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– ¿Stuckler es Creyente?

– No tenemos ninguna prueba de ello, pero esa gente se mantiene bien escondida. Es muy posible que Stuckler sea uno de ellos, o incluso que sea un renegado y que se haya arriesgado a enfrentarse con sus correligionarios.

– ¿Podría ser, acaso, que compita con ellos por la posesión del mapa?

– Esta semana sale a la venta un fragmento en una misteriosa casa de subastas de Boston dirigida por una tal Claudia Stern. Según tenemos entendido, se trata del fragmento de Sedlec, aunque no podemos demostrarlo. El mapa y la caja desaparecieron de Sedlec poco después del hallazgo y antes de que pudiese llevarse a cabo un examen riguroso. Hemos investigado la posibilidad de emprender acciones legales para impedir la subasta hasta poder determinar su origen, pero se nos ha indicado que cualquier intento en esa dirección fracasaría. No disponemos de ninguna prueba de que se lo llevaran de Sedlec, ni de que la orden cisterciense tenga derecho de propiedad. Pronto todas las partes podrán examinarse, y entonces irán en busca de la estatua.

Los vi marcharse cuando la tarde se sumió en la oscuridad y el silencio. No había averiguado tanto como esperaba, pero ellos tampoco. Seguíamos moviéndonos en círculos unos en torno a otros, temerosos de hablar más de la cuenta. No les había mencionado a Sekula, pero Ángel y Louis habían quedado en pasar por su bufete cuando regresasen a Nueva York. Si se enteraban de algo más, me lo dirían.

Cerré la puerta y llamé a Rachel al móvil. La llamada fue directa al buzón de voz. Pensé en probar en el teléfono de sus padres, pero no quería vérmelas con Frank o Joan. Así que saqué a Walter a pasear por la marisma, pero cuando llegamos a una arboleda en el extremo del bosque, no quiso seguir y continuó nervioso hasta que volvimos a casa. Ya se veía la luna en el cielo, y se reflejaba en el agua del estanque como la cara de un hombre ahogado flotando en sus profundidades.

Reid y Bartek se dirigieron hacia la Interestatal 95. No hablaron hasta circular por ella en dirección sur.

– ¿Por qué no se lo has dicho? -preguntó Bartek. -Le he dicho más que suficiente, quizá demasiado.

– Le has mentido. Le has dicho que no sabías qué significaba ser «hallado».

– Esa gente padece delirios.

– Brightwell no es como los demás. Es distinto. ¿Cómo no va a serlo si aparece una y otra vez, siempre con el mismo aspecto?

– Que crean lo que quieran, incluido Brightwell. No tiene sentido preocuparle más aún. Bastante abrumado está ya por el peso que sobrelleva. Así que ¿para qué habríamos de darle más problemas?

Bartek miró por la ventana. En las obras de ampliación de la carretera habían apilado grandes montículos de tierra. Había árboles caídos en espera de que los desramaran y se los llevaran. Contra el cielo crepuscular se dibujaba el contorno de las máquinas excavadoras, como bestias paralizadas en medio de un gran conflicto.

«No», pensó. «Es más que un delirio. No sólo buscan la estatua.»

Habló con cautela. Reid era hombre de genio vivo, y Bartek no quería tenerlo malhumorado al volante durante el resto del viaje.

– Habrá que decírselo, al margen de cualquier otro problema que pueda tener -comentó-. Volverán por lo que creen que es. Y le harán daño.

Se acercaban a la salida de Kennebunk. Bartek vio el aparcamiento en el área de descanso y las luces de los restaurantes de comida rápida. Iban por el carril de la izquierda, con un camión enorme a su derecha.

– Maldita sea -dijo Reid-. Ya sabía yo que no tenía que traerte.

Pisó el acelerador, se cruzó por delante del camión y tomó la salida. Segundos después volvían por donde habían venido.

Cuando el coche de Reid y Bartek se detuvo, Walter ya había empezado a ladrar. Había aprendido a responder a la alarma del sensor de movimiento de la verja. Ahora que Rachel no estaba, yo había abierto la caja fuerte donde guardaba las armas y colocado una pistola en una consola de la entrada y otra en la cocina. La tercera, la Smith 10, intentaba tenerla siempre a mano. Vi al sacerdote corpulento acercarse a la puerta. El más joven se quedó en el coche vigilando la calle.

– ¿Se ha perdido? -pregunté al abrir.

– Hace mucho tiempo -contestó Reid-. ¿Hay algún sitio al que podamos ir a comer? Me muero de hambre.

Los llevé al Great Lost Bear. Me gustaba el Bear. Era poco pretencioso y barato, y no quería tener que pagar una cena cara a un par de monjes. Pedimos alitas picantes, hamburguesas y patatas fritas. Reid se quedó impresionado con la selección de cervezas y pidió una inglesa de importación que parecía embotellada en tiempos de Shakespeare.

– Así pues, ¿dónde estaban cuando les han asaltado los remordimientos por su falta de sinceridad? -pregunté.

Reid dirigió a Bartek una mirada virulenta.

– La maldita voz de la conciencia me ha hablado en algún sitio cerca de un Burger King -contestó.

– No era precisamente el camino de Damasco -añadió Bartek-, pero tú tampoco eres san Pablo, por más que tengas en común el mal genio.

– Como parece haberse dado cuenta usted, no he estado muy comunicativo sobre ciertas cuestiones -dijo Reid-. Mi joven colega opina que deberíamos advertirle con claridad de los riesgos a los que se enfrenta, y explicarle a qué se refería Brightwell al decirle que lo había «hallado». Me mantengo firme en lo dicho anteriormente: deliran, y quieren que los demás compartan sus delirios. Ellos pueden creer lo que quieran, y usted no tiene por qué seguirles el juego; pero ahora reconozco que esas creencias podrían ser una amenaza para usted.

»Todo se remonta a los textos apócrifos y la caída de los ángeles. Dios expulsa del cielo a los rebeldes, y éstos arden mientras caen. Son desterrados al infierno, pero algunos prefieren vagar por la tierra naciente, consumidos por el odio a Dios y, más tarde, por el odio a las crecientes hordas de seres humanos que ven alrededor. Identifican lo que consideran el defecto en la creación de Dios: Dios ha concedido al hombre libre albedrío, así que éste es receptivo tanto al bien como al mal. Por consiguiente, la guerra contra Dios continúa en la tierra, librada a través de los hombres. Supongo que, en cierto modo, podría describirse como una guerra de guerrillas.

»Pero no todos los ángeles volvieron la espalda a Dios. Según Enoc, hubo uno que, arrepentido, creyó que aún podía ser perdonado. Los otros intentaron darle caza, pero él se escondió entre los hombres. La salvación que buscaba nunca llegó, pero siempre creyó en la posibilidad de que se le concediera si reparaba todas sus malas acciones. No perdió la fe. Al fin y al cabo, su ofensa era grande, y su castigo debía serlo en igual medida. Estaba dispuesto a sobrellevar todo lo que cayese sobre él con la esperanza de alcanzar la salvación. Así que nuestros amigos, los Creyentes, son de la opinión de que este último ángel sigue rondando por ahí, en algún sitio, y lo odian casi tanto como al propio Dios.

Hallado.

– ¿Quieren matarlo?

– Según ellos, no pueden matarlo. Si lo matan, lo perderán otra vez. Vagará, encontrará una nueva forma, y la búsqueda deberá empezar de nuevo.

– ¿Y qué opciones tienen?

– Corromperlo, llevarlo a la desesperación para que se una otra vez a ellos; o también pueden encerrarlo para siempre, aislarlo en algún sitio, donde, aunque se debilite y se consuma, nunca pueda disfrutar de la liberación de la muerte. Padecerá una eternidad de lenta decadencia en vida. Una idea espantosa, por decir poco.

– Verá -dijo Bartek-, Dios es misericordioso. Eso creo yo, eso cree Martin, y eso cree, según Enoc, el ángel solitario. Dios habría perdonado incluso a Judas Iscariote si hubiese pedido perdón. Judas no fue condenado por su traición a Cristo. Fue condenado por desesperar, por rechazar la posibilidad de ser perdonado por lo que había hecho.