráneos y huesos largos parecidas a las que yo había encontrado en el apartamento de García, y cuatro cadenas de huesos unían las columnas como para reservar espacio en el osario a una pieza aún desconocida. También había un pequeño hueco no mayor de un metro de altura, vacío pero sin duda esperando igualmente la llegada de otro elemento para la exposición, quizá la pequeña escultura de huesos que se hallaba en el maletero de mi coche.
La oficina del forense iba a encontrar serias dificultades para identificar los restos. Pero yo sabía por dónde podían empezar: una lista de mujeres muertas o desaparecidas en la región de Juárez, y las desdichadas de quienes no se había vuelto a tener noticia en las calles de Nueva York desde la llegada de García a la ciudad.
Me dirigí en coche hacia el norte. En cuanto dejé atrás el área urbana circulé a buena velocidad y llegué a Boston poco antes de las cinco de la tarde. La Casa de Stern se hallaba en una calle secundaria casi a la sombra del Fleet Center. Era un lugar poco común para un negocio como aquél, audiblemente cerca de una calle de bares que incluían el restaurante local de la cadena Hooters. Las ventanas eran de cristal ahumado y llevaba el nombre de la empresa escrito al pie con discretas letras doradas. A la derecha había una puerta de madera, pintada de negro, con una ornamental aldaba dorada en forma de boca abierta, y un buzón también dorado con una filigrana de dragones persiguiéndose las colas. En un barrio no tan para adultos, la puerta de la Casa de Stern habría sido parada obligatoria para los niños en Halloween.