Fueron a un pub. Las chicas llevaban minifalda o vaqueros blancos; los chicos iban con vaqueros negros o azules, con agujeros en las rodillas; algunos vestían cazadoras de cuero negras con polos negros o jerséis de cuello redondo. Había unos cuantos «siniestros» con maquillaje fúnebre que parecían fuera de lugar. Y también algunos chicos trajeados, más elegantes, que salían del trabajo y más tarde tomarían un taxi hasta el Soho para ir a L'Escargot, Alastair Little o al Neal Street Restaurant.
Muchos de ellos, explicó Deedee, eran unos gandules que pretendían escribir guiones. Pero algunos trabajaban en películas de bajo presupuesto o en musicales, y eran ayudantes de producción o montaje, extras de vídeos, directores jóvenes que, más tarde, acabarían la noche en las discotecas de moda: Moist, Future o Religión.
En un rincón había una pandilla de peor catadura, con chaquetillas de deporte con capucha y anchos vaqueros, suministrando manoseadas pastillas para fiestas particulares. Tenían cuenta de crédito con los taxis que les esperaban, ganaban mucho dinero vendiendo éxtasis. Las fiestas se celebraban en descampados de las afueras o en almacenes, bajo los puentes del ferrocarril. Deedee dijo que habría ido esa noche si no hubiera sido porque había un grupo punk asiático que no quería perderse, los Masters of Enlightenment.
Shahid se apretó contra ella. Empezaba a estar inquieta, removiéndose en el asiento, como la primera vez que hablaron en la cafetería de la Facultad. Quería hablar de su vida, pero no sabía por dónde empezar. No había tenido tiempo de digerir y examinar el pasado, había llevado una vida apresurada, los años habían pasado volando, no había descansado.
Por persistir en su actitud alborotadora, a los dieciséis años la expulsaron del colegio. Un sábado por la mañana, en vez de ir a su trabajo puso «She's Leaving Home», metió algo de ropa en una mochila y se marchó de casa para siempre.
– Pensé que, ya que estaba en ello, debía hacerlo todo de una vez, ¿sabes?
Su madre era secretaria en el Daily Express y su padre tenía una tienda polvorienta donde arreglaba radios, equipos de música y televisiones.
– No les gustaba que saliese con un bolso negro de plástico, guantes de encaje y los labios pintados de carmín. No tenían ni idea de la clase de persona que podía ser, sólo que les desagradaba cómo era.
Le gustaban la música, la ropa, los hombres, salir. Iba muy deprisa hacia… no sabía dónde. Nada la retenía; la velocidad era lo único que contaba. Frecuentaba los clubes punk; Louise's, en el Soho, donde Vivienne Westwood y Malcolm McLaren tenían su corte, y el Roxy, donde tocaban Police y Elvis Costello. Trabajó en bares, acabando en un elegante club de top-less en el West End.
– Trabajé de acompañante una temporada. -No miraba a Shahid-. Te lo cuento porque es mejor que lo sepas todo. Y ya no me importa.
– Bien.
– En aquellos días Londres estaba lleno de árabes que pensaban que les gustaban las chicas. No nos trataban mal, pero no hablaban. Siempre les preguntábamos: «¿Cómo es tu mujer?» No nos tenían gran consideración. Pasábamos la noche en sus apartamentos, metiéndonos coca y esperando a ver a cuál elegían.
– ¿Lo hacías por dinero?
– En mi mesilla de noche había montones, centenares de libras. Como con la cocaína, notas que se te escapa entre los dedos, que se te va en ropa, salir a comer, drogas. Hasta… hasta que otra de las chicas me pasó un libro de Gloria Steinem. Era el relato de cómo se convirtió en chica Playboy. Siempre me había considerado una rebelde, ¿sabes? Las chicas malas eran individualistas, destacaban. El libro me cambió las ideas. Descubrí otros y los leí, subrayando. El no ser estúpida era una especie de rebelión cotidiana. Quise unirme a un grupo de mujeres y cogí el autobús hasta Kentish Town, esperando discusiones sobre por qué los hombres eran tan imposibles. Pero aquellas mujeres ya no se planteaban eso. Eran lesbianas exclusivamente interesadas en ellas mismas. Dos de ellas trabajaban en un estúpido asilo. Aquello fue el colmo. Puse un anuncio en el Spare Rib y organicé mi propio grupo.
El día más feliz de su vida fue cuando la admitieron en la universidad.
– Mi madre me dijo: «¿Significa eso que tendremos que mantenerte?» Mi padre me dijo que una persona tan ordinaria como yo no necesitaba estudios superiores.
La universidad fue dura. Lamentaba ser mayor que los demás y, a la vez, tener menos formación académica. Nunca había hecho un trabajo escrito; las bibliotecas la dejaban narcoléptica. Vivía sola y estudiaba más que nadie, rehuyendo el contagio de la clase media: duda de sí misma, desprecio del aprendizaje, aburrimiento. Después de licenciarse, sacó una titulación en pedagogía.
– Luego me dieron el trabajo que tengo ahora. Ya llevo mucho tiempo aquí. -Lo tomó de la mano-. Este pub se está llenando de gente.
Siguieron calle arriba hasta el Underworld.
– ¿No te parece mal lo que te he contado?
– Está bien, supongo -contestó él-. Me gusta. Pero resulta confuso. Continúa.
– En la universidad me volví insociable. Un poco como tú ahora, tenía un objetivo político muy marcado. Mediados los setenta sólo vivía para el partido. Cuando no estudiaba, asistía a mitines, vendía periódicos o estaba en piquetes. Conocí a Brownlow.
– ¿Qué viste en él?
– Nos gustaban los Beatles. Teníamos en común la conversación y el activismo. Nos imaginábamos que estábamos en la Rive Gauche, reuniéndonos en los cafés con nuestros amantes, viviendo sin celos burgueses, comprometidos con el cambio personal y político. Sartre y Simone de Beauvoir tienen la culpa de muchas cosas.
Sólo se dedicaban a las tareas del partido. Formaban parte de piquetes, manifestaciones e iban a Greenham. Ni siquiera ahora sabía cómo considerar su militancia, si bien temía que, al ocuparse de los oprimidos y no del marido, su actividad política hubiese sido un mero desplazamiento de la atención.
Shahid pidió bebidas en la barra. El Underworld era un rectángulo negro de techo bajo detrás del pub, atestado de estudiantes. La cerveza parecía manar de las paredes. El cantante, un indio con gafas, estaba tan nervioso que se le cayó la guitarra al intentar empotrarla en un amplificador. El batería empezó a agitarse como una trilladora. El grupo no era muy bueno, y sonaba como una versión heavy de The Velvet Underground, sin la armonía. No es que Shahid le prestase mucha atención. Trataba de asimilar los datos de la vida de Deedee.
Al cabo de un par de canciones, Deedee se puso una pastilla en la lengua y dio otra a Shahid. Decidieron marcharse cuando al batería, en una de sus contorsiones -seguramente, como observó Deedee, porque nadie le había explicado que la batería no era un instrumento para hacer solos-, se le desprendió el turbante, que salió despedido hacia el público desplegándose como una cometa.
Se abrieron paso entre el gentío y salieron a la calle, contentos de encontrarse fuera. El aire fresco y el silencio eran un alivio. Volvieron al sótano, caminando despacio. Una vez allí, Deedee se tumbó en el suelo bajo una luz tenue y, desabrochándose la ropa, lo miró acariciarla. Le pidió que le diera masajes en los hombros, la nuca y la parte de arriba de los brazos.
– Cuando pienso en lo lejos que he llegado, me siento orgullosa de lo que he hecho. ¿Quién me ha ayudado? Algunos amigos, pero nadie en concreto. Y me alegro.
– Entonces, ¿por qué estás triste?
– ¿Lo estoy?
– Un poco.
– Sí. Me duele admitirlo. Supongo que quiero decir que el precio puede haber sido demasiado alto.
Dijo que en los años ochenta el objetivo de las mujeres, incluso de las izquierdistas, había sido el de ocupar puestos importantes, independizarse, triunfar. Pero lo habían pagado caro. Habían trabajado hasta no poder más, confiando demasiado en sus propios recursos, debiendo apoyarse a sí mismas además de a las amigas. Muchas desaprovecharon la posibilidad de tener hijos. ¿Y para qué? Al fin y al cabo, una carrera no es más que un trabajo, no la vida entera.