Toqué el timbre y esperé. Abrió la puerta una joven muy pelirroja; llevaba las uñas pintadas de color violeta con el esmalte descascarillado en los bordes.
– Sintiéndolo mucho, está cerrado -dijo-. Abrimos al público de diez a cuatro, de lunes a viernes.
– No soy un cliente -contesté-. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. Me gustaría ver a Claudia Stern.
– ¿Lo espera?
– No, pero creo que le interesa verme. Tal vez pueda enseñarle esto.
Le entregué la caja que sostenía en los brazos. La joven la miró con recelo y retiró cuidadosamente las capas de papel de periódico para ver el contenido. Dejó al descubierto una parte de la escultura de huesos, la contempló en silencio por un momento y luego abrió más la puerta para franquearme el paso. Me indicó que tomara asiento en la pequeña recepción y desapareció por una puerta verde entreabierta.
La sala en la que me hallaba era relativamente austera y parecía haber conocido tiempos mejores. La moqueta estaba gastada y raída, y el papel de las paredes desvaído en los rincones, muy rayado por el paso de la gente y los golpes y arañazos que había recibido con el trasiego de objetos de difícil manejo. A mi derecha había dos escritorios cubiertos de papeles, con sendos ordenadores apagados. A mi izquierda vi cuatro cajas de embalaje de las que asomaban, como el pelo alborotado de un payaso, pilas de virutas de madera abarquilladas. Detrás colgaba de la pared una serie de litografías con escenas de conflictos angélicos. Me acerqué para verlas mejor. Recordaban los trabajos de Gustave Doré, el ilustrador de la Divina Comedia , pero parecían basarse en alguna otra obra que yo no conocía.
– El conflicto angélico -dijo una voz femenina a mis espaldas-y la caída de las huestes rebeldes. Datan de principios del siglo diecinueve, las encargó el doctor Richard Laurence, profesor de hebreo en Oxford, para ilustrar su primera traducción inglesa del Libro de Enoc, en 1821; finalmente se descartaron debido a discrepancias con el artista. Éstas se cuentan entre las únicas copias existentes. Las demás fueron destruidas.
Me volví hacia una mujer menuda y atractiva, de poco más de cincuenta años, que vestía pantalón negro y jersey blanco con motas oscuras dispuestas de forma irregular. Tenía casi todo el pelo cano, con una pizca de dorado en las sienes. Conservaba la tez relativamente tersa, con sólo alguna que otra arruga en el cuello. Si le había calculado bien la edad, se conservaba joven.
– ¿Señora Stern?
Me estrechó la mano.
– Claudia. Me alegro de conocerlo, señor Parker.
Volví a dirigir la atención hacia las ilustraciones. -Por simple curiosidad, ¿por qué se destruyeron los otros dibujos?
– El artista era un tal Knowles, católico, que trabajaba habitualmente para editores de Londres y Oxford. Era un dibujante consumado, si bien su estilo estaba bajo la influencia de otros. Knowles ignoraba el carácter controvertido del Libro de Enoc cuando aceptó el encargo, y no conoció la historia de las escrituras en cuestión hasta que el tema de su obra salió en una conversación con el párroco local. ¿Sabe algo sobre esos textos bíblicos apócrifos, señor Parker?
– Nada especialmente digno de mención -repuse. Eso no era del todo cierto. Ya me había topado antes con el Libro de Enoc, aunque nunca había visto el texto en sí. El Viajante, el asesino de mi mujer y mi hija, había aludido a él. Fue una más de las oscuras fuentes que contribuyeron a alimentar sus fantasías.
La mujer sonrió, mostrando unos dientes blancos que empezaban a amarillear sólo un poco en los bordes y en el contorno de las encías.
– En ese caso quizá yo pueda ilustrarlo, y usted a su vez pueda ilustrarme a mí sobre el objeto que ha utilizado para presentarse a mi ayudante. El Libro de Enoc formó parte del canon bíblico aceptado durante alrededor de quinientos años, y se encontraron fragmentos entre los manuscritos del mar Muerto. La traducción de Laurence se basó en fuentes que se remontan al siglo dos antes de Cristo, pero el libro en sí aún podría ser más antiguo. Casi todo lo que sabemos, o creemos saber, sobre la caída de los ángeles procede de Enoc, y es posible que el propio Jesucristo conociese la obra, ya que se advierten claras resonancias de Enoc en algunos de los evangelios posteriores. Pasado un tiempo, cayó en desgracia entre los teólogos, en gran medida por sus teorías sobre la naturaleza de los ángeles.
– ¿Como, por ejemplo, cuántos pueden bailar en la cabeza de un alfiler?
– Por así decirlo, sí -contestó la señora Stern-. Si bien se aceptaba hasta cierto punto que las raíces del mal en la Tierra estaban en la caída de los ángeles, su naturaleza provocó divergencias. ¿Eran corpóreos? Si era así, ¿cuáles eran sus apetitos? Según Enoc, el gran pecado de los ángeles oscuros no era el orgullo sino la lujuria: su deseo de copular con mujeres, el aspecto más hermoso de la mayor creación de Dios, la humanidad. Eso llevó a la desobediencia, y a una rebelión contra Dios, y en castigo fueron expulsados del cielo. Tales especulaciones tuvieron una mala acogida entre las autoridades eclesiásticas, y el Libro de Enoc fue denunciado y excluido del canon, y algunos llegaron al extremo de declararlo consustancialmente herético. Su contenido cayó en el olvido hasta 1773, cuando un explorador escocés llamado James Bruce viajó a Etiopía y consiguió tres ejemplares del libro conservados por la Iglesia en ese país. Cincuenta años después, Laurence sacó a la luz su traducción, y así se reveló Enoc al mundo anglohablante por primera vez en más de un milenio.
– Pero sin las ilustraciones de Knowles.
– Le preocupaba la controversia que podía suscitar la publicación, y por lo visto su párroco le dijo que le negaría los sacramentos si participaba en la obra. Knowles comunicó al doctor Laurence su decisión; Laurence viajó a Londres para tratar el asunto con él, y en sus conversaciones se produjo una acalorada discusión. Knowles empezó a arrojar sus ilustraciones al fuego, los originales y los ejemplares de prueba. Lawrence se apoderó de lo que pudo rescatar de la mesa del artista y huyó. Si quiere que le sea sincera, las ilustraciones en sí no poseen gran valor, pero me gusta la historia de su creación y decidí quedármelas, pese a alguna que otra petición para que las ponga en venta. En cierto modo simbolizan lo que esta casa siempre se ha propuesto: asegurar que la ignorancia y el miedo no contribuyan a la destrucción del arte arcano, y que todas las obras de esas características lleguen a aquellos que mejor saben valorarlas. Y ahora, si quiere pasar, hablaremos de la pieza que usted ha traído.
Crucé la puerta verde detrás de ella y la seguí por un pasillo que llevaba a un taller. Allí, en un rincón, la secretaria pelirroja verificaba el estado de unos libros encuadernados en piel, mientras que en otro extremo un hombre de mediana edad con el pelo castaño y amplias entradas trabajaba sobre una pintura bajo la luz de varias lámparas.
– Ha venido en un momento interesante -dijo Claudia Stern-. Estamos preparando una subasta cuya pieza central es un objeto relacionado con Sedlec, cosa que tiene en común con su propia escultura. Pero, dado que se encuentra usted aquí, imagino que eso usted ya lo sabía. ¿Le importaría decirme quién le recomendó que me trajera a mí la escultura de huesos?
– Un tal Charles Neddo, un anticuario de Nueva York.
– Conozco al señor Neddo. Es un aficionado con talento. A veces da con objetos poco corrientes, pero nunca ha aprendido a discernir entre lo que es valioso y lo que debería desecharse y olvidarse.