– Habló muy bien de usted.
– No me extraña. Para serle franca, señor Parker, esta casa es experta en la materia, un prestigio adquirido con muchos sacrificios a lo largo de una década. Antes de nuestra llegada a este mundillo, los objetos arcanos eran coto de mercaderes de segunda, hombres mugrientos en sótanos oscuros. Alguna que otra vez, una de las casas establecidas vendía «material misterioso», como se llamaba a veces, pero ninguna de ellas se especializó en el tema. Stern es única en su especie, y rara vez un vendedor de objetos arcanos deja de consultarnos antes de subastar una pieza. Análogamente, muchos particulares nos plantean dudas, tanto a nivel formal como informal, relacionadas con colecciones, manuscritos e incluso restos humanos.
Se acercó a una mesa sobre la que estaba la escultura hallada en el apartamento de García, colocada cuidadosamente en una base giratoria. Accionó el interruptor de una lamparilla de mesa, que proyectó una luz blanca sobre los huesos.
– Lo que nos lleva a esta pieza. Supongo que el señor Neddo le ha contado ya algo sobre los orígenes de la imagen.
– Según dice, era la representación de un demonio que quedó atrapado en plata allá por el siglo quince. Lo llamó El ángel negro.
– Immael -dijo la señora Stern-. Una de las figuras más interesantes de la mitología demoniaca. Es raro encontrar su nombre en fecha tan reciente.
– ¿Su nombre?
– Según Enoc, se rebelaron doscientos ángeles, e inicialmente fueron desterrados a un monte llamado Armón, o Hermón; herem en hebreo significa «maldición». Algunos, claro está, descendieron aún más, y fundaron el infierno, pero otros se quedaron en la Tierra. Enoc da los nombres de diecinueve, creo. Immael no es uno de ellos, aunque el nombre de su gemelo, Ashmael, se incluye en ciertas versiones. De hecho, la primera vez que se tiene constancia de Immael es en los manuscritos de Sedlec posteriores a 1421, el año en que, según se dice, se creó El ángel negro, todo lo cual contribuye a su mitología.
Hizo girar lentamente la base examinando la escultura desde todos los ángulos.
– ¿Dónde ha dicho que ha encontrado esto?
– No lo he dicho.
Bajó la barbilla y me escrutó por encima de sus gafas de media lente.
– No, no me lo ha dicho, ¿verdad? Me gustaría saberlo antes de continuar.
– El propietario original, que probablemente fue también el artista responsable de su creación, ha muerto. Era un tal García, mexicano. En opinión de Neddo, también puede atribuírsele un santuario dedicado a la figura mexicana llamada Santa Muerte y la restauración de un osario en Juárez.
– ¿Cómo dejó este mundo el difunto señor García?
– ¿No lee usted los periódicos?
– No si puedo evitarlo.
– Murió de un tiro.
– Una verdadera desgracia. Si hizo esto, cabe pensar que poseía un notable talento. Ciertamente, es una obra muy hermosa. Diría que los huesos humanos empleados no son antiguos. Veo pocos indicios de desgaste. La mayoría son de niño, elegidos probablemente por razones de escala. También hay huesos de perro y ave, y las uñas en los extremos de los miembros parecen garras de gato. Es extraordinaria, pero es muy probable que no se pueda vender. Surgirían preguntas acerca de la procedencia de los huesos de niño, los cuales casi seguro que guardan relación con algún crimen. Cualquiera que intente comprarla o venderla sin conocimiento de las autoridades se expondría, como mínimo, a ser acusado, o acusada, de obstruir la acción de la justicia.
– No pretendía venderla. El hombre que la hizo participó en el asesinato de al menos dos mujeres jóvenes en Estados Unidos y quizá muchas más en México. Alguien organizó su traslado a Nueva York. Quiero averiguar quién fue.
– Si es así, ¿dónde encaja la escultura en todo esto, y por qué me la ha traído a mí?
– He pensado que despertaría su interés y me permitiría, quizás, hacerle unas preguntas.
– Y así ha sido.
– He estado reservándome una pregunta: hábleme de los Creyentes.
La señora Stern apagó la luz. El gesto le dio un instante para recomponer el semblante y disimular parcialmente la expresión de alarma que por un momento le había alterado el rostro.
– No sé si le entiendo.
– Encontré un símbolo tallado dentro de un cráneo en el apartamento de García. Era un rezón. Según Neddo, lo utiliza cierto grupo, una secta, para identificar a sus miembros y marcar a algunas de sus víctimas. Los Creyentes están interesados en la historia de Sedlec y en la recuperación de la estatua original de El ángel negro, dando por supuesto que existe. Está usted a punto de subastar un fragmento de un mapa hecho sobre vitela que supuestamente contiene alguna pista para la localización de la estatua. Supongo que eso bastaría para atraer la atención de esa gente.
Creí que la señora Stern iba a escupir en el suelo, tan manifiesta era su aversión por el tema que le había planteado.
– Los Creyentes, como ellos se hacen llamar, son bichos raros. A veces tratamos con personas extrañas en nuestro trabajo, como sin duda le habrá informado el señor Neddo, pero en su mayoría son inofensivos. Son coleccionistas, y puede disculpárseles el entusiasmo ya que nunca harían daño a un ser humano. Los Creyentes son otra cosa. Si damos crédito a los rumores, y sólo son rumores, existen desde hace siglos, y su aparición fue resultado directo del enfrentamiento en Bohemia entre Erdric e Immael. Son muy pocos, y procuran pasar inadvertidos. La única razón de su existencia es reunir a los Angeles Negros.
– ¿Ángeles? Neddo sólo me habló de una estatua…
– No me refiero a una estatua, sino a un ser -corrigió la señora Stern.
Me condujo a donde el hombre de grandes entradas en el pelo restauraba la pintura. Era un lienzo grande, de unos tres metros por dos y medio, y representaba un campo de batalla. En colinas lejanas ardían fogatas, y grandes ejércitos avanzaban entre casas en ruinas y campos chamuscados. El nivel de detalle era extremo, y cada figura estaba meticulosa y exquisitamente pintada, aunque me resultaba difícil saber si lo que veía era la propia batalla o las secuelas. En algunas secciones del cuadro se advertían aún focos de combate, pero la mayor parte del espacio central se componía de cortesanos en torno a una figura regia. A cierta distancia de él, un hombre de un solo ojo congregaba a las tropas.
El lienzo estaba en un caballete circundado de lámparas, casi como un paciente en un quirófano. En los estantes cercanos había microscopios, lentes, escalpelos, lupas y frascos de sustancias químicas diversas. Mientras yo observaba, el restaurador cogió una fina varilla de madera y la afiló con un cuchillo; a continuación la hundió en algodón y la hizo girar para formar una torunda del grosor requerido. Cuando quedó satisfecho del resultado, la sumergió en un frasco de líquido y comenzó a aplicarlo con cuidado en la superficie de la pintura.
– Eso es acetona mezclada con espíritu de petróleo -explicó la señora Stern-. Se utiliza para eliminar las capas no deseadas de barniz, tabaco y humo, los efectos de la contaminación y la oxidación. Hay que buscar el equilibrio químico adecuado para cada pintura, porque cada una tiene sus necesidades propias y únicas. El objetivo es obtener fuerza suficiente para quitar la suciedad y el barniz, incluso la pintura añadida por artistas y restauradores posteriores, sin traspasar las capas originales inferiores. Ésta ha sido una restauración especialmente laboriosa, y todavía lo es, ya que el artista anónimo empleó una combinación de técnicas poco habitual. -Señaló dos o tres zonas de la obra donde la pintura parecía mucho más espesa de lo ordinario-. Aquí ha utilizado pinturas sin óleo, lo que da a los pigmentos una consistencia anormal, como puede ver. El impasto, las zonas de pintura más densas, han acumulado capas de polvo en los surcos, que hemos tenido que retirar a base de acetona y trabajo de escalpelo.