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Sí, reflexionó Shahid, se había zambullido en un río de deseo y excitación. Y pronto, sin duda, estaría embotado pero no saciado: esas sensaciones no bastarían. ¡Necesitaría más y acabaría lanzado al «pozo sin fondo»! Riaz lo entendía. Tenía que aprender de él y de Chad.

Lo habían tentado. Y había caído de cabeza. Pero el ir allí había sido buena idea. Había recobrado el juicio antes de que fuese demasiado tarde. Aunque se detestara a sí mismo, también merecía elogio por haber recobrado la pureza. ¿No había logrado salvarse, saliendo del remolino y volviendo a casa? Sí y no. Seguía inquieto; no podía tranquilizarse. Incluso en aquellas frescas estancias donde sentía más sosiego que en ninguna otra parte, no dejaba de pensar, justificándose y criticándose mordazmente. Sólo estaba seguro de una cosa. Dejaría a Deedee antes de que se complicaran más los sentimientos. Se lo diría mañana. Podría dedicarse por entero a su trabajo con Riaz.

Una vez tomada esa decisión, se puso en pie, recogió los zapatos del estante y salió, guiñando los ojos, a la calle. Atravesó un mercadillo en cuyos bulliciosos puestos vendían maletas, relojes, casetes; los vendedores pregonaban a gritos aparatos para enhebrar agujas, exprimidores de naranjas, adornos de plástico para visillos de encaje. Era una transición brusca; le resultaba difícil conciliar lo que pasaba en la mezquita con la animada diversidad de la ciudad.

Sus amigos contaban historias, en términos religiosos, sobre el origen de todas las cosas, explicando que Dios les dio la vida, lo que ocurría después de la muerte y por qué sufrían persecuciones. Eran historias antiguas y útiles, sólo que hoy podían ser socavadas y ridiculizadas por otras más demostrables, lo que quizá daba más determinación a sus partidarios.

El problema era que, cuando estaba con sus amigos, esas historias le subyugaban, pero cuando los dejaba, como quien sale del cine, el mundo le parecía más sutil e inexplicable. Era consciente, también, de que esas historias eran invención de hombres y mujeres; no eran ni ciertas ni falsas, sólo productos de esa facultad maravillosa pero poco digna de confianza que William Blake denominaba «el cuerpo divino en cada hombre». Pero sus amigos no reconocían ni una pizca de imaginación en el cuerpo de sus creencias, pues eso lo envenenaría todo, haciendo humana su convicción, estética, falible.

Comprendía, sin embargo, en qué se equivocaba Brownlow. No se trataba de la verdad o falsedad de esas creencias, ni de si podían o no demostrarse, sino de afiliación. En el tiempo que pasó deambulando por las calles, había observado que las razas estaban divididas. Los chicos negros salían juntos, los paquistaníes se visitaban unos a otros y los bengalíes se conocían entre sí desde tiempo atrás, igual que los blancos. Aunque no se percibía hostilidad -y había mucha, aunque fuese implícita; su madre, por ejemplo, solía hacer comentarios desdeñosos sobre los negros, diciendo que eran perezosos, mientras que respetaba a los blancos de clase media-, los grupos se mezclaban poco. ¿Llegarían a cambiar las cosas? ¿Y por qué? Algunos individuos hacían un esfuerzo, pero ¿no se estaba disgregando el mundo en tribus religiosas y políticas? La división se daba por sentado, cada uno con lo suyo. Pero ¿adónde conducirían esas desuniones, sino a diversas clases de guerra civil?

Y algo más apremiante: si todo el mundo se daba tanta prisa en adherirse a su propio grupo, ¿cuál le correspondía a él?

Al volver al barrio sintió que perdía el ánimo y al mismo tiempo se puso en guardia. Sacó la navaja que ahora llevaba -Chad no permitía que ninguno saliese desarmado-, atento a posibles atacantes. Había poca gente por la calle. Sentado en un muro, mantuvo la vigilancia con «Sign o' the Times» en los auriculares, solo con los cuadernos negros que iba llenando rápidamente. Al final del último empezó a redactar un relato erótico para Deedee, «La alfombra de la oración carnal», para enviárselo como regalo de despedida.

Pero Deedee y él no sólo se procuraban sensaciones. La noche anterior, cuando le contó que había prestado a Chili Cien años de soledad, ella repuso que acababa de leer La educación sentimental. Contenía escenas espléndidas, le aseguró; parecía una película. Pero algunos libros le costaban trabajo, igual que ir al gimnasio. También había probado con La pequeña Dorrit, en navidades. La lectura seria requería dedicación. ¿Quién la consideraba una actividad provechosa en aquella época? ¿Y cuántos conocían un libro tan bien como Blonde on Blonde y Annie Hall, o como a Prince? ¿Podía la literatura conectar así a una generación? Algunos estudiantes excepcionales leían libros difíciles; pero los más no lo hacían, y no eran estúpidos.

La música que escuchaban sus alumnos, la forma de bailar, la ropa y el lenguaje les pertenecían, era un estilo de vida. Ella intentaba entrar en ello, ampliarlo, hacer preguntas. No era agradable oír decir que la cultura no servía para nada, sobre todo si la gente no entendía su finalidad. Tal como estaban las cosas, la gente estaba continuamente informada de su propia inferioridad. Muchos consideraban hipócrita e ilusoria la cultura de la élite blanca. Para algunos, eso era una excusa de la pereza. Otros lo consideraban justificado: no querían conocer una cultura que los humillaba profundamente.

Pero había una clase de libros que le gustaba en aquellos momentos. Deedee confesó que leía en secreto novelas de «polvos y lujo» como otros comían chocolate en la cama, por la ropa, las escenas sexuales, los restaurantes, los hoteles. La avergonzaban más, sin embargo, las docenas de libros prácticos que consumía. Muchas mujeres los leían, explicó, para tratar de comprender por qué no eran más felices, por qué no se habían realizado sus expectativas. Ella prefería pensar en las necesidades que tales libros satisfacían antes que fastidiar a la gente con la literatura, que sólo los eruditos consideraban crucial y la gente normal sólo leía en vacaciones.

Shahid empezó a pasearse de un lado a otro, tercamente, diciendo que él no soportaba esas cosas. Lo había intentado, pero la literatura era mejor en todos los sentidos, la diferencia saltaba a la vista, mira las primeras páginas de Tom Sawyer. Por eso se llamaba literatura. Tenía intención de ponerse a leer libros pesados. Turguéniev, Proust, Barthes, Kundera: ¿qué tenían que decir? ¿Por qué se les estimaba?

Y otra cosa. No siempre le gustaba que le pusieran a Madonna o George Clinton en clase, ni que le diesen una conferencia sobre la historia del funk como si fuese más «suyo» que Padres e hijos. Cualquier expresión artística era «suya» si demostraba sus méritos. Él no se privaría de lo mejor.

Habían discutido apasionadamente pero sin acritud, modificando ambos sus puntos de vista. Deedee siempre le estimulaba las ideas. Y ahora iba a dejarla.

Para entrar en calor se puso a andar a paso atlético por el paseo que rodeaba el edificio. Se cruzó con un anciano, vio a un chico negro que caminaba en sentido contrario al suyo y, en una ocasión, un muchacho de aspecto colérico se le puso delante obligándolo a desviarse. Aparte de eso, por allí no había nadie.

Entonces, no muy lejos, oyó voces. Tres o cuatro hombres estaban cantando. Pero ¿qué? Se devanó los sesos antes de reconocer «Rule Britannia». Para alivio suyo, el cántico se desvaneció. Empezó de nuevo, minutos después, unas veces más arriba de donde él se encontraba y otras más abajo. Estaba convencido de que la letra iba dirigida a él. Siguió andando, volviéndose aquí y allá. Le iban a pisar la cabeza.

Aquella gente del barrio, la que le estaba rodeando ahora, por ejemplo, cuando no le aterrorizaba le dejaba perplejo. Tenía que traer allí a Deedee para comentarlo. Quería decir que no le gustaba patrullar el barrio como un británico en la India.

En las primeras páginas del cuaderno estaba haciendo retratos literarios de los inquilinos del bloque que, pese a ser vecinos durante años, se robaban entre sí periódicamente. Una mujer que había charlado con Shahid -llamándole su cariño morenito y pasándole la mano por el pelo porque no lo podía resistir-, le contó que una vez había ido a apuntarse al paro y al volver se encontró con el piso vacío: alfombras, radiadores, bombillas, camas, chucherías, todo había volado. Le dijo que, si se era inteligente, al salir había que dejarlo todo guardado en una habitación, tras una puerta blindada. O comprarse un doberman, salvo que como no habría dinero para alimentarlo siempre estaría muerto de hambre y podría arrancar la cara a un niño de un mordisco.