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Escondí la cara entre las manos por un momento, sin hablar. Noté que algo me tocaba los dedos y después Joan me cogió la mano entre las suyas.

– Escúchame -dijo-. Sé que a veces da la impresión de que Frank y yo somos severos contigo, y me consta que Frank y tú no acabáis de llevaros del todo bien, pero debes comprender que queremos a Rachel, y queremos a Sam. Sabemos que también tú las quieres, y que Rachel se preocupa por ti, y te quiere más profundamente de lo que ha querido a un hombre en su vida. Pero sus sentimientos por ti le están costando muy caro. Han puesto en peligro su vida en el pasado, y ahora le causan dolor.

Sentí un nudo en la garganta cuando intenté hablar. Tomé un sorbo de café para aclarármela, pero no lo conseguí.

– Sé que Rachel te ha hablado de Curtís -continuó Joan.

– Sí -dije-. Parece que fue un buen hombre.

Joan sonrió al oír la descripción.

– Curtís era muy rebelde en la adolescencia -dijo Joan-, y se volvió más rebelde aún tras cumplir los veinte años. Tuvo una novia, Justine, y, Dios mío, la llevó por la calle de la amargura. Ella era mucho más tranquila, y aunque Curtís siempre estaba pendiente de ella, creo que la asustaba, y ella lo dejó durante una temporada. Él no lo entendió, y yo tuve que sentarme con él y explicarle que no pasaba nada si se dejaba llevar un poco, que eso era propio de los jóvenes, pero en algún momento uno tenía que empezar a comportarse como un adulto y poner freno a la parte juvenil. Eso no significaba pasarse el resto de la vida con traje y corbata, sin levantar nunca la voz o salirse del camino recto, pero estaba bien reconocer que las recompensas derivadas de una relación tenían un precio. El coste era mucho menor de lo que se recibía a cambio, pero no por ello dejaba de ser un sacrificio. Si él no estaba preparado para hacer ese sacrificio madurando, debía dejar irse a Justine y aceptar que no estaba hecha para él. Curtís decidió que quería estar con ella. Tardó un tiempo, pero cambió. En el fondo siguió siendo el mismo de siempre, claro, y esa vena rebelde nunca lo abandonó, pero la mantenía a raya, igual que podría adiestrarse a un caballo para controlar su fuerza y canalizar su energía. Al final entró en la policía e hizo bien su trabajo. Los que lo mataron empobrecieron el mundo al quitarle la vida y rompieron muchos corazones, muchos.

»Nunca pensé que volvería a mantener esta conversación con un hombre, y entiendo que las circunstancias no son las mismas. Me hago cargo de todo lo que has pasado, y puedo imaginar parte de tu dolor. Pero debes elegir entre la vida que se te ofrece aquí, con una mujer y una hija, quizás un segundo matrimonio y más hijos en el futuro, y esa otra vida que llevas. Si te ocurre algo a causa de ello, Rachel habrá perdido por una muerte violenta a dos hombres que amaba, pero si algo le pasa a ella o a Sam como consecuencia de tu trabajo, todos los que quieren a Rachel y a Sam quedarán destrozados, y tú el que más, porque dudo mucho que seas capaz de sobrevivir a esa pérdida por segunda vez. Nadie podría.

»Eres un buen hombre, y entiendo que te impulsa el deseo de resolver los problemas de personas incapaces de resolverlos por sí solas, personas que han sufrido o incluso que han sido asesinadas. Eso tiene algo de noble, pero no creo que a ti te preocupe la nobleza. Es un sacrificio, pero no del tipo adecuado. Pretendes reparar cosas que no tienen remedio, y te culpas por permitir que sucedan aunque no estaba en tus manos impedirlas. Pero en algún momento tendrás que dejar de culparte. No debes seguir intentando cambiar el pasado. Todo eso queda atrás, por duro que sea aceptarlo. Lo que ahora tienes ante ti es una nueva esperanza. No lo dejes escapar, ni permitas que te lo arrebaten.

Joan se levantó, vació el resto del café en el fregadero y dejó la taza en el lavavajillas.

– Creo que Rachel y Sam van a venirse a casa durante una temporada -añadió-. Necesitas tiempo para acabar lo que estás haciendo, y para reflexionar. No pretendo interponerme entre vosotros. Ni yo ni nadie. Si así fuera, no tendría esta conversación contigo. Pero Rachel tiene miedo y se siente desdichada, por no hablar del posparto y la confusión de sentimientos que conlleva. Necesita tener gente alrededor durante una temporada, gente que esté a su lado las veinticuatro horas del día.

– Lo entiendo -dije.

Joan apoyó la mano en mi hombro y me rozó la frente con los labios.

– Mi hija te quiere, y respeto su criterio más que el de ninguna otra persona que conozco. Ve algo en ti. Yo también lo veo. Tienes que recordarlo. Si lo olvidas, todo se habrá perdido.

El Ángel Negro caminaba a la luz de la luna, entre turistas y residentes de la ciudad, ante tiendas y galerías, oliendo el café y la gasolina en el aire, mientras a lo lejos unas campanas anunciaban que se acercaba la hora. Examinaba los rostros entre la multitud, buscando a aquellos a quienes podría reconocer, buscando ojos que se posaban en su cara y su forma un segundo más de lo necesario. Había dejado a Brightwell en la oficina, perdido entre las sombras y objetos antiguos, y ahora reproducía la conversación mentalmente. Al hacerlo esbozó una sonrisa, y los amantes también sonrieron, creyendo ver en la expresión del desconocido que pasaba a su lado el recuerdo de un beso reciente y de un abrazo de despedida. Ése era el secreto del ángeclass="underline" podía presentar el sentimiento más vil bajo los colores más hermosos, pues de lo contrario nadie optaría por seguir su camino.

Brightwell no había sonreído al reunirse ambos hacía un rato.

– Es él -anunció Brightwell.

– Son imaginaciones tuyas -contestó el Ángel Negro.

Brightwell sacó un fajo de hojas impresas de los pliegues de su abrigo y lo colocó ante el ángel. Observó cómo éste pasaba las hojas con los dedos, leyendo trozos de titulares y artículos, y cómo a cada página aumentaba su interés hasta que acabó encorvado sobre la mesa, su sombra proyectándose sobre las palabras y las fotografías, mientras sus dedos se detenían en nombres y lugares de casos ya resueltos o archivados: Charon, Pudd, Charleston, Faulkner, Eagle Lake, Kittim.

Kittim.

– Podría ser coincidencia -susurró el ángel, pero sin convicción; no era tanto una afirmación como un paso en un proceso de razonamiento.

– ¿Tantas coincidencias? -preguntó Brightwell-. No lo creo. Ha estado siguiendo nuestras huellas.

– No es posible. No puede conocer su propia naturaleza.

– Nosotros sí la conocemos -adujo Brightwell.

El ángel fijó la mirada en los ojos de Brightwell y vio ira, y curiosidad, y afán de venganza.

¿Y miedo? Sí, quizás un poco.

– Fue un error ir a la casa -dijo el ángel.

– Pensé que podíamos usar a la niña para atraerlo a nosotros.

El Ángel Negro clavó la mirada en Brightwell. «No», pensó, «querías a la niña para algo más. Tu deseo de infligir dolor ha sido siempre tu perdición.»

– No escuchas -dijo el ángel-. Ya te he advertido que no conviene llamar la atención, y menos en un momento tan delicado.

Brightwell parecía dispuesto a protestar, pero el ángel se puso en pie y cogió el abrigo del perchero antiguo junto a su escritorio.

– Necesito salir un rato. Quédate aquí. Descansa. No tardaré en volver.

Y así, el ángel paseaba en ese momento por las calles, como una mancha de petróleo en un mar de humanidad, asomando esa sonrisa a su rostro de vez en cuando, nunca durante más de un par de segundos, y sin reflejarse nunca en sus ojos. Al cabo de una hora regresó a su despacho, donde Brightwell esperaba pacientemente en un rincón, lejos de la luz.

– Enfréntate a él si lo deseas, y si eso ha de servir para confirmar o desmentir tu sospecha.

– ¿Le hago daño? -preguntó Brightwell.

– Si es necesario.

No hizo falta formular la última pregunta, la pregunta tácita. No lo mataría, ya que matarlo sería liberarlo, y tal vez nunca volvieran a encontrarlo.