– He experimentado una sensación de vértigo, como si cayera desde una gran altura. Me quemaba, y otros se quemaban a mi alrededor. He oído cómo hablaba mientras me arrastraba hacia el coche, o eso creía.
– ¿Qué le ha dicho?
– «Hallado.» Ha dicho que me había hallado.
Si esto sorprendió a Reid, lo disimuló bien. Bartek no tenía la cara de póquer de su amigo. Estaba pasmado.
– ¿Es el hombre ese un Creyente? -quise saber.
– ¿Por qué lo pregunta? -dijo Reid.
– Tenía una marca en el brazo. Parecía un rezón. Neddo me dijo que se marcaban.
– Pero ¿sabe qué es un Creyente? -inquirió Reid. Advertí en el tono de su voz cierto escepticismo, casi paternalismo, que no me gustó.
Mantuve la voz baja y serena. Me requirió un notable esfuerzo.
– No me gusta que den por sentada mi ignorancia, y que implícitamente dejen en el aire la promesa de ilustrarme -dije-. Ni siquiera cuando la gente incita a los perros con premios, así que no se pasen de la raya. Sé qué busca esa gente, y sé qué son capaces de hacer para conseguirlo.
Me levanté y cogí el libro que había comprado en South Portland. Se lo lancé a Reid y, cuando él lo atrapó torpemente con las dos manos, el libro se abrió. Solté una andanada de palabras mientras él examinaba las páginas.
– Sedlec. Enoc. Ángeles oscuros de forma corpórea. Un apartamento con restos humanos inmersos en orina para amarillearlos. Un sótano adornado con restos humanos, a la espera de que llegue una estatua de plata con un demonio atrapado dentro. Un hombre que se queda sentado plácidamente en un coche en llamas mientras su cuerpo se reduce a cenizas. Y el cráneo de una joven, con guarniciones de oro, que colocaron en un hueco tras asesinarla en una habitación alicatada construida exclusivamente con ese fin. ¿Está más claro ahora, padre o hermano, o como sea que le guste que lo llamen?
Reid tuvo el detalle de disculparse con un gesto, pero yo ya empezaba a lamentar mi exabrupto delante de aquellos desconocidos, no sólo porque me avergoncé de mi propio mal genio, sino porque no quería revelar nada indebido en un ataque de ira.
– Lo siento -dijo Reid-. No estoy habituado a tratar con detectives privados. Siempre tiendo a dar por supuesto que nadie sabe nada, y, para serle sincero, rara vez me sorprenden.
Volví a sentarme a la mesa y aguardé a que continuase.
– Los Creyentes, o quienes los guían, están convencidos de que son ángeles caídos, expulsados del cielo, renacidos una y otra vez en forma de hombres. Se creen invulnerables. Si los matan, vagan en forma incorpórea hasta que encuentran a un huésped adecuado. Pueden tardar años, incluso décadas, antes de lograrlo, pero entonces el proceso vuelve a empezar. Si no los matan, creen que envejecen a un ritmo infinitamente más lento que los seres humanos. En última instancia, son inmortales. Eso es lo que creen.
– ¿Y usted qué cree?
– No creo que sean ángeles, ni caídos ni no caídos, si se refiere a eso. Antes yo trabajaba en hospitales psiquiátricos, señor Parker. Un delirio habitual entre los pacientes era que creían ser Napoleón Bona-parte. Estoy seguro de que hay una buena razón para que prefieran a Napoleón en lugar de, digamos, Hitler o el general Patton, pero no me preocupó tanto como para intentar averiguarlo. Me bastaba con saber que un caballero paquistaní de cuarenta años que pesaba cien kilos no era, con toda probabilidad, Napoleón Bonaparte; pero, para él, mi incredulidad no cambiaba nada. De igual manera, poco importa si aceptamos o no las convicciones de los Creyentes. Ellos creen, y convencen a otros espíritus o almas más débiles para que también compartan sus creencias. Parecen dominar el poder de la sugestión, la capacidad de sembrar falsos recuerdos en terreno fértil, pero no por eso su delirio y el de las personas que los rodean son menos peligrosos.
Pero había algo más en esa gente. Las circunstancias de la muerte de Alice demostraron claramente que esos individuos eran mucho más desagradables, y más poderosos, de lo que incluso Reid estaba dispuesto a reconocer, al menos allí, delante de mí. Estaba, por otra parte, el asunto del DMT, la droga encontrada en los restos de Alice y en el cuerpo de García. Para atar a la gente, no sólo usaban la fuerza de la voluntad.
– ¿Qué ha querido decir con eso de que me había hallado?
– No lo sé.
– No le creo.
– Está en su derecho.
No insistí.
– ¿Qué sabe de una empresa llamada Dresden Enterprises?
Esta vez le tocó a Reid sorprenderse.
– Sé poca cosa. El dueño es un tal Joachim Stuckler, un coleccionista.
– Tengo que verme con él en Boston.
– ¿Se puso en contacto con usted?
– Me envió a uno de sus adláteres para concertar la cita. De hecho, envió a tres adláteres, pero dos de ellos tardarán un tiempo en volver a respirar. Por cierto, intentaron hacerse los listos.
Reid pareció inquieto ante aquella insinuación de amenaza.
– Me permito recordarle que también nosotros somos más fuertes de lo que aparentamos, y el hecho de que llevemos alzacuellos no significa que no vayamos a defendernos.
– Los hombres que pisotearon a los enviados de Stuckler se llaman Tony y Paulie Fulci -dije-. No creo que sean buenos católicos, pese a su origen. De hecho, no creo que sean buenos en ningún sentido, pero se enorgullecen de su trabajo. En eso, los psicópatas son raros. No tendría ningún reparo en echarles encima a los Fulci, siempre y cuando no decida complicarles la vida yo mismo, o dejarlos en manos de alguien a cuyo lado los Fulci parecen misioneros.
»No sé qué creen ustedes que está pasando, pero permítanme que se lo explique. La joven asesinada se llamaba Alice Temple. Era prima de uno de mis mejores amigos; pero la palabra "prima" no expresa en toda su magnitud la obligación que él siente hacia ella, igual que "amigo" no refleja la dimensión de mi deuda con él. Buscamos a los responsables, y los encontraremos. Puede que a ustedes no les importen mucho mis amenazas. Puede que ni siquiera les preocupe la posibilidad de ser pisoteados por trescientos kilos de orgullo italoamericano mal orientado. Pero les diré una cosa: mi amigo Louis es infinitamente menos tolerante que yo, y cualquiera que se interponga en su camino, o que retenga información, está jugando con fuego y se quemará.
«Parecen plantear esto como una especie de pasatiempo intelectual en el que el premio es información, pero aquí hay vidas en juego, y ahora mismo no tengo tiempo para regatear con ustedes. Ayúdenme o márchense y acepten las consecuencias cuando vayamos a buscarlos.
Bartek fijó la mirada en el suelo.
– Lo sé todo sobre usted, señor Parker -dijo Reid, al principio en tono vacilante-. Sé qué les pasó a su mujer y su hija. He leído sobre los hombres y mujeres a los que dio caza. También sospecho que, sin saberlo usted, ya se acercó antes a los Creyentes, pues sin duda destruyó a algunos de los que compartían sus delirios. Usted no pudo establecer la relación entre unos y otros, y por alguna razón ellos tampoco, no hasta hace poco. Puede que tenga que ver con la diferencia entre el bien y el maclass="underline" el bien es desinteresado, mientras que el mal se centra en el interés propio. El bien atrae el bien, y quienes participan de él se aúnan en una meta común. El mal, por su parte, atrae a hombres malvados, pero nunca actúan realmente unidos. Siempre sentirán desconfianza y envidia. En última instancia, buscan poder para ellos solos, y por eso al final siempre se vienen abajo. -Sonrió un poco tímidamente-. Lo siento, tengo cierta tendencia a la digresión filosófica. Es la consecuencia inevitable cuando uno se ocupa de esta clase de asuntos. En cualquier caso, sé que ahora tiene pareja y una hija. No veo el menor rastro de su presencia aquí. Hay platos sucios en el fregadero, y veo en sus ojos que le preocupan cosas que no tienen nada que ver con este caso.
– Eso no es asunto suyo -repliqué.
– Sí lo es, señor Parker. Usted es vulnerable, y está rabioso, y ellos se aprovecharán de eso. Lo usarán para llegar a usted. No dudo ni por un momento de que sea capaz de hacer daño a las personas que lo frustren o se interpongan en su camino. Ahora mismo creo que no necesita muchas excusas para hacerlo, pero créame cuando le digo que somos cautos en nuestras respuestas por una buena razón. Aunque quizás esté usted en lo cierto. Quizás ha llegado la hora de que seamos sinceros los unos con los otros. Así que permítame empezar.