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¡Qué poco habían disfrutado! En aquella época de la militancia, mientras el mundo permanecía inalterable -y hasta que llegaron las celebraciones del «día de la libertad»-, el placer sólo era condicional y culpable. Además, ella apenas se había movido fuera del círculo de la política; implícitamente sólo se consideraba buenas personas a aquellos que luchaban por el cambio. Los demás eran insensibles, deliberadamente ignorantes o víctimas de una falsa percepción.

– A mediados de los años setenta hubo un momento en que creímos que la historia se ponía de nuestro lado. Homosexuales, negros, mujeres se afirmaban y organizaban. Al cabo de menos de diez años, después de las Malvinas, la Plataforma Pro Desarme y la huelga de los mineros, hasta yo veía que el movimiento iba en dirección opuesta. Thatcher había concentrado la lucha. Pero ella pudo con todos. ¿Adónde nos llevaba eso?

– ¿Adónde?

– ¿Quién sabe? Pregúntale a Brownlow. Ya ha sido bastante difícil admitir la derrota y luego la incertidumbre. Ahora ni siquiera deseo estar segura de nada.

Esperaría la experiencia y el conocimiento, consciente de determinadas certidumbres concretas: sólo existía el presente, aquella noche les pertenecía, y él le gustaba.

– Me haces más feliz de lo que nadie me ha hecho desde hace siglos.

Shahid se desvistió con sólo una pizca de timidez. Deedee había dicho que le gustaba verlo desnudo mientras ella seguía vestida. Pero cuando se volvió a mirarla, vio que se había retirado un poco. Dobló la ropa y se quedó inmóvil. Ella se incorporó de pronto, pasándose la lengua por los labios. Él retrocedió.

– Me miras como si fuese un trozo de tarta. ¿En qué estás pensando?

– En que te merezco. Me dan ganas de comerte. Acércate. Ven, te digo.

Él se acercó de rodillas. Deedee le puso los labios en la oreja y le preguntó si quería que le hiciese algo. De la mano fueron otra vez al dormitorio y se tumbaron en el colchón tendido en el suelo. Había muchas cosas que quería que le hiciese. Tantas, que apenas sabía por dónde empezar; no por nada estaba prohibido lo prohibido.

– En realidad, estoy bien -dijo Shahid.

Ella sabía insistir. Desde el momento en que lo conoció, quería verlo con maquillaje; estaba segura de que le sentaría muy bien.

– ¿Ahora?

– Sólo existe el ahora.

Sin duda su destino no sería, aún, parecerse a Barbara Cartland, ¿verdad? Entonces recordó su primera noche, en la que «sí» era mejor palabra que «no». ¿Por qué tener miedo? Vivir, si se podía, aquí, esta noche. Esta noche era la eternidad. ¿Acaso ignoraba lo mucho que debía confiar en ella? Tenía que hacerlo. Ah, sí.

Ella fue al otro extremo de la habitación y puso «Vogue», de Madonna. Madonna preguntaba: «¿Qué estás mirando?» Le encantaba aquella canción. Deedee cogió su bolso y lo extendió todo sobre una toalla blanca. Shahid se sentó a su lado. Ella canturreaba mientras se dedicaba afanosamente a pintarle los labios, los ojos, a darle rímel en las pestañas, colorete en las mejillas. Le cardó el pelo. Eso le inquietó; era como si estuviera perdiendo su identidad. ¿Qué estaba viendo ella?

Ella sabía lo que quería; Shahid le permitió llevar la situación; era un alivio. Deedee no le dejaba mirarse al espejo todavía, pero a él le gustaba la sensación de su nueva cara femenina. Podía adoptar una actitud recatada, provocativa, juguetona, de estrella; desapareció una carga, le habían quitado cierta responsabilidad. No era él quien debía tomar la iniciativa. Incluso se preguntó cómo sería salir disfrazado de mujer y que lo mirasen de otra manera.

Ella se movió a su alrededor para observarlo, diciéndole que volviera la cabeza a un lado y a otro, que colocara los brazos así o asá, que hiciera esto o lo otro. Era más fácil no resistirse, incluso cuando le obligó a andar de puntillas como una modelo. Lejos de sentirse cohibido, caminó como en una especie de danza, balanceando las caderas y los brazos, echando la cabeza atrás, haciendo pucheros, separando bien las piernas, mostrándole la minga y el culo. Mientras él evolucionaba, ella asentía con la cabeza, sonriendo y suspirando.

Él hizo una reverencia, cogió una naranja del frutero que había junto a la cama y empezó a pelarla.

– ¿Me toca? -inquirió ella.

Él afirmó con un gesto.

Deedee se dirigió al armario. Cogería algunas cosas que pudieran gustarle. En la postura de una ayudante de prestidigitador, eligió unas medias y un amplio sombrero de paja con una banda de seda roja. Se sentó en la cama para ponérselo. Luego desplegó violentamente un condón, se lo enrolló en un dedo y lo untó de vaselina.

– Siempre pienso en ti de esta forma, sobre todo cuando das clase -dijo él.

– No te apures. A veces, cuando vuelvo a casa de trabajar y me apetece una orgía relajante, esto es lo que hago, antes de cenar. Miro fotografías, también. O leo.

– ¿Qué cosas?

– Crash. ¿La conoces? La historia de O también es un buen libro para leer con una sola mano. Se pasan horas preparándola, erizándole los pezones. Lleva zapatos de ante negro con tacones y plataforma, guantes, pieles y seda. Cuando se convierte en su esclava y la azotan, dice: «Seré lo que queráis que sea.» Su mayor vergüenza es cuando la obligan a masturbarse delante de ellos. Estoy pensando en recopilar una lista de pajas literarias para mis alumnos.

– ¿Cómo pasas las páginas?

– Qué tonto eres.

Le invitó a mirar mientras levantaba una pierna y hundía el dedo en el músculo del ano hasta hacerlo desaparecer.

– Mira -ordenó ella.

Con los dedos separados le enseñó el coño. Él cogió la vela y, acercándola, atisbó en su interior. Estaba encantado: la droga, que daba un tono pálido a su sonriente rostro, la presentaba en una perspectiva de revista; sin degradarse, se estaba convirtiendo en pornografía.

Arrobado, contuvo el aliento mientras Deedee cogía un tubo de desodorante y se introducía la parte superior en la vagina. ¿Había visto Riaz algo así? ¿Le apetecería verlo, secretamente? Deedee quizá pudiera hacerle una demostración, para que viese el carácter humano de todo aquello.

En el estómago de Deedee la carne formaba pliegues como dedos. Cayó de rodillas y se masturbó con diligencia y concentración, arqueando la mano entre las piernas. En seguida empezó a jadear, pasándose los dedos del coño a los pezones, con aureolas semejantes a pétalos de rosa. Él se puso de rodillas y se escupió en la mano; frente a frente, se masturbaron juntos y al correrse, simultáneamente, se derrumbaron riendo.

Ella se echó en el suelo y dormitó, como desvanecida.

Él se tendió y soñó. No podía dejar de pensar en algo que unos días atrás había dicho Riaz. De pasada, Hat declaró que había que decapitar a los homosexuales, aunque primero debería ofrecérseles la opción del matrimonio. Aquello interesó a Riaz, que dijo que Dios condenaría a los homosexuales al infierno, donde se les abrasaría la piel y les volvería a salir otra nueva, lo que se repetiría durante toda la eternidad.

– Si alguna vez os habéis quemado en la lumbre, sabréis lo que quiero decir. Imaginaos eso un millón de veces.

El odio de Riaz había sido sereno, muy seguro. Shahid quiso contárselo a Deedee, pero no quiso distraerla. Pero ¿no era Riaz su amigo? Ojalá pudiera comprender de dónde le venían aquellas ideas.

Más tarde, adormilados y ausentes, Deedee y él charlaron un poco, murmurando lo mucho que les gustaba mirarse en clase. Tras escribirle la nota en que le invitaba a su casa, le costó trabajo colocársela en el pupitre de la biblioteca. La retiró, volvió a colocarla y salió a toda prisa de la Facultad, imaginando que todo el mundo percibía su desconcierto y agitación. Una vez en casa, se sintió como una quinceañera, mirando por la ventana, pensando vendrá o no, qué es lo que he hecho, creerá que estoy loca. Nunca había tomado la iniciativa de aquel modo, al menos con un alumno. Cuando salieron, estaba tan nerviosa que, sin saber por qué, tuvo que colocarse. Al final, cuando se separaron, hizo dar media vuelta al taxi y volvió. Recorrió la calle varias veces, pero fue incapaz de recordar dónde vivía.