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– Tienes ojos de viejo -me decía-. Deberías tener la sabiduría de un viejo para estar en consonancia con ellos.

Pero lentamente empezó a debilitarse y empezó a fallarle la memoria, arrebatada poco a poco por el Alzheimer, que le robó de forma implacable todo lo que tenía algún valor para él, que desmanteló paso a paso su memoria. Así, me correspondió a mí recordarle todo lo que me había dicho en otro tiempo, y me convertí en maestro de mi abuelo.

Las flores buenas tienen las raíces profundas, y las malas cerca de la superficie.

Poco antes de morir, la enfermedad le dio un respiro pasajero y recuperó cosas que parecían perdidas para siempre. Se acordó de su mujer y su matrimonio, y de la hija que habían tenido. Recordó las bodas y los divorcios, los bautizos y los funerales, los nombres de compañeros de trabajo que se habían adentrado antes que él en la última gran noche alumbrada tenuemente por la luz de un amanecer prometido. Las palabras y los recuerdos brotaron de él a borbotones, y revivió toda su existencia en cuestión de horas. Después todo volvió a desaparecer, y no quedó ni un solo momento de su pasado, como si esa avalancha hubiese arrastrado consigo las últimas huellas de él y hubiera dejado una morada vacía con ventanas traslúcidas, que lo reflejaban todo pero no revelaban nada, pues no había nada que revelar.

Pero en esos últimos minutos de lucidez me cogió la mano, y sus ojos ardieron con mayor intensidad que nunca. Estábamos solos. Su día se terminaba, y el sol se ponía sobre él.

– Tu padre -dijo-. Tú no eres como él, ya lo sabes. Todas las familias cargan con una cruz, la de sus almas atormentadas. Mi madre era una mujer triste, y mi padre nunca pudo hacerla feliz. No era culpa de él; tampoco de ella. Ella era como era, y por entonces la gente eso no lo entendía. Era una enfermedad, y al final acabó con ella, como el cáncer acabó con tu madre. Tu padre también tenía algo de esa enfermedad, esa tristeza. Creo que quizá fue eso, en parte, lo que a tu madre le atrajo de éclass="underline" encontraba su eco muy dentro de ella, a pesar de que no siempre quisiera oírlo.

Intenté recordar a mi padre, pero conforme pasaban los años después de su muerte, cada vez me resultaba más difícil representármelo. Cuando intentaba visualizarlo, siempre había una sombra en su cara, o sus rasgos aparecían distorsionados e imprecisos. Era policía, y se pegó un tiro con su propia pistola. Dijeron que lo hizo porque no podía convivir consigo mismo. Me contaron que mató a una chica y un chico, creyendo que el chico se disponía a sacar un arma. Nadie pudo explicarse por qué también murió la chica. Supongo que no había explicación, o ninguna que bastara.

– Nunca llegué a preguntarle por qué hizo lo que hizo, pero tal vez lo habría comprendido un poco -dijo mi abuelo-. Verás, yo también tengo algo de esa tristeza, como la tienes tú. Me he resistido a ella toda la vida. No estaba dispuesto a permitirle que se apoderara de mí tal como se apoderó de mi madre, y tampoco tú lo permitirás.

Me apretó la mano. Un asomo de confusión se dibujó en su rostro. Paró de hablar y entrecerró los ojos, intentando recordar desesperadamente lo que quería decir.

– La tristeza -apunté-. Me hablabas de la tristeza.

Se le relajaron las facciones. Vi una única lágrima salir de su ojo derecho y resbalarle lentamente por la mejilla.

– En tu caso es distinta -continuó-. Es más cruda, y parte de ella viene de fuera, de otro lugar. No te la transmitimos nosotros. La trajiste tú. Forma parte de ti, de tu manera de ser. Es antigua y… -Apretó los dientes, y todo él tembló mientras luchaba por esos últimos momentos de lucidez-. Tienen nombres. -Se obligó a pronunciar las palabras, las expulsó de su organismo, las echó de su interior como tumores-. Tienen nombres -repitió, y ahora su voz era distinta, ronca, y destilaba un odio desesperado. Por un instante se transformó, y ya no era mi abuelo, sino otro ser, un ser que se había adueñado de su espíritu enfermo y mortecino y le había insuflado energía brevemente para comunicarse con un mundo al que de otro modo no habría podido acceder-. Todos tienen nombre, todos ellos, y están aquí. Siempre han estado aquí. Y les gusta hacer daño y causar dolor y sufrimiento, y siempre están buscando, atentos en todo momento.

»Y te encontrarán, porque también está en ti. Tienes que luchar contra ello. No puedes ser como ellos, porque te querrán a su lado. Siempre te han querido a su lado.

Se había incorporado un poco en la cama, pero de pronto, extenuado, se desplomó. Me soltó la mano y me dejó la huella de sus dedos en la piel.

– Tienen nombre -susurró, y la enfermedad volvió a propagarse como tinta que mancha agua clara y la tiñe de negro, reclamando para sí todos sus recuerdos.

Llevé a Walter a casa y escuché por primera vez los mensajes que no había oído. Con el paseo, se me había despejado la cabeza, y el rato que dediqué a arreglar la tumba me había proporcionado un poco de paz, pese a recordarme por qué me habían resultado tan familiares las palabras de Neddo sobre los nombres de los Creyentes. También podía deberse al hecho de que en cierto modo había tomado una decisión, y no tenía sentido seguir martirizándome por ello.

No había ningún mensaje de Rachel. Uno o dos eran propuestas de trabajo. Los borré. El tercero era de la secretaria de Ross, el agente especial con rango de subjefe en Nueva York. Le devolví la llamada, y me dijo que Ross había salido, pero prometió ponerse en contacto con él para avisarle. No había tenido tiempo siquiera de prepararme un bocadillo cuando Ross me telefoneó. Parecía estar en un bar o restaurante. Oía el ruido de platos detrás de él, el tintineo de la porcelana contra el cristal, y el murmullo de las conversaciones y las risas de la gente mientras comía.

– ¿A qué venía tanta prisa con lo de Bosworth si ibas a tardar medio día en devolverme la llamada? -preguntó.

– Tenía la cabeza en otra parte -contesté-. Perdona.

La disculpa desconcertó a Ross.

– Te preguntaría si te pasa algo -dijo-, pero no quisiera que empezaras a pensar que me preocupo por ti. -Descuida. Lo vería sólo como un momento de debilidad.

– Bueno, ¿sigues interesado en el asunto ese?

Tardé un rato en responder.

– Sí. Aún me interesa.

– Yo no tenía a Bosworth bajo mi cargo. No era un agente de campo, así que estaba subordinado a un colega mío.

– ¿A quién?

– Al señor «No es asunto tuyo». No insistas. Eso es intrascendente. Dadas las circunstancias, yo habría actuado con Bosworth igual que él. Lo sometieron al proceso.

«El proceso» era el nombre que daban los federales al método oficial para ocuparse de los agentes que se descarriaban. En los casos graves, como los que filtraban información, primero se intentaba desacreditar al agente en cuestión. Se daba acceso a sus compañeros al expediente personal del individuo. Se los interrogaba sobre los hábitos de dicho agente. Si el agente había hecho algo público, podía pasarse información personal potencialmente perjudicial a la prensa. El FBI seguía la política de no despedir a estos agentes, ya que la expulsión podía inducir a pensar que el Departamento daba crédito a las acusaciones del individuo. Era mucho más eficaz acosar a un agente recalcitrante y mancillar su nombre.

– ¿Qué hizo? -pregunté a Ross.

– Bosworth era informático, especializado en códigos y criptografía. No puedo decirte nada más, en parte porque tendría que matarte si lo hiciera, pero sobre todo porque, en cualquier caso, soy incapaz de explicártelo, ya que yo mismo no lo entiendo. Por lo visto hacía cierto trabajo por su cuenta, algo relacionado con mapas y manuscritos. Le valió una reprimenda de la ORP. – La Oficina de Responsabilidad Profesional se ocupaba de investigar las acusaciones de mala conducta en el seno mismo del FBI-. Pero no hubo expediente disciplinario. De eso hará un año. El caso es que un tiempo después Bosworth pidió la excedencia y no se supo nada más de él hasta que de pronto apareció en Europa, en una cárcel francesa, detenido por profanar una iglesia.