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Sam estaba despierta en su cuna. No me miró cuando me acerqué. Permanecía absorta en algo por encima y más allá de los barrotes. Intentaba coger algo con las manitas y parecía sonreír. Ya la había visto así antes, cuando Rachel o yo nos inclinábamos sobre ella, hablándole u ofreciéndole un objeto cualquiera o un juguete. Me acerqué más y percibí cierta frialdad en el aire a. su. alrededor. Aun así, Sam seguía sin mirarme y dejó escapar algo parecido a una risita de alegría.

Alargué los brazos por encima de la cuna, con los dedos extendidos. Por un brevísimo momento creí notar que algo rozaba mis dedos, como de gasa o seda. Enseguida desapareció, y la frialdad con ella. Sam se echó a llorar de inmediato. La cogí en brazos, pero no se calmó. Percibí un movimiento a mis espaldas, y Rachel apareció a mi lado.

– Ya la cojo yo -dijo con irritación, y tendió los brazos hacia Sam.

– No importa. Puedo hacerlo yo.

– Te he dicho que la cogeré yo -replicó bruscamente, y esa vez había algo más que enojo en su voz.

Cuando era policía, atendí llamadas por discusiones domésticas y vi a madres aferrarse a sus hijos de la misma manera, preocupadas por protegerlos de cualquier amenaza de violencia, aun mientras sus maridos o parejas intentaban reparar lo que habían hecho o lo que habían intentado hacer, en cuanto la policía estaba delante. Vi la mirada de esas mujeres, idéntica a la que veía en ese momento en los ojos de Rachel. Le entregué a la niña sin mediar palabra.

– ¿Por qué has tenido que despertarla? -preguntó Rachel, sosteniendo a Sam contra su pecho y acariciándole la espalda con suavidad-. He tardado horas en dormirla.

Por fin pude hablar.

– Estaba despierta. Sólo me he acercado a verla y…

– Da igual. Lo hecho, hecho está.

Me dio la espalda, y las dejé a las dos. Me desnudé en el cuarto de baño y me di una larga ducha. Cuando acabé, bajé y busqué un pantalón de chándal y una camiseta; después entré en mi despacho y eché a Walter del sofá. Esa noche dormiría allí. Sam había dejado de llorar, y no se oyó nada arriba durante un rato, hasta que por fin sentí los pasos suaves de Rachel en la escalera. Se había puesto una bata sobre el camisón. Iba descalza. Apoyada en la puerta, me observó. Por un momento fui incapaz de despegar los labios. Cuando intenté hablar, volví a sentir un hormigueo en la garganta. Quise gritarle, y quise abrazarla. Quise decirle que lo sentía, que todo saldría bien, y quise que ella me repitiera lo mismo a mí, aunque ninguno de los dos fuera del todo sincero.

– Estaba cansada -se disculpó ella-. Me ha sorprendido verte de vuelta.

A pesar de todo lo que había dicho Joan, aún quería más.

– Te has comportado como si pensaras que iba a hacerle daño o a caérseme de los brazos -dije-. Y no es la primera vez.

– No, no es eso -replicó ella. Se acercó a mí-. Sé que nunca le harías daño.

Rachel intentó acariciarme el pelo y, para vergüenza mía, me aparté. Ella rompió a llorar, y ver sus lágrimas me conmocionó.

– No sé qué es -dijo-. No sé qué pasa. Es que… tú no estabas aquí, y vino alguien. Vino algo, y yo me asusté. ¿Lo entiendes? Tengo miedo, y no me gusta tener miedo. No es propio de mí, pero tú eres la causa de que me sienta así.

Ya se había desahogado. Había levantado la voz al tiempo que se le contraía la cara en una expresión de sufrimiento, rabia y dolor.

– Tú eres la causa, y me siento así por Sam, por mí misma y por ti. Te vas cuando te necesitamos aquí, y te expones a peligros por… ¿por qué? ¿Por unos desconocidos, por personas a las que no has visto nunca? Yo estoy aquí. Sam está aquí. Ahora tu vida es ésta. Eres padre, eres mi amante. Te quiero… Dios santo, te quiero de verdad, te quiero con toda mi alma… Pero no puedes seguir haciéndome esto, no puedes hacérnoslo ni a mí ni a Sam. Tienes que elegir, porque no podré aguantar otro año como éste. ¿Sabes lo que he hecho? ¿Sabes lo que tu trabajo me ha obligado a hacer? Tengo sangre en las manos. La huelo en mis dedos. Me asomo por la ventana y veo el lugar donde la derramé. Cada día, al mirar esos árboles, me acuerdo de lo que pasó allí. Lo revivo todo otra vez. Maté a un hombre para proteger a nuestra hija, y anoche habría vuelto a hacerlo. Le quité la vida en la marisma, y me alegré. Le di, y volví a darle, y deseé seguir disparando. Quería hacerlo pedazos, y que él lo sintiera segundo a segundo, hasta la última gota de dolor. Vi cómo la sangre emergía en el agua, y cómo se ahogaba, y me alegré cuando murió. Sabía qué quería hacernos, a mí y a mi hija, y no iba a permitir que eso sucediera. Lo odiaba, joder que si lo odiaba, y también te odié a ti por obligarme a hacer lo que hice, por ponerme en esa tesitura. Te odié.

Lentamente, se dejó caer en el suelo. Tenía la boca muy abierta, el labio inferior contraído en un mohín, y una lágrima tras otra le resbalaba por las mejillas, en una pena sin fin.

– Te odié -repitió-. ¿Lo entiendes? No puedo hacerlo. No puedo odiarte.

Y de pronto cesaron las palabras y sólo articuló sonidos sin significado. Oí llorar a Sam, pero fui incapaz de ir a por ella. Sólo pude tender los brazos hacia Rachel, susurrándole y besándola mientras intentaba aliviar el dolor, hasta que por fin acabamos los dos tendidos juntos en el suelo, sus dedos en mi espalda y su boca en mi cuello, intentando ambos con ese abrazo aferrarnos a todo aquello que estábamos perdiendo.

Esa noche dormimos juntos. Por la mañana Rachel hizo la maleta, puso a la niña en la sillita del coche de Joan y se dispuso a marcharse.

– Ya hablaremos -dije cuando ella estaba al lado del coche.

– Sí.

La besé en los labios. Ella me echó los brazos al cuello y me acarició la nuca con los dedos. Los dejó allí por un momento y los retiró, pero su aroma permaneció conmigo, incluso después de desaparecer el coche, incluso después de empezar a llover, incluso después de ponerse el sol y cerrarse la oscuridad y desplegarse las estrellas por el cielo nocturno como lentejuelas del traje de noche de una mujer medio imaginada, medio recordada.

Y una frialdad penetró a rastras en el vacío de la casa, y cuando concilié el sueño, una voz susurró:

Ya te dije que se iría. Sólo quedamos nosotras.

Sentí en la piel un roce como de gasa, y el perfume de Rachel se disolvió en el hedor de la tierra y la sangre.

Y en Nueva York, Ellen, la joven prostituta, despertó junto a G-Mack y sintió una mano en la boca. Intentó forcejear, hasta que notó el frío metal de la pistola en la mejilla.

– Cierra los ojos -dijo la voz de un hombre, y a ella le pareció conocer esa voz, aunque no supo de qué-. Cierra los ojos y no te muevas.

Ellen obedeció. La mano continuó sobre su boca, pero la pistola se apartó. A su lado oyó a G-Mack empezar a despertarse. Con los calmantes se quedaba amodorrado, pero por la noche se le pasaba el efecto y eso lo obligaba a tomar más.

– ¿Eh? -dijo G-Mack.

Ellen oyó cinco palabras, y luego como si un libro se hubiera caído al suelo. Algo caliente le salpicó la cara. Le retiraron la mano de la boca.

– Sigue con los ojos cerrados -ordenó la voz.

Ella mantuvo los párpados apretados hasta tener la certeza de que el hombre se había ido. Cuando volvió a abrirlos, G-Mack tenía un agujero en la frente y la sangre empapaba las almohadas.

16

Sin Rachel y Sam en la casa, me sumí en la negrura. Apenas recuerdo algo de las veinticuatro horas posteriores a su marcha. Dormí, comí poco y no atendí al teléfono. Pensé en beber, pero me consumía tanto el desprecio a mí mismo que fui incapaz de degradarme todavía más. Me dejaron mensajes en el contestador, pero ninguno que me importara, y al cabo de un tiempo ya no los escuchaba. Intenté ver la televisión, incluso hojeé el periódico, pero nada retenía mi atención. Aparté de mi pensamiento a Alice, Louis y Martha. Los quería lejos.