– Te veo con demasiada claridad.
Shahid necesitaba saber por qué había estado Chili en su habitación; sus mocasines no solían honrar un linóleo tan deteriorado. De todos modos, con Chad era inútil hablar de eso.
Chad no le quitaba la vista de encima. Shahid rogaba que Deedee le hubiera limpiado bien la cara de sombra de ojos Molton Brown y pintalabios Auburn Moon.
– ¿Me has llamado paquistaní, hace un poco? -inquirió Chad, alzando la voz.
– Sí, intentaba decirte…
– Nada de paqui. Yo, musulmán. Nosotros no nos disculpamos. Somos gente que afirma una cosa importante: ¡el placer y el egoísmo no lo es todo!
– Riaz dice que eso es un pozo sin fondo -murmuró Shahid.
– ¿No es una frase estupenda? -exclamó Chad, inspirándose. Shahid vio que se le había pasado el mal humor, de momento-. Un placer, a menos que existan límites estrictos, sólo puede llevar a otro. Y cuanto mayor sea el placer físico, menos respeto habrá hacia el prójimo y hacia uno mismo. Hasta que nos convertimos en bestias. Hay quienes se pintan la cara.
– ¿Qué?
– Después de afeitarse se dan lociones. Por dentro están sucios, son un desastre. Pero nosotros somos diferentes.
– ¿Cómo podemos ser diferentes? -Shahid observó que Nina y Sadiq se apartaban el uno del otro-. Viviendo en toda esta… ruina.
La cuestión satisfizo a Chad.
– Excelente pregunta.
Shahid escuchó con atención: una horrible tormenta se estaba formando en su mente.
– Nosotros hemos ido más allá de las sensaciones, pasando a una concepción espiritual y controlada de la vida -explicó Chad-. Miramos al prójimo con respeto, y no pensando en cómo podemos utilizarlo. Trabajamos para los demás, y eso es lo que estamos haciendo aquí.
– Ya.
– Si perseveramos en eso -prosiguió Chad-, por mucho que quieran corrompernos podremos resistir.
– Comprendo.
– Me alegro, hermano, me alegro mucho porque veo que flaqueas.
– ¿En serio?
– Es una tarea difícil, pero Alá está de nuestro lado. ¿Qué tiene de malo la idea de vivir en la pureza?
– Nada.
– Exacto. Nada. Una persona será sin duda más madura si se domina a sí misma en vez de someterse a cualquier deseo, ¿no?
– Creo que tienes razón, probablemente.
– ¡En efecto! Algún día habrá un cambio radical. ¡Sueño con eso!
Chad empezó a pasear por la habitación como hubiera hecho Riaz, complacido de su discurso y musitando frases como si se dirigiese a la multitud en la mezquita.
La ausencia de Riaz era molesta. Sin su jefe, el ambiente estaba desconectado, disperso; el grupo se infantilizaba, olvidando los motivos de sus acciones. Y Chad parecía disfrutar imaginando que tenía cierta autoridad sobre ellos. Shahid se preguntó si a Chad no le apetecería ocupar el lugar de Riaz. De todas formas, Shahid entendía lo que Chad quería decir. Se había equivocado al burlarse o desechar sus ideas. Chad podía resultar arrogante, pero hablaba desde una experiencia angustiosa.
Shahid se sentó en silencio, la atmósfera era tensa. Al principio, la mujer que vivía allí había disfrutado de su compañía. Pero ahora le había dado por fruncir el ceño y recluirse en el dormitorio con sus hijos. Quizá se debiese a la insistencia de Chad en hablar con ella en urdu, cuyo estudio había emprendido de nuevo. La mujer lo miraba como si hablase en galés y, sin duda, los frenéticos gestos con que se ayudaba en sus tentativas la ponían nerviosa.
Y así, en aquella habitación mugrienta y demasiado iluminada, donde todo el mundo parecía cansado, Shahid, inmerso de nuevo en lo cotidiano -y temeroso, también, de un ataque racista- volvió a pensar en Deedee. Y fue como escuchar su música preferida; ella era una canción que le gustaba oír. Evocó la forma en que le había vuelto suavemente la cabeza para besarle la oreja, como si en aquel momento sólo la atrajese esa parte de su cuerpo. Recordó también el modo en que le había besado la mano, apretándola contra sus ojos, mejillas, labios, marcándole de amor.
Pero en vez de sumergirse en el cálido recuerdo del amor al que se habían entregado y de los placeres que ella le había revelado y que podían repetir y ampliar voluptuosamente en el futuro, notó una sensación amarga, de desengaño. ¡Cómo había anegado sus sentidos en las últimas horas! ¡A qué ilusiones se había sometido! ¡Qué torrentes de basura inspirada por la droga había dejado correr por su cabeza! ¡Cuántas fantasías triviales había confundido con visiones! ¡Hasta en el andén de Baker Street!
Afortunadamente, la llegada de Tariq le distrajo de sus pensamientos. Entonces informó a Chad de que iba a visitar la mezquita. Después patrullaría por el paseo, para ver cómo andaban las cosas fuera.
Chad no pudo negarse.
– Pero ten cuidado -le advirtió-. Lo mismo quieren cogernos por separado.
Algo que notó en Shahid debió conmover a Chad, porque le dijo que iba a regalarle una cosa. Mientras Shahid guardaba el cuaderno y sus plumas preferidas, Chad cogió una bolsa de plástico y se la entregó.
– Para ti.
– ¿Qué es?
– Míralo.
Era un salivar kamiz, lo extendió y lo mantuvo en alto.
– Es precioso.
– ¡Sí!
Shahid se lo llevó a la mejilla.
– ¿Es para mí?
– Pues claro. Yo tengo uno. ¿Quieres ponértelo?
Observó cómo Shahid se ponía, por primera vez, «el atuendo nacional». Chad lo examinó bien antes de presentarle un gorro blanco que ocultaba detrás de la espalda. Se lo ajustó en la cabeza, se retiró un momento y le dio un abrazo.
– ¡Estás magnífico, hermano!
– Gracias, Chad.
– He pensado que te sentaría bien. Espera a que te vea Riaz. Y Tahira. Se sentirán muy orgullosos. ¿Cómo te sientes?
– Un poco raro.
– ¿Raro?
– Pero bien, muy bien.
– Estupendo.
Shahid se puso encima el jersey y la chaqueta y se fue. Chad salió a la puerta y lo despidió con el brazo cuando doblaba la esquina. Sintiéndose aún más llamativo entre los pliegues del amplio y cómodo salwar, Shahid recorrió las tres paradas de metro.
Rezó lo mejor que supo, repasando mentalmente las instrucciones y exhortaciones de Hat; pidió a Dios que le otorgara el conocimiento, la comprensión de sí mismo y de los demás, la tolerancia. Sintiéndose desprovisto de pasión y, en cierto modo, liberado y purificado, se sentó tranquilamente con el cuaderno.
Distribuidas en tres plantas, las estancias de la mezquita eran tan grandes como pistas de tenis. Después de charlar a la entrada, donde se quitaban los zapatos antes de retirarse a hacer las abluciones, se congregaban allí hombres de tantos tipos y nacionalidades -tunecinos, indios, argelinos, escoceses, franceses-, que sin saberlo de antemano habría sido difícil adivinar en qué país se encontraba la mezquita.
Allí quedaban excluidas la raza y las barreras de clase. Había hombres de negocios con trajes caros, otros con uniforme del metro de Londres o de la dirección de Correos; ancianos encorvados, vestidos con salwar kamiz, manipulaban sartas de cuentas. Jóvenes elegantes con cola de caballo que trabajaban con ordenadores intercambiaban tarjetas comerciales con otros vestidos de traje. Cuarenta etíopes con túnicas se sentaban al fondo de la nave, escuchando a uno de los suyos.
Entre los hombres que rezaban corrían por la inmensa alfombra niños con sus mejores trajes y niñas vestidas de blanco con lazos en el pelo. Algunos visitantes estaban tendidos en colchones arrimados a la pared, durmiendo. A su alrededor tenían teteras, botellas de agua y sus enseres en bolsas de plástico. Otros se pasaban horas sentados contra las columnas con las piernas cruzadas, charlando. Y los había tumbados de espaldas, dormidos en el centro de la nave, con un brazo sobre los ojos. Personas que no se conocían hablaban entre sí. Era un ambiente tolerante, pacífico, medidativo.