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Sentado con las piernas cruzadas y descalzo en una pequeña tarima, vestido con un salivar gris y con una vasija llena de flores frente a él, Riaz no utilizaba notas y jamás vacilaba. El impulso de su convicción le hacía fluido, divertido, apasionado y brillante. Parecía más cómodo dirigiéndose a una multitud que a una persona. Nunca le faltaban las palabras ni parecía intranquilo. No se detenía en ningún tema. Empezaba el sermón hablando de la identidad islámica, por ejemplo, pero pronto se explayaba sobre la creación del universo, la persecución mundial de musulmanes, el Estado de Israel, maricas y lesbianas, el islam en España, estiramientos de cara, nudismo, vertidos de residuos nucleares en el Tercer Mundo, perfume, el ocaso de Occidente y la poesía urdu.

Aunque empezara con ironía, diciendo «Hoy no voy a maldecir nada», montaba en cólera, agitando el puño en el aire, tirando el bolígrafo y creando un estremecimiento de humorística connivencia entre el público. Luego, fingiendo arrepentimiento, pedía a los hermanos que ofreciesen disculpas a todos aquellos con quienes hubieran discutido y amasen a los que practicaban otras religiones.

Al final, cuando lo había dicho todo, hermanos como Hat y Chad le echaban una chaqueta por los hombros y le escoltaban a la salida antes de que le sofocasen los merecidos elogios.

– ¿Y no dice que todos nos estamos convirtiendo en occidentales, europeos, socialistas? -recordó Chad-. Los socialistas sólo saben hablar. ¡Se han quedado paralizados para siempre! ¡Mira a ese haragán de Brownlow, por ejemplo! ¡O a su mujer, la Osgood!

– ¿Qué le pasa a ella?

– ¡Existen al más bajo nivel! ¡Y a nosotros nos gustaría integrarnos aquí! Pero no debemos asimilarnos, si no queremos perder el alma. Somos orgullosos y obedientes. ¿Qué hay de malo en eso? ¡No somos nosotros quienes hemos de cambiar, sino el mundo! -Chad no apartaba los ojos de Shahid-. A los incrédulos les aguarda el fuego del infierno, ya lo sabes.

– ¿Y el cielo a los demás?

– Sí. ¿Qué dices, hermano? ¿Qué dices?

En aquel momento entró Riaz en la habitación. Llevaba un abrigo amplio y grueso, y guantes.

A su lado, arrastrando la tintineante bolsa del ejército que el carnicero había llevado a la habitación de Riaz, iba Hat, con una trenka y un gorro verde de lana calado hasta las orejas. Llevaba una bufanda bien anudada. Parecía preparado por su madre para ir al colegio en un día de mucho frío.

Tahira, junto con otros dos estudiantes, Tariq y Nina, estaba tras ellos en el pasillo, también con ropa de abrigo. Los negros ojos de Tahira, prácticamente todo lo que Shahid veía de ella, le sonreían animosamente. Ella observó que Shahid miraba a Hat y explicó:

– Su padre cree que va a Birmingham, a visitar a su tía.

– Hay otra cosa que no he tenido tiempo de explicarte -dijo Chad, apartándose de Shahid-. ¿Estás disponible?

– ¿Para qué?

– Hay una emergencia. Piden auxilio. Esta noche van a atacar a nuestra gente.

– ¿De qué estás hablando?

Riaz miró a Chad y luego a Shahid. Chad se calmó. La presencia de Riaz sosegaba a todo el mundo.

– Esta noche debes estar con nosotros, Shahid -dijo Riaz.

– Shahid siempre está con nosotros -afirmó Chad, dándole una palmada en el hombro.

– Pero yo…

– Muchos de la Facultad también han dicho que vendrían con nosotros -dijo Hat.

– Vamos -ordenó Riaz-. Abrígate bien.

Shahid vio que no tenía más remedio que ponerse el abrigo negro forrado de guata que le había regalado su madre. De todas formas, estaba esperando la ocasión de estrenarlo.

– ¿Qué vamos a hacer, entonces? -preguntó.

– Un piquete de defensa. Están maltratando a gente honrada.

– No somos puñeteros cristianos -exclamó Riaz, con una agresividad considerable para él, aunque el efecto quedó bastante mitigado por el hecho de que, como de costumbre, llevaba la cartera-. Nosotros no ponemos la otra mejilla. ¡Lucharemos por nuestro pueblo, torturado en Palestina, Afganistán, Cachemira! Nos han declarado la guerra. Pero estamos armados.

– No permitiremos la degradación de nuestro pueblo -anunció Chad mientras se precipitaban escaleras abajo-. ¡El que se niegue a luchar responderá ante Dios y sufrirá el fuego del infierno!

– Deberíamos llamarnos la Legión Extranjera -sugirió Shahid a Hat en la escalera, empezando a animarse con la empresa. Se le estaba calentando la sangre y sentía un orgullo físico por su causa, cualquiera que fuese. Formaba parte del batallón de hermanos y hermanas-. ¿Qué te parece, Chad?

Chad rodeó a Shahid con el brazo.

– Sabía que estabas con nosotros. Siento haberte gritado y todo eso. Estaba nervioso.

– ¡Legión Extranjera! -entonó Hat.

El ejército de Riaz pasaba apretadamente entre las bicicletas del vestíbulo cuando sonó el teléfono de la pared. Lo cogió Hat.

– Eh, Shahid, es para ti -dijo.

– ¿Es Chili? Dile que…

– Una dama -repuso Hat, negando con la cabeza.

Shahid se puso al teléfono. Estaba inquieto ante la idea de dar plantón a Deedee; le estaría esperando. Ahora podría explicarle que tenía que hacer algo urgente. Luego se reuniría con ella, apoyaría la cabeza en su hombro y se lo contaría.

– ¿Shahid?

Reconoció la voz, pero no sabía de quién era. De todos modos, se estremeció.

– Soy Zulma.

En casa se ocultaba en el cuarto de baño para evitar a la mujer de Chili, ideando formas de molestarla. Zulma, a quien le encantaba decir que Shahid era un vago, se quejaba de que por debajo de su puerta salían «extraños olores humanos» que contaminaban la casa. A Chili solía decirle: «Si Shahid es un intelectual, ¿por qué no aprueba los exámenes? ¿Por qué sus amigas van tan mal vestidas y son tan poquita cosa? ¿Es que no puede encontrar una guapa paquistaní? ¡Nuestras mujeres son las más atractivas del mundo!»

– Ah, Zulma, me alegro de oírte. ¿Qué pasa?

La imaginaba tumbada en un sofá con su salwar plateado, su aspecto de estrella de cine, sus cabellos rozando el suelo, relucientes como el charol.

– ¿Qué tal van tus estudios?

Qué amistosa estaba hoy, ¿qué querría?

– Bien, Zulma, estupendamente.

– ¿Estudias mucho?

– Más que nunca.

– ¿Tienes amigos?

Por el portal abierto veía a sus amigos, que le esperaban en la calle.

– Los mejores que he tenido.

– ¿Has visto a Chili?

¿Por qué le preguntaba a él? Era su mujer. Si alguien veía a Chili, tenía que ser ella.

– Sí.

– Dime cuándo, Shahid.

– ¿Cuándo? Pues a veces pasa a saludarme.

– Chili nunca saluda a nadie. ¿Qué número tiene ahora en Londres? Tengo el bolígrafo preparado.

Desde fuera, Chad empezó a hacer gestos a Shahid. Dos taxis había parado frente a la acera.

– No lo sé, Zulma.

– ¿Dónde se aloja?

– Ya sabes cómo es, probablemente estará en casa de algunos amigos. Se pasan la noche jugando al póquer y esas cosas.

– ¡Pero qué amigos, Shahid, ni qué niño muerto! -Se estaba poniendo furiosa-. Será mejor que me lo digas, porque lo sabes.

– ¿Ah, sí?

– La última vez me dijo: Ya me verás. ¿Dónde?, le pregunté. En las noticias de la tele, me contestó. ¿A qué locura se refería, eh?

Le estaba presionando. Pero ¿por qué tendría que hacerle un favor?

– Oye, Zulma, tengo que ir corriendo a la biblioteca. Ya conoces a Chili, o deberías conocerle, a nadie le cuenta lo que hace.